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– ¿Y qué ha pasado con…?

– ¿Contigo? -Arturo sacudió la cabeza-. Hemos hecho venir al mejor médico de Camelot, pero ese estúpido no sabe diferenciar una hemorragia de un vulgar uñero. ¡Si estuviera aquí Merlín! Pero así…

– Voy a morir -dijo Dulac.

– Tu hombro está destrozado -respondió Arturo-. Me imagino que algunas astillas han traspasado el pulmón. Aunque lograras sobrevivir, tu pulmón quedaría dañado para siempre. La lesión es demasiado grave.

Ginebra comenzó a llorar en silencio y Dulac preguntó:

– ¿Cuánto tiempo?

– Sólo Dios lo sabe -contestó Arturo-. Esta noche, quizá mañana -titubeó-. Puedo darte algo que lo abrevie, si los dolores son muy fuertes.

– No siento dolores -respondió Dulac, y era cierto. No sentía nada.

– Algo es algo -dijo Arturo aliviado-. Me habría gustado tener mejores noticias para ti. Pero no quiero mentirte.

– ¡Todavía… todavía no es seguro que vaya a morir! -protesto Ginebra. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Su voz tembló-. ¡A veces Dios hace milagros!

– ¿Dios? -la expresión de Arturo era de infinita tristeza-. ¿Qué Dios? ¿El suyo? ¿O el nuestro?

– No tienes… que llorar -susurró Dulac-. Su voz se hizo imperceptible. Esta vez se dio cuenta de que su conciencia se extinguía; no bruscamente, sin que lo sintiera, como había ocurrido antes cuando había podido retomar el mismo pensamiento horas después. Ahora era como si se hubiera producido una corriente de agua invisible, que no había notado hasta ese momento, pero que se estaba introduciendo profundamente en él hasta hundirlo. Todavía tenía un poco de tiempo.

– ¿Por qué no? -preguntó Ginebra-. ¿Por qué no puedo llorar si tú mueres? ¿Por qué te lo tomas así? ¿Por qué no te rebelas?

– Porque está bien así -respondió Dulac y creía firmemente esas palabras. No tenía miedo de la muerte y tampoco estaba descontento con su destino. Al contrario. Por fin, había comprendido el motivo por el que había regresado a Camelot. Había pensado que el destino se había permitido una broma macabra con él, llevándolo de nuevo hasta allí, donde debería ver a menudo a Ginebra, lo que le produciría un dolor insoportable que iría minándolo poco a poco.

La realidad era que había regresado para salvar a Arturo. Y si le costaba su propia vida, era un precio mínimo.

– ¿Bien? ¿Qué puede estar bien en la muerte de una persona? -ahora Ginebra ya no lloraba en silencio; sollozaba, rápida y convulsivamente. Su cabeza se hundió hacia delante y su pelo se deslizó hacia un lado. Vio sus orejas. Eran claras, casi blancas, y tan frágiles como la porcelana, como toda ella; pero, además, tenían una peculiaridad: Ginebra llevaba unos adornos, que Dulac nunca había visto antes. En la parte superior de sus orejas destacaban tinas líneas doradas sobre las que brillaban minúsculas piedras preciosas. ¿Qué sentido podrían tener unas joyas tan incómodas de llevar y que quedaban ocultas a la mayoría de las personas?

A no ser que pretendieran ocultar algo.

No dijo nada y tampoco Ginebra reparó en su sobresalto, pero cuando levantó la mirada se encontró con la de Arturo y lo que leyó en ella le hizo estremecerse.

– ¡No quiero que abandones! -gimió Ginebra-. ¡No… no puedes morir!

Arturo le puso delicadamente la mano sobre el hombro.

– Por favor, déjanos solos, Ginebra -dijo.

– ¿Por qué? -la cabeza de Ginebra volvió a su posición normal. Sus ojos refulgieron-. ¿Para que le puedas dar algo y que todo sea más rápido? -echó enfadada la mano hacia un lado y salió corriendo de la habitación.

Arturo la miró entristecido, hasta que ella cerró la puerta de golpe tras de sí, y, después, se dejó caer en el borde de la cama, junto a Dulac; en el mismo sitio donde había estado sentada Ginebra.

– Ella no pensaba eso -dijo-. A veces hacer daño a alguien ayuda a soportar el propio dolor.

– Ella es…

– Como nosotros -le interrumpió Arturo. Se apartó con las dos manos el pelo de la cara y Dulac vio, sin demasiada sorpresa, que sus orejas tenían sendas cicatrices, menos evidentes que las de Dulac, pero exactamente de la misma forma. Como si hubiera tenido las orejas más largas y puntiagudas y se las hubieran cortado-. Como yo -añadió-. Y como tú.

– Entonces, nosotros somos…

Arturo le interrumpió de nuevo.

– No hemos nacido en este mundo, Dulac; ni tú, ni yo, ni Ginebra, ni otros más. Nosotros venimos de la Tir Nan Og, la Isla de los Inmortales.

– ¿Avalon? -preguntó Dulac. ¿Por qué no se lo decía sencillamente? Ya no tenía importancia.

– Las personas han encontrado muchos nombres para ese lugar -respondió Arturo-. Todos significan lo mismo… el lugar, que nadie de ellos ha visto y que en su interior sienten que existe. Lo anhelan porque allí existe todo lo que nunca podrán tener.

– ¿Merlín también provenía de allí? -preguntó Dulac.

– Era uno de los magos más poderosos del otro mundo -aseguró Arturo.

– Entonces… ¿vos también sois un mago?

Arturo sacudió la cabeza con una sonrisa triste.

– ¿Yo? Oh, no. A veces desearía serlo, pero sólo soy un guerrero. Fui enviado aquí para velar por estas personas. Son un pueblo fuerte y muy orgulloso, pero son jóvenes y todavía tienen mucho que aprender. Merlín y algunos fieles más me acompañaron, pero de eso ha pasado mucho tiempo. Al final sólo quedamos Merlín y yo. Y ahora, sólo yo.

– ¿Y… y yo? -preguntó Dulac.

Arturo sacudió la cabeza con tristeza.

– Durante bastante tiempo esperé que tú fueras aquél cuya venida Merlín me profetizó, pero no lo eres. A veces… -buscó las palabras precisas-. A veces algún niño del otro mundo se pierde en éste, ¿sabes? La mayoría mueren o los matan, porque son distintos y porque las personas siempre temen lo que no entienden. Existe una vieja profecía que dice que uno de esos niños se hará un hombre y socorrerá Camelot en la hora de su mayor desgracia. Durante bastante tiempo, Merlín y yo creímos que tú podías ser ese chico. Pero me temo que no lo eres.

– ¿Porque voy a morir?

– Porque ya lo he encontrado -contestó Arturo con pena-. Vino cuando la desgracia era mayor, salvó Camelot y desapareció de nuevo, como predijo Merlín.

– El Caballero de Plata -conjeturó Dulac-. Lancelot.

– Te habría caído bien -dijo Arturo con una sonrisa-. No era mucho mayor que tú, pero era un caballero que me hizo ver, incluso a mí, lo que era el miedo.

– ¿Por qué se marchó? -preguntó Dulac.

– No lo sé -contestó Arturo despacio-. Quizá sea por lo que acabo de decir. Las personas temen lo que no comprenden, y lo que temen lo odian.

– Pero ¡A vos sí os quieren!

– Nunca les he mostrado mi verdadera fuerza -respondió Arturo-. Y me necesitan. Mi protección y, sobre todo, mi espada. Camelot tiene que seguir existiendo, Dulac. Por eso, debo casarme con Ginebra. Sólo uno de nosotros puede ascender al trono de Camelot. Tiene que ser así. Si Camelot cae, todo el país caerá en la barbarie, de la que nosotros la sacamos.

Dulac sintió que la corriente de agua estaba rezumando ya. Ahora sólo era un chapoteo apenas audible y no ya la violenta riada de energía vital que alcanzaba para toda una vida. Pero esta vez se resistió con desesperación a la debilidad que se apoderaba de él. Había algo que tenía que saber.

– ¿Por qué… me estáis contando todo esto, señor? -preguntó.

– Porque quiero que me perdones -respondió Arturo.

– ¿Perdonaos? Pero qué tendría yo que…

Arturo levantó la mano para que dejara de hablar.

– ¿Realmente crees que yo no noto cómo miras a Ginebra y cómo te mira ella a ti? ¿Que entre vosotros hay mucho más que una simple amistad? No quería mandarte lejos sólo para que tuvieras una buena educación -se encogió de hombros con un gesto de culpabilidad-. Quería sacarte de aquí y me pareció una buena manera. Y tú, en cambio, regresas y ofreces tu vida por mí, sin dudar ni un segundo. Estaré eternamente en deuda contigo.

Dulac sonrió abatido.

– No queda tanto tiempo.

– ¿Te puedo hacer una petición? -preguntó Arturo.

Incluso en su estado, Dulac abrió los ojos con incredulidad. Arturo, ¡el rey!, le preguntaba a él si podía pedirle algo…

– Por supuesto.

– Esta mañana no te he mandado a la cámara del tesoro sin motivo -dijo Arturo-. Aquí en la corte tú eras siempre el que pasaba más tiempo con Merlín. El que estaba más próximo a él. Ordené llevar las cosas de Merlín, sus enseres y sus libros, a la cámara del tesoro. ¿Conoces sus secretos? ¿Sabes cómo los utilizaba?

– No -respondió Dulac. El no había sido el aprendiz de mago de Merlín. Las pocas veces que había sido testigo casual de su magia, aquello que había visto le había asustado demasiado.

Arturo encogió los hombros.

– La ayuda de Merlín me falta dolorosamente. Si recordaras algo, sería muy importante.

– No -dijo Dulac de nuevo-. Lo siento.

– No tienes por qué -contestó Arturo. Le resultaba difícil ocultar la decepción. A pesar de ello, sonrió al levantarse-. Lo más probable es que no fuera tan relevante. Te agradezco que lo hayas intentado.

Iba a darse la vuelta para marcharse, pero Dulac se lo impidió.

– ¿Arturo?

El rey se quedó parado y se giró a medio camino de la puerta.

– ¿Sí?

– ¿Puedo yo también haceros una petición? -preguntó Dulac.

– Por supuesto -contesto Arturo-. Lo que quieras.

– No quiero morir aquí -dijo Dulac-. Haz que me lleven… al lugar donde me encontraron. El sitio en el lago -titubeó un momento-. El pequeño lago que está de camino hacia El jabalí negro, ¿no es allí?

Arturo asintió.

– Es un trayecto largo y pesado para ti -dijo-. Estarías muerto antes de que abandonásemos la ciudad.

– ¿Y? -preguntó Dulac. Sabía que, con toda probabilidad, no superaría el camino hasta el lago. Pero algo tiraba de él hasta allí con una fuerza inusitada. Debía de ser lo que había dicho Arturo: su hogar estaba al otro lado y algo dentro de él le decía que el camino comenzaba en el lago.

Pero había otro motivo, por lo menos tan concluyente como aquél. Su hombro había empezado a dolerle. No mucho, pero sentía que pronto sería peor. No iba a tener una muerte fácil. Iba a sufrir; quizá, hasta a gritar. Y sabía que Ginebra regresaría en cuanto Arturo se marchara. No quería que le viera así.

– Lo siento, Dulac -dijo Arturo con pesar-. Cualquier cosa, menos ésa. Aunque quisiera, sería totalmente imposible. Metimos a Mordred en el calabozo, pero sus guerreros merodean por los bosques colindantes a Camelot. Todo aquel que abandona la ciudad corre gran riesgo. No puedo exigírselo a nadie.