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– No, ni siquiera saben que estamos aquí. Por eso mañana saldremos temprano. Uther no quiere que Arturo se vea envuelto en su lucha contra Mordred.

«Seguramente ya lo está», pensó Dulac. A su mente acudió aquel hombre de cabello negro y aspecto rudo y un escalofrío recorrió su espalda. Fue incapaz de descubrir la causa de aquel sentimiento, pero intuyó que con Mordred una gran desgracia se cernería sobre Camelot y sobre sus habitantes.

– Ya hemos intercambiado demasiados negros pensamientos -dijo Ginebra de pronto y, con un tono muy distinto, añadió-: Tengo un ruego que hacerte. ¿Querrás cumplírmelo?

«Si supiera lo que es», pensó Dulac. En voz alta dijo:

– Claro.

– Camelot -dijo Ginebra-. Quisiera ver Camelot.

– ¿Camelot? -el chico se quedó parado-. ¿Queréis decir…?

– El castillo -confirmó Ginebra-. Quiero ver el castillo. La sala del trono del rey Arturo, y la famosa Tabla Redonda.

– Yo… no sé… -Dulac intentó ganar tiempo.

– ¡Por favor! -imploró Ginebra.

– Es tarde -dijo el joven algo molesto-. Ya estarán todos durmiendo y… y…

– Mucho mejor le interrumpió Ginebra-. Sólo quiero ver el castillo, no hablar con Arturo. Uther se enfadaría mucho si lo hiciera. Seguro que conoces un camino para llegar al castillo sin ser vistos.

– Sí lo conozco -dijo Dulac-, pero yo…

– Me lo has prometido -se enfurruñó Ginebra.

Realmente no lo había hecho. Ni siquiera lo había insinuado.

Pero entonces ella le miró con sus hermosos ojos negros y su respuesta fue «sí».

No fue exactamente como había dicho. La mayor parte de Camelot se encontraba en una profunda oscuridad y también los dos vigilantes de la puerta dormían plácidamente apoyados en sus lanzas; era un truco que cualquier vigilante aprendía enseguida. Pero, en el primer piso, se veía una luz tras los cristales, y cuando se deslizaron de puntillas a través de la puerta, oyeron voces y carcajadas.

– El salón del trono -susurró Dulac indicándolo con un gesto de la mano-. Me temo que no voy a poder enseñaros la Tabla Redonda.

– No importa -respondió Ginebra. Se quedó parada y miró a su alrededor con ojos brillantes-. Así que esto es Camelot. El famoso Camelot, ¡El castillo del legendario rey Arturo! -alargó la mano y acarició admirada la tosca piedra de la bóveda de entrada-. Había oído que sus murallas eran de oro puro.

– La gente exagera -respondió Dulac-. No todo lo que se cuenta de Arturo y de Camelot es cierto -«Más bien casi nada», añadió en su pensamiento. Sólo en su pensamiento.

– Pero es Camelot -aseguró Ginebra-. Desde que tengo uso de razón deseaba ver Camelot. Y por fin estoy aquí.

Dulac la observó con creciente nerviosismo. Los ronquidos de los vigilantes a su espalda eran tan altos que podrían oírse en todo el castillo y estaba seguro de que, salvo Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda, no había nadie más despierto. A pesar de eso, cada vez estaba más convencido de ser observado por unos ojos invisibles. Hacía rato que se arrepentía de haber cedido a la voluntad de Ginebra llevándola hasta allí. Con la ilusión que le había hecho cumplirle su deseo… tenía la sensación de haber cometido una falta grave. La desgracia se palpaba en el ambiente.

– Es demasiado peligroso seguir -dijo-. Si Arturo o uno de los caballeros nos descubren…

– Afirmas que soy una amiga de la ciudad -terminó Ginebra.

Acababa de descubrir una condición de su carácter que no le gustaba: era extraño que dejara a su interlocutor terminar alguna frase. Suspiró con fuerza.

– ¿Por qué no me enseñas dónde trabajas? -preguntó Ginebra.

Dulac asintió titubeante. En el sótano no había nada interesante, pero por lo menos no existía el peligro de que fueran descubiertos. Hizo un gesto, adelantó con pasos rápidos a Ginebra y, una vez que cruzó la bóveda, torció a la derecha; ella le siguió a corta distancia.

Con la cabeza gacha y de puntillas, bajó por las escaleras hacia el sótano. Contaba con que estuviera oscuro y en silencio, pero cuando empujó la puerta al final de los empinados escalones, se encontró con todo lo contrario: oyó ruido y vio que de la habitación vecina salía una flameante luz roja. Se quedó parado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Ginebra tras él.

Dulac le indicó con la mano izquierda que se quedara callada.

– Dagda -murmuró-. Todavía está levantado. ¡Maldita sea! Habría jurado que llevaba ya un buen rato durmiendo.

– ¿Dagda? -la voz de Ginebra no sonó nada inquieta, más bien entusiasmada-. ¿Puedo verlo?

– Mejor no -susurró-. Él… a veces se comporta de manera poco usual, ¿sabes? Es un anciano.

Ginebra reaccionó justo como él esperaba: ignoró su objeción y pasó por su lado empujándole. Dulac alargó la mano para impedirle continuar, pero enseguida dejó caer el brazo.

– ¡Así que éste es el famoso caldero de Dagda! -Ginebra se había parado junto a la gastada olla de sopa y examinaba el recipiente con los ojos muy abiertos. Estaba claro que Uther le debía de haber contado muchas historias sobre las dotes culinarias de Dagda.

Hizo que sí con la cabeza, gesticuló indicándole que no hablara tan alto y se deslizó de puntillas hasta la siguiente habitación. La luz roja y los ruidos que no lograba identificar provenían de allí. Cautelosamente, asomó la cabeza… y se llevó un susto de muerte.

Dagda estaba sentado, de espaldas a la puerta, ante el vetusto mueble que él llamaba «su escritorio». Ante él reposaba un libro abierto, encuadernado en piel, como los que había a docenas en su estantería.

Pero no era un libro cualquiera.

Las páginas del volumen brillaban con un fulgor amarillo y las letras llameaban en color rojo fuerte, como si fueran de fuego. Y parecían moverse.

Y aquello no era lo más inquietante.

Todavía más increíble era el espectáculo que ofrecía la pared de enfrente.

Allí, en el lugar que normalmente ocupaban simples sillares y la puerta que llevaba al dormitorio de Dagda, bailaban ahora un puñado de deslumbrantes llamas que crepitaban sin producir, sin embargo, ningún calor. Formaban una especie de portal, a través del cual Dagda podía echar un vistazo a un mundo, que resultaba tan sin sentido que no podía ser reaclass="underline" una llanura interminable poblada de árboles floridos y flores silvestres, ua fina línea de plata de un río, que se curvaba en múltiples meandros, serpenteaba hasta llegar a un horizonte de poderosas montañas coronadas por la nieve. En primer plano destacaban varios seres de lo más estrafalario: unicornios blancos como la nieve; un número indefinido de minúsculos puntos luminosos, que mirados con detenimiento se transformaban en elfos no mayores que una mano humana, y también otras criaturas que Dulac se sentía incapaz de describir. En la lejanía, se intuía más que verse, una frágil formación de plata y oro, quizá un castillo, quizá algo totalmente fuera de lo común. Y por muy hermosa y fascinante que resultara esa visión, a Dulac le produjo un miedo profundo.

Ginebra apareció a su lado, abrió los ojos con incredulidad y se puso la mano en la boca, aunque a pesar de ello no pudo reprimir un pequeño grito.

Dagda se sobresaltó violentamente, como si hubiera recibido un golpe. La imagen de la pared osciló; las llamas de sus bordes crecieron y -Dulac pudo apreciarlo- empezaron a despedir calor. Los unicornios que pastaban en la llanura se arremolinaron asustados y huyeron despavoridos a galope tendido. Y Dagda se dio la vuelta en su silla con un movimiento increíblemente rápido. Las llamas volvieron a crepitar, se tragaron la visión del centro y desaparecieron. Por un momento, del muro surgió una tonalidad plateada, casi invisible y, enseguida, se borró.

– ¿Qué…? -jadeó Dagda. Abrió los ojos y los fijó en Dulac, absorto-. ¿Dulac? ¿Tú?

– Sí… señor -contestó Dulac tartamudeando. Habría deseado reducirse al tamaño de un ratón o hundirse en el suelo.

– ¿Qué haces aquí? -le recriminó Dagda y se levantó tan deprisa que su silla cayó al suelo-. ¿Y quién es esta muchacha?

Señaló a Ginebra, que seguía al lado de Dulac con la misma expresión de asombro: los ojos abiertos de par en par, la mano derecha sobre la boca y la izquierda estirada en actitud de defensa.

– ¡Te he hecho una pregunta! -le conminó Dagda al no recibir respuesta alguna. Dulac no recordaba haberle visto nunca tan enfadado.

– Es Gi… -se dominó rápidamente-. Gisela, una amiga. De la ciudad.

– ¿Una amiga? -los ojos de Dagda se entrecerraron-. No sabía que tuvieras una amiga. ¿Y cómo es que no la conozco si vive en la ciudad?

– Acabamos de trasladarnos hace unos días -dijo Ginebra. Había logrado sobreponerse, aunque todavía estaba muy pálida y su mirada iba una y otra vez hacia la pared donde habían visto aquellas extrañas imágenes-. Es mi culpa -añadió-. No le castiguéis, señor. Él no quería, pero se lo he rogado tantas veces que al final me ha dicho «sí».

– ¿A qué?

La pregunta había sido dirigida a Dulac, pero fue Ginebra quien contestó:

– Quería ver Camelot -dijo-. El castillo del rey Arturo.

– Y, por supuesto, al viejo y chiflado mago de la corte -terminó Dagda huraño.

– Él no os describió así -respondió Ginebra. Una sonrisa tímida iluminó su cara-. Dijo que erais un anciano sabio y muy cariñoso. Y un renombrado cocinero.

Dagda hizo una mueca.

– Qué lástima. Me habría encantado creerte, pero seguro que eso último no lo dijo.

– Tal vez no con esas palabras… -aceptó Ginebra-. Pero el resto…

– También es una mentira -la interrumpió Dagda, pero en sus ojos había un brillo divertido y la rabia había desparecido de sus facciones. Por lo que parecía, le resultaba tan difícil resistirse al encanto de Ginebra como a Dulac-. Pero, en todo caso, una mentira con buena intención.

Se agachó con un gemido para recoger la silla, pero Dulac se le adelantó. Mientras la levantaba, el chico miró con disimulo a la pared sobre la que había visto las llamas y aquel mundo tan misterioso. Allí no había ahora nada más que un muro de piedra tosca. Aquello no había sido más que un truco, eso era todo. ¿Dagda, un mago verdadero? ¡Daba risa hasta pensarlo!

Colocó la silla frente a la mesa y, de paso, examinó el libro que Dagda había estado leyendo. No había nada raro en él. Era un libro más entre los muchos que poseía. Valioso, pero no mágico.

Y a pesar de eso… Había habido algo más. Por muy breve que hubiera sido aquel momento, había visto algo, algo que había salido del portal para ir hacia el otro mundo; más que verlo lo había sentido.