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– Creía que no se iba a cansar nunca -suspiró Ginebra-. Uther es encantador, pero cuando empieza a hablar no hay manera de que termine.

En realidad, había sido Dulac el que había hablado mientras Uther escuchaba.

– Yo… yo no acabo de comprender, señora -tartamudeó el joven.

– ¿Señora? -Ginebra arrugó la frente-. Para de decir sandeces.

– ¡Pero vos sois una reina! -protestó Dulac.

– Porque mi marido es un rey, sí -suspiró Ginebra-. Pero puedes estar tranquilo. Uther es un rey, pero de los poco importantes.

– De todas formas, vos sois su mujer -perseveró Dulac. Cada vez se sentía menos a gusto. Por mucho que hubiera deseado volver a ver a Ginebra, lo cierto es que ahora su máxima felicidad habría sido desaparecer de allí cuanto antes.

– Eso es verdad -dijo Ginebra-. Pero no como tú piensas.

– No entiendo a qué os referís -confesó Dulac.

Se abrió la puerta y Tander asomó la cabeza.

– ¿Todo bien, señora?

– Por supuesto -respondió Ginebra.

– Pensaba que… como el rey Uther acaba de marcharse y…

– Todavía no estoy cansada -le interrumpió ella-. Vamos a quedarnos un rato más a conversar. Pero te agradezco las atenciones, si necesito algo ya te llamaré.

– De acuerdo, señora, Como mandéis -Tander fue andando hacia atrás con la cabeza gacha y salió cerrando la puerta. Aunque Dulac no pudo ver su cara, sintió con toda plenitud la ira de sus ojos. Ginebra le miro sacudiendo la cabeza.

– Un hombre peculiar -dijo-. ¿Te trata bien?

– Siempre dice que me trata como a su propio hijo -respondió Dulac con diplomacia-. Y es cierto.

– Oh -dijo Ginebra-. Entiendo. Entonces, no es tu padre.

– No conozco a mis padres -indicó Dulac-. Seguramente están muertos. Arturo me encontró de pequeño en el bosque y me trajo aquí.

– Entiendo -repitió Ginebra y se quedó mirando hacia la puerta como si intuyera que Tander estaba al otro lado con la oreja apoyada a la madera. De pronto, se levantó con un movimiento rápido-. Tu perro está intranquilo -dijo-. Vamos afuera con él, antes de que ocurra algo malo.

Lobo no necesitaba salir. Movía la cola junto a Ginebra, mientras miraba su plato con avidez a pesar de que Dulac estimaba que acababa de zamparse su propio peso en carne asada. Por fin comprendió. Ginebra sospechaba que estaban espiándoles y quería salir para hablar sin ser molestados. Asintió con la cabeza y se levantó, pero no tenía la conciencia tranquila. No obstante su aparente liberalismo, Uther era un rey y Ginebra su esposa. Una reina.

Sin embargo, la siguió afuera sin rechistar. Aunque al día siguiente, cuando se enterara, Uther sólo arrugara el entrecejo, Tander le azotaría sin contemplaciones… Pero la sola perspectiva de pasar cinco minutos con Ginebra mitigaba todo lo demás.

Únicamente cuando ya estaban fuera y se habían alejado algunos pasos, se atrevió a decir:

– Realmente, no sé, señora, si es adecuado que…

– Ginebra -le interrumpió ella-. Si vuelves a llamarme «señora», me enfadaré de veras. Y lo que es o no adecuado, lo decido yo. Al fin y al cabo soy la reina y tú sólo un mozo de cocina.

– Por supuesto, se… -comenzó Dulac y pronto se corrigió-: Ginebra.

– Aunque… -siguió Ginebra pensativa-. Si no conoces a tus padres, podrías ser un príncipe o algo similar. Tal vez tus padres fueran reyes. O bandidos.

– Me estáis tomando el pelo.

– Por supuesto -dijo Ginebra sonriendo. Miró a su alrededor. Camelot estaba desierto. Tan sólo hacía dos horas que se había puesto el sol, pero en la mayoría de las casas habían apagado las luces y todo permanecía en silencio.

– ¿La gente aquí se va siempre tan pronto a dormir? -preguntó.

– Sí -respondió Dulac-. ¿Es diferente allá de dónde venís?

Ginebra no contestó, pero tuvo la impresión de que su rostro se ensombrecía. Tal vez su pregunta había removido algo en su interior que le resultaba desagradable.

Fue Lobo el que, sin saberlo, le salvó de la incómoda situación. Hasta aquel momento el perro no se había separado ni un segundo del lado de Ginebra, parecía haber olvidado que existía Dulac. De pronto, se quedó quieto, aguzó las orejas y desapareció como el rayo con un aullido estridente. Un momento después, tres gigantescos perros negros se interpusieron ladrando entre Ginebra y Dulac y salieron detrás del perrillo.

– ¡Ey! -dijo Ginebra asustada-. ¿Qué es esto?

– Los perros de los vecinos -la tranquilizó Dulac-. Se divierten persiguiendo a Lobo, pero nunca lo atrapan.

– ¿Se divierten? -preguntó Ginebra dubitativa-. No me ha parecido un juego precisamente.

No lo era. Si cogían a Lobo, iban a acabar con él; lo sabía. Y tenía remordimientos por no ayudar a su amigo. Pero le tranquilizaba pensar que hasta ahora nunca lo habían alcanzado, a pesar de que la enemistad duraba desde que el terrier había llegado. Lobo era tan pequeño que podría protegerse en cualquier agujero.

– Eso espero -dijo Ginebra recelosa-. Que sea sólo un juego, quiero decir.

Por toda respuesta, Dulac sonrió nervioso. Tuvo que dominarse para no parecer atemorizado. Aparte de los tres perros de los vecinos también había tres hijos de los vecinos, que se permitían a menudo el mismo tipo de juego. Dulac se había ganado de ellos más de una tunda. Pero no estaban cerca. Seguramente yacían en sus camas durmiendo a pierna suelta.

– ¿Caminamos un poco? -propuso-. Lobo nos encontrará.

– Lobo -Ginebra sonrió-. No parece un nombre muy adecuado para él.

– ¿Porque es así de pequeño? -Dulac sacudió la cabeza-. No os dejéis engañar por su tamaño. Es muy animoso.

– Ya lo he visto -respondió Ginebra.

– La fuerza no vale para enfrentarse a un enemigo contra el que no se tienen posibilidades -afirmó Dulac con un tono algo más fuerte de la cuenta-. Si no se puede vencer a un enemigo por la fuerza, hay que engañarlo con alguna argucia.

– ¿Proviene de ti esa sabiduría? -preguntó Ginebra irónica.

– De Dagda -respondió Dulac.

– Dagda, ah, sí… ¿El coci…?

– Es mucho más que el cocinero de Arturo -respondió Dulac-. Cocinero, astrólogo, amanuense, cronista… Sencillamente, todo.

– Entonces, espero que cumpla con sus otras obligaciones mejor que con las del caldero -Ginebra sintió un escalofrío-. Uther explica historias de terror sobre la comida de Camelot.

A Dulac le habría encantado contradecirla, pero no pudo hacerlo. Las especialidades de Dagda eran tristemente célebres en toda la zona. Buena parte del sustento de Dulac corría a costa del castillo, pero no era extraño que el chico regresara a la posada con indigestión.

– Tengo frío -dijo Ginebra un rato después. Antes de que Dulac pudiera responder, se aproximó a él, le agarró del brazo y se apoyó en su hombro-. Así está mejor.

Dulac siguió caminando, pero interiormente sintió que se iba a convertir en estatua de sal. Ni en sus sueños más íntimos se habría atrevido a imaginar que Ginebra le tocara, pero al mismo tiempo tenía claro lo peligroso que aquello podía llegar a ser. Si llegaba a oídos de Uther, podía costarle la cabeza. De todas maneras, no se separó de su brazo como había sido su primer impulso. Su cercanía resultaba maravillosa. Con mucho cuidado dijo:

– No interpretéis mal mis palabras, Ginebra, pero…

De nuevo, ella lo interrumpió con su risa clara.

– Tienes miedo de que mi marido te cuelgue de tus partes más nobles.

En ese castigo exacto no había pensado, pero intuyó que se acercaría bastante a la verdad. Asintió perplejo.

– No tengas miedo -dijo Ginebra-. Uther no es celoso.

– ¿No? -se asombró Dulac-. Si yo tuviera una mujer como vos, sería celoso.

– Gracias por el cumplido -dijo Ginebra-. Pero nosotros no somos… marido y mujer, ¿sabes? No realmente. El podría ser mi abuelo.

– Lo sé -dijo Dulac-. Pero vos misma dijisteis que era vuestro esposo.

– Lo es -aseguró Ginebra. Dulac ya no entendía nada-. Llevamos dos años casados ante Dios y ante la ley.

Dulac la observó desconcertado.

– Pero si vos no… Quiero decir, si vosotros no… Bueno… Uther y vos, vosotros…

– No, no lo hemos hecho y no lo haremos -Ginebra se rió cuando descubrió su creciente perplejidad. Dulac notó que la sangre afloraba a su cara y que sus orejas se ponían como la grana.

– Pero entonces, ¿por qué se ha casado con vos? -se asombró el joven.

– Para protegerme -respondió Ginebra, súbitamente seria-. Uther y mi padre eran buenos amigos. Lo conozco desde que nací. Hace tres años mataron a mi padre.

– ¿Mataron? -preguntó Dulac asustado-. ¿Quiénes?

– Un hombre que juró acabar con toda mi familia -la voz de Ginebra se hizo amarga-. Vinieron por la noche. Docenas de hombres nos atacaron sin misericordia. Nuestros soldados no tuvieron ninguna oportunidad. Todos fueron asesinados, también mis padres.

– Qué horror… -susurró Dulac-. Lo siento mucho.

– Yo fui la única superviviente -añadió Ginebra despacio-. Y también habría muerto si Uther no me hubiera salvado. Me llevó a su castillo, pero el asesino de mis padres se presentó allí y pretendió que me entregase. Así que Uther decidió casarse conmigo para protegerme. Esperaba que Mordred no comenzara una guerra… pues eso es lo que tendría que hacer para matar a la mujer de Uther.

– ¿Mordred? -se sorprendió Dulac-. Mordred, el hi… -se mordió los labios para no seguir, pero ya era muy tarde. Ginebra levantó la cabeza y le miró interrogante.

– El hidalgo -respondió Dulac rápido-, el hidalgo que ha visitado a Arturo esta mañana.

– Sí, ese Mordred -dijo Ginebra-. Yo no lo llamaría hidalgo. Es un monstruo que no respeta la vida de un hombre. Uther dice que tiene parentesco con el diablo.

– No os preocupéis -dijo Dulac con convicción-. Mientras estéis en Camelot, no os ocurrirá nada. Arturo os protegerá.

Ginebra sacudió la cabeza con tristeza.

– Uther no le pediría ayuda a Arturo jamás en la vida -dijo-. Nosotros permaneceremos sólo esta noche en la ciudad. Mañana a primera hora continuaremos nuestro viaje.

A pesar de que Dulac se dijo que no tenía derecho a ello, sintió una punzada de decepción. ¿Qué podía esperar? Que Ginebra y él… era absurdo.

– ¿Qué sucedió entre Uther y el rey Arturo? -preguntó un rato después.

– No lo sé -respondió Ginebra-. Fueron buenos amigos, pero algo ocurrió. Uther no habla de eso. No habríamos venido si Mordred y sus pictos no nos hubieran interceptado el paso.

– ¿Os persiguen?