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Arturo dejó pasar la afrenta.

– Os he reunido hoy aquí para comunicaros algo -comenzó. Su mano izquierda se deslizó sobre la mesa y asió los delgados dedos de Ginebra. Ella no devolvió el gesto, pero Dulac pudo comprobar que tampoco lo rechazó.

– En las últimas semanas y meses -continuó Arturo- nos han ocurrido muchas cosas. Hemos luchado. Hemos perdidos a muy buenos amigos, pero también hemos ganado otros. La desgracia se ha cernido sobre Camelot y la sombra de la guerra pende sobre el país. Esto tiene que acabar.

– Escuchad, escuchad -dijo Mordred en son de burla. En los ojos de Sir Galahad brilló la rabia, pero Arturo le pidió tranquilidad con la mirada.

– Este es el motivo que me ha llevado a adoptar una decisión -siguió el rey imperturbable-. Sabéis que le pedí la mano a Lady Ginebra y que ella aceptó. Habíamos proyectado la boda para la fiesta del solsticio de verano, pero hemos acordado no esperar tanto -hizo una pausa para enfatizar sus palabras-. He enviado un emisario a York para pedirle al obispo que venga a Camelot con el fin de celebrar el enlace. Lady Ginebra Pendragon y yo nos casaremos el próximo domingo en la ermita junto al río.

Dulac se sobresaltó tanto que estuvo a punto de tirar al suelo la jarra de vino. ¿El próximo domingo? ¡Aquello era dentro de cuatro días! Su corazón latía a toda velocidad. ¡Imposible!, pensó. ¡Aquello no podía, no debía ocurrir! Su cuerpo temblaba de pies a cabeza.

Nadie notó su inquietud, porque también el resto de la asamblea miraba sorprendido a Arturo. No todos los rostros mostraban alegría. La propia Ginebra observaba a Arturo atónita y Dulac comprendió que también ella acababa de conocer las intenciones del rey.

Pero el más atónito de todos era Mordred. El color había desaparecido de su cara. Seguía allí de pie, como si se hubiera transformado en una estatua, y sus ojos brillaban de rabia. De manera inconsciente, sus manos apretaban la copa de estaño, de la que había bebido hasta aquel mismo momento.

– Perdonad, Arturo -inquirió Perceval-. Pero todavía no ha transcurrido el periodo habitual de noviazgo…

– Mi querido amigo -lo interrumpió Arturo con suavidad-. Camelot siempre ha sido conocido por romper con las tradiciones caducas y caminar hacia el futuro en lugar de arraigarse en el pasado, ¿no es así?

Perceval se mantuvo en silencio, pero Mandrake replicó:

– Quién de nosotros iba a extrañarse de que vuestro corazón haya sucumbido a los encantos de Lady Ginebra… Pero, por favor, considerad que los habitantes de la ciudad pudieran pensar de otra manera… ¿y hablar más de la cuenta?

– ¿Hablar? -preguntó Arturo-. ¿De qué?

– Lady Ginebra acaba de perder a su esposo -respondió Mandrake-. ¿No sería más inteligente dejar pasar por lo menos un tiempo adecuado de noviazgo?

Respondió Ginebra en lugar de Arturo:

– Este habría sido el deseo de Uther -su voz era fuerte, pero, pese a todo, Dulac sintió en ella la confusión que bullía en su interior-. Hablamos de ello.

– ¿De que os casaríais con su hijo?

El rostro de Arturo se nubló, pero Ginebra siguió hablando con voz tranquila y segura:

– Sabéis que él era lo bastante mayor para ser mi abuelo.

Y Arturo lo bastante mayor para ser vuestro padre. Sir Mandrake no pronunció esa frase en voz alta, sólo la pensó, pero Dulac estuvo seguro de que todos en la sala la habían escuchado. El semblante de Arturo se ensombreció todavía más.

– El tenía muy claro que Dios lo llamaría mucho antes que a mí -continuó Ginebra. Dulac se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para permanecer tan serena. Con el hombre que había matado a su marido sentado a su mesa-. Era el deseo de Uther que pronto encontrara un hombre que se preocupara por mí y garantizara mi seguridad. Y el destino fue muy generoso conmigo. No sólo he encontrado lo que Uther deseaba para mí, sino también un hombre que me quiere de todo corazón. ¿Qué más puedo pedir, Sir?

– Un trono -dijo Mordred con malevolencia.

– También lo voy a tener -dijo Ginebra sonriendo.

– Y Camelot, una nueva reina -añadió Arturo-. Por fin. Y tal vez, si es designio de Dios, un heredero que pueda ascender al trono cuando llegue mi hora.

Sus palabras golpearon como un puñetazo la cara de Mordred. Los ojos del Caballero Negro llamearon de odio.

– Qué satisfactorio para vos, Mylord -dijo con aspereza y señaló en la dirección de Ginebra-. Mylady, os deseo felicidad. Pero si me permitís una pregunta, Arturo…

– ¿Por qué os he invitado? -el rey sonrió-. Pero ¿no os lo podéis imaginar? Mi corazón rebosa de contento y deseo que todo el mundo participe de esa felicidad. No me parece que la guerra y la muerte tengan nada que ver con esto. Por eso, os brindo la paz.

– ¿Estamos en guerra? -preguntó Mordred.

Arturo ignoró la pregunta.

– Pretendo que los festejos duren una semana -dijo-. Todo Camelot participará conmigo de esas fiestas y será feliz. Una semana es mucho tiempo. A lo largo de esos días encontraremos una oportunidad para mitigar nuestras diferencias de opinión, estoy seguro.

Mordred titubeó antes de responder. Dulac intuyó cómo los pensamientos se agolpaban detrás de su frente.

– Es muy amable por vuestra parte, Mylord -dijo-, pero…

– Por supuesto, permaneceréis en el castillo, como mi invitado, hasta entonces -le interrumpió Arturo-. He hecho preparar mis aposentos privados para vos.

– A lo dicho, vuestro ofrecimiento me honra -respondió Mordred. Sus manos comenzaron a temblar ligeramente, para disimularlo cogió de nuevo la copa de estaño-. Sin embargo, no puedo aceptarlo. Es…

– Me temo que no me estáis entendiendo, Mordred -Arturo le interrumpió nuevamente-. Insisto.

Se hizo el silencio. Mordred dejó despacio la copa deformada sobre la mesa y, a continuación, levantó la mirada, aún más despacio.

– Verdaderamente, me temo que no os entiendo -señaló.

– Deseo que os quedéis en Camelot hasta que hayan finalizado los festejos de la boda -contestó Arturo. Seguía sonriendo, pero su voz era tan fría como el hielo y la expresión de sus ojos recordó a Dulac una espada afilada.

– ¿Como vuestro invitado… o como vuestro prisionero? -preguntó Mordred con claridad.

– Esa decisión -respondió el monarca- depende exclusivamente de vos. Pero yo sería muy feliz, si decidierais correctamente.

– Lo haré, Arturo -dijo Mordred-. Podéis tenerlo por seguro.

Pegó un salto hacia delante, su mano derecha desenvainó la espada mientras la izquierda se posaba en el cincho, sacaba un puñal y lo blandía con violencia hacia Arturo. El puñal se transformó en un punto luminoso y tan veloz que la vista humana no podía seguirlo.

Pero Dulac fue más rápido.

No era consciente de lo que hizo. Algo en él -tal vez el Caballero de Plata, que todavía latía dentro de su persona- tomó el control de la situación. Tiró la jarra de vino, que aún tenía entre las manos, sobre Mordred y, con los brazos extendidos, se lanzó sobre Arturo. Lo hizo con tanto impulso que el rey y su silla cayeron de lado, chocaron contra Ginebra, y también ella perdió el equilibrio.

Dulac sintió un golpe suave en un lugar de la espalda cercano al hombro. Supo perfectamente lo que era y esperaba un gran dolor; sin embargo, no fue así. Pero el impacto fue tan fuerte que Arturo, Ginebra y él cayeron juntos. Las dos sillas se reventaron y Dulac pudo oír los gemidos del rey y los gritos de miedo de la joven.

Se desasió del cuerpo del rey y rodó con dificultad al suelo, donde se quedó tumbado boca arriba. Seguía sin sufrir dolor, pero no lograba moverse. Su hombro izquierdo estaba paralizado y no sentía el brazo. Todo parecía irreal y liviano. Oía ruidos de pelea, gritos y el tintineo del acero. Mordred parecía defenderse con todas sus fuerzas, pero Dulac sabía que acabaría perdiendo. Podía ser tan fuerte como diez hombres, pero la superioridad numérica era demasiada, también para él.

Sin embargo, aquello ya no le interesaba lo más mínimo. La sensación de liviandad que le invadía crecía cada vez más. Le daba lo mismo lo que sucediera con Mordred, con los caballeros; sí, incluso con Arturo. Algo muy dentro de él se había roto y sentía con absoluta certeza que iba a morir.

También eso le daba lo mismo. No tenía ningún miedo. Sólo deseaba que Ginebra estuviera con él.

Y su deseo se hizo realidad. El rostro de Ginebra flotó sobre él, enmarcado en una luz suave, rojo cálido, que ahogó todo lo que había alrededor y le otorgó a su semblante un aspecto casi angelical. Alguien había arrancado un trozo del tiempo, pues él no recordaba que hubiera perdido el conocimiento o se hubiera dormido. Sin embargo, ya no yacía en el suelo frente a la chimenea, sino en una cama blanda. Aquellas piedras labradas, cubiertas de tapices y cuadros, pertenecían a las habitaciones privadas de Arturo y la luz provenía de las antorchas encendidas que colgaban de las paredes.

– ¿Está despierto?

Dulac comprendió que la pregunta se refería a él. Quería asentir, pero su cuerpo se negaba a obedecerle.

En su lugar, respondió Ginebra:

– Sí. Pero no sé desde cuándo.

Dulac intentó enfocar su cara para verla con mayor precisión. La luz roja ya no borraba sus rasgos, con lo que podía distinguir lo infinitamente cansada y agotada que se encontraba. Había llorado.

– ¿Qué… qué ha ocurrido? -murmuró.

– No debes hablar, tonto -le reprimió Ginebra-. Sólo conseguirás cansarte.

– Déjalo tranquilo -se oyeron unos pasos y Arturo apareció en su campo de visión. Parecía tan agotado como Ginebra-. Ya no importa. Y tiene derecho a saberlo.

Dulac tenía la sensación de que esas palabras estaban destinadas a darle miedo, pero ese sentimiento no arraigó en él. lili su lugar sintió un profundo agradecimiento.

Se humedeció los labios con la punta de la lengua, para poder hablar con mayor claridad, y pregunto de nuevo:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Me has salvado la vida -respondió Arturo-. La estocada de Mordred me habría matado. Y a Ginebra quizá también. Si tú no te hubieras interpuesto entre nosotros, ahora estaría muerto.

Dulac iba a responder, pero de pronto sus labios estaban tan ásperos que le fue imposible articular palabra. Ginebra se irguió, y volvió un momento después y le aproximó a la boca un elegante vaso plateado. Dulac tragó con grandes y ansiosos sorbos, tosió con dificultad y escupió gran parte del agua sobre las manos de Ginebra. Cuando intentó hablar por segunda vez, todo fue mejor.