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– ¡Vaya! -sonrió-. Lo siento mucho. Me temo que a Tander no le va a gustar. Pero, después, lo puedes recoger.

Dulac tendría que haberse puesto hecho una furia, pero no fue así. Sólo miró el charco de agua sucia, que crecía sobre las losas de piedra que acababa de fregar. Luego fijó la vista en Evan y le preguntó:

– ¿Por qué lo has lecho?

– ¿Hecho? Ha sido sin querer -aseguró Evan sin disimular la insolente mueca de su cara.

Dulac sacudió los hombros y pretendió marcharse, ignorándole por completo; pero el otro le cortó el paso.

– Pero, suponiendo que hubiera sido a propósito, ¿qué harías entonces? ¿Pegarme otra vez? ¿Romperme la nariz o unas cuantas costillas? ¿O arrancarme media pierna como ha hecho tu chucho con mi perro?

– ¿Mi chucho? ¿Lobo? -Dulac recordó de pronto lo ocurrido aquella madrugada. Tras haber asistido a la conversación entre Arturo y Morgana, había olvidado por completo la riña de los perros.

– ¡Sí, tu maldito chucho! -confirmó Evan. La sonrisa había desaparecido de su boca. Sus ojos brillaban de odio-. ¡Le ha mordido la garganta a Sparky, y Buster y Holly están más muertos que vivos! ¡Has hechizado a ese condenado animal!

– Estás loco -dijo Dulac desconcertado e intentó de nuevo pasar por su lado para salir, pero él se lo impidió otra vez.

– ¿Qué quieres? -preguntó Dulac-. ¡Déjame pasar!

– No entiendo qué demonios sucede contigo -aseguró Evan-. Primero nos pegas a todos, y luego tu perro despedaza a los nuestros. ¡Es cosa de brujería! Te has aliado con el diablo, ¿tengo razón?

– Si fuera así -respondió Dulac-, sería muy temerario por tu parte hablarme de ese modo.

Evan se rió, pero sin ninguna convicción. Sus ojos tenían un punto de miedo, que logró dominar con mucho esfuerzo.

– No te vayas muy lejos -dijo-. Aunque estés bajo la protección de Arturo, será mejor que no te confíes tanto.

– ¿Quién dice que lo haga? -Dulac levantó el brazo y empujó a Evan hacia un lado. Por un momento pareció que éste iba a enfrentársele y el joven se preguntó qué haría si no aceptaba dejarle marchar. Pero, enseguida, pudo sentir que la resistencia de Evan se quebraba y ganaba el miedo. El chico se apartó de mala gana, Dulac lo rebasó ligero y subió corriendo por la escalera.

Se sentía aliviado de que Evan al final hubiera cedido. Dulac no le tenía miedo. Sabía que era mucho más fuerte que Evan y, por eso, habría sufrido si se hubiera visto obligado a luchar con él. No quería más peleas, ni siquiera con él. Había intervenido en tantas batallas que estaba firmemente convencido de que en ninguna había un verdadero vencedor, sólo perdedores. Seguramente ni siquiera sería necesario pegar a Evan para lograr humillarlo. Pero no quería provocar más miedos.

Abandonó el sótano, torció a la derecha y subió hacia la zona principal. Sin parar ni un segundo, cruzó el vestíbulo, corrió arriba y llegó al salón del trono. Habría llamado a la puerta, pero no fue necesario: ésta estaba abierta y Arturo se encontraba solo. No estaba sentado en su sirio acostumbrado de la Tabla Redonda, sino en el robusto sillón frente a la chimenea. Aunque hacía calor, había encendido un fuego y permanecía envuelto en la misma capa de la mañana. Dulac tuvo que echar una sola mirada a su cara para darse cuenta de que Evan se había equivocado. Arturo no se había ido a dormir ya de mañana; en realidad, todavía no lo había hecho. En su rostro había vestigios de un gran cansancio, y no era únicamente un cansancio físico.

Cuando Dulac entró, el rey dio un respingo y lo estuvo mirando durante un rato, como si no supiera quién era el que se hallaba ante él. Luego, una sonrisa apagada se dibujó en su cara.

– Ah, Dulac -dijo.

– Mylord -Dulac bajó la cabeza en señal de respeto. Durante unos segundos reinó el silencio. Como el rey no dio muestras de seguir hablando, el joven añadió-: ¿Me habéis hecho llamar?

– Sí, lo he hecho -Arturo levantó la mano y le hizo una indicación de que se aproximara. Fue un gesto abatido, el propio de un anciano al que le cuesta mucho levantar el brazo. Por primera vez, Dulac se preguntó cuántos años debía de tener el rey. Nadie lo sabía exactamente y nadie se lo había preguntado jamás. Su rostro era el de un hombre en esa edad incierta entre los cuarenta y los cincuenta. Llevaba el pelo un poco más largo de lo que aconsejaba la moda de la época y eso seguramente le hacía aparentar algo más joven de lo que en realidad era, y la mayor parte de las arrugas que bordeaban sus ojos eran a causa de la risa. Pero ya hacía mucho que le había visto reír por última vez.

Arturo tampoco siguió hablando y Dulac tomó de nuevo la palabra.

– Si se trata de Tander, señor… sé que os ha robado. Y también dónde tiene oculto su botín. Esta tarde quiere…

– Eso ahora no es tan importante -Arturo se sentó más derecho, pero seguía dando muestras de un gran cansancio-. Tengo un trabajo para ti. ¿Podrías encargarte?

– Sí -mintió Dulac.

– Bien -dijo Arturo-. Quisiera que recuperaras tus antiguas funciones.

– ¿Mi antiguo trabajo? -preguntó Dulac sorprendido-. Tander no va a alegrarse mucho -interiormente saltaba de júbilo. Las palabras de Arturo significaban, nada más y nada menos, que pasaría gran parte de su tiempo muy próximo a Arturo, y, por consiguiente, a Ginebra.

– ¿Tienes miedo de él? -preguntó el rey.

Dulac sacudió los hombros con indiferencia, pero Arturo lo tomó como una afirmación, porque frunció el ceño, enfadado.

– Deberás comunicarme enseguida si hace algo que dificulte tu trabajo -dijo-. Y si te pega, también debes decírmelo inmediatamente.

No habló más, arrugó la frente y miró pensativo en dirección a un punto más allá de Dulac. El joven se giró desconcertado, pero no pudo ver nada especial. Tras él estaba la gran mesa con sus casi sesenta sillas, nada más. De pronto se dio cuenta de que se encontraba justo al lado de la silla en la que Arturo normalmente se sentaba. O, por decirlo de otra manera: directamente detrás de la silla que Arturo había ofrecido al Caballero de Plata.

Pero lo más probable es que se tratara de una simple casualidad.

Arturo se aclaró la voz para llamar la atención de Dulac y añadió:

– Esta tarde he convocado una reunión de todos los caballeros para informarles de algo importante. Quiero que nos sirvas bebida y comida, como lo hacías antes. Sé que es mucho trabajo para una persona sola, pero no confío en Tander. Y tampoco en ese chico que tiene de ayudante.

«Y tienes toda la razón», pensó Dulac. Tal vez había llegado la ocasión de decirle a Arturo lo que sabía de Evan, pero dudó. Si le contaba la traición de Evan, éste podría ser castigado con la muerte.

– Lo haré; no os preocupéis, señor -afirmó.

– Está bien -respondió el monarca. Parecía no haber esperado otra cosa-. Lo que tengo que decir a los caballeros no es cosa que deban oír ellos. Ahora vete y dile a ese ladronzuelo de mi cocinero que te libero de tus obligaciones el resto del día, para que esta noche estés despejado y con fuerzas. Te espero dentro de media hora en la puerta de la cámara del tesoro.

– ¿La… cámara del tesoro?

Arturo sonrió conciso.

– Hay algo más que quiero de ti, chico -dijo-. Pero ahora vete. Tengo que pensar sobre varias cosas. Sé puntual. Y procura que no te vea nadie.

Dulac evitó transmitir a Tander la orden de Arturo, porque eso desembocaría en las consabidas discusiones y ataques de ira. Además, sospechaba que al posadero le alegraría dejar de verlo durante toda la tarde.

Con tiempo por delante, se dirigió a la cámara del tesoro, que se encontraba en el sótano de la torre y era un pequeñísimo cuartito en el que cualquier persona tendría serias dificultades para moverse con libertad. No era la primera vez que Dulac estaba allí. Por eso, le sorprendió tanto ver el macizo candado que colgaba de la gruesa puerta de roble.

Las dos cosas eran nuevas. La última vez que estuvo allí -hacía por lo menos medio año, o más-, la puerta estaba formada por unos simples tablones mohosos y el candado era tan minúsculo que daba apuro hasta llamarlo por su nombre. Ahora, tanto la puerta como el candado eran nuevos y robustos. Aquello le llamó la atención. No era ninguna casualidad que la cámara del tesoro de Arturo estuviera tan desprotegida. En Camelot nadie tenía por qué temer a los ladrones y, además, la cámara se hallaba prácticamente vacía; Camelot no disponía de muchos tesoros, ¿para qué?

Dulac esperó a que llegara la hora acordada, un cuarto de hora más y, luego, otro. El rey no apareció y el muchacho comenzó a sorprenderse, luego a preocuparse, porque Arturo acostumbraba a ser un hombre muy formal, que solía llegar más bien pronto que tarde a las citas. Pensó si ir a buscarle, pero en el último momento se arrepintió al darse cuenta de que tan sólo era un sencillo mozo de cocina y Arturo, el rey. Si quería, podría dejarlo todo el día esperando allí abajo, y él no tendría derecho ni a preguntar el motivo.

Aguardó media hora más, luego renunció y subió las escaleras.

A mitad de camino, se encontró con Ginebra.

Dulac se sintió tan sorprendido que se paró en medio de un escalón, y también algo asustado. Hasta entonces había logrado apartar de su cabeza cualquier pensamiento que se refiriera a Ginebra, pero ahora, al encontrársela y mirarla a la cara, ya no pudo ser.

Su corazón empezó a latir a mucha velocidad. Aunque se hubiera convertido en una estatua, interiormente sentía cómo temblaba y las palmas de sus manos estaban húmedas y frías. Por muy absurdo que le pareciera, la realidad es que tenía miedo de estar a solas con ella.

Tenía la impresión de que no sólo su cuerpo, sino también su cara se había vuelto de piedra, pero no debía de ser así; en todo caso, Ginebra también se paró dos o tres escalones por encima de él y en su rostro se mezcló una sonrisa amistosa con una ligera expresión de sorpresa. Ladeó la cabeza para mirarlo pensativa.

– ¿Qué te ocurre? -preguntó por fin, en lugar de saludarlo formalmente o dirigirle un sencillo «Hola»-. Parece que hayas visto un fantasma. ¿Me he vuelto horrorosa esta noche?

– ¡No! -aseguró Dulac deprisa-. ¡Todo lo contrario, Mylady! ¡Perdón! ¡Vos… sois más bella que nunca!