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—¡Abuelita!

—Te escandalizas, preciosa. Me alegro. Pero te haré ver que tuve que hacerlo. Más tarde pensé mucho en esto y sé que hice bien. Fue como te dije… hacer el futuro propio. El mío era con Pedro. Quería que estuviésemos siempre juntos en la cabaña, y nuestros hijos a nuestro alrededor… muchachos parecidos a Pedro, muchachas como yo. Y pensé, ¿qué importancia tiene una sola vez si eso compra ese futuro para nosotros? Y tuve razón, porque habría sido el final de Pedro. Tú no sabes cómo era ese Saint Larston de tiempo ha. No tenía sentimientos hacia personas como nosotros. Éramos como esos faisanes que ellos están cazando ahora… Con el tiempo él habría matado a Pedro; lo habría puesto en las tareas peligrosas. Yo tenía que lograr que nos dejara tranquilos, pues comprendí que esto era para él como un deporte. Por eso fui antes en su busca.

—Odio a los Saint Larston —dije.

—Los tiempos cambian, Kerensa, y las personas cambian con ellos. Ahora los tiempos son muy duros, pero no tanto como cuando yo tenía tu edad. Y cuando lleguen tus hijos, entonces los tiempos serán un poco más fáciles para ellos. Así son las cosas.

—¿Qué pasó entonces, abuelita?

—No terminó allí. Con una vez no bastó. Yo le gustaba demasiado. Este negro cabello mío que Pedro tanto amaba… a él le gustaba también. Hubo una sombra sobre nuestro primer año de matrimonio, Kerensa. Debió haber sido tan bello y magnífico, pero yo tenía que ir a él, entiendes… y si Pedro lo hubiese sabido, lo habría matado… porque en su querido corazón anidaba la pasión.

—Estabas asustada, abuelita.

Ella arrugó la frente como si tratara de recordar.

—Fue algo así como una jugada desesperada. Y siguió durante casi un año, cuando descubrí que iba a tener un hijo… y no sabía de quién. Kerensa, yo no quería tener ese hijo, no quería. Lo imaginaba a través de los años… parecido a él… y yo engañando a Pedro. Sería como una mancha que jamás se podría lavar. No podía hacerlo. Por eso… no tuve ese hijo, Kerensa. Estuve muy enferma, a punto de morir, pero no tuve ese hijo, y ese fue el final en cuanto a él se refería. Entonces me olvidó. Traté de compensar a Pedro por esto. Pedro dijo que yo era con él la más dulce mujer del mundo, aunque con todos los demás podía ser feroz. Eso le agradaba, Kerensa. Lo hacía feliz. Y a veces pienso que la razón por la cual fui tan dulce con él e hice cuanto pude por complacerle, fue porque lo había perjudicado; y eso me parecía extraño. Como el bien surgiendo del mal. Eso me hizo comprender mucho en cuanto a la vida; ese fue el comienzo de mi capacidad de ayudar a otros. Por eso, Kerensa, jamás debes lamentar ninguna experiencia, buena o mala; porque hay algo de bueno en lo que es malo, tal como hay malo en lo bueno… tan seguro como que estoy aquí en el bosque, sentada junto a ti. Dos años más tarde nació tu madre… nuestra hija, de Pedro y mía; su nacimiento estuvo a punto de costarme la vida y ya no pude tener más hijos. Fue a causa de todo lo sucedido antes, creo yo. Ah, pero fue una buena vida. Los años pasan y se olvida el mal; muchas veces he mirado el pasado y me he dicho: "No habrías podido hacer otra cosa. Fue la única manera."

—Pero ¡por qué tienen ellos que poder arruinar nuestras vidas! —exclamé apasionadamente.

—En el mundo hay fuertes y hay débiles; y quien ha nacido débil debe hallar fuerza. Te llegará si buscas.

—Yo encontraré fuerza, abuelita.

—Sí, niña, la encontrarás si quieres. A ti te toca decirlo.

—¡Oh, abuelita, cómo odio a los Saint Larston! —repetí.

—No, él murió hace mucho. No odies a los hijos por los pecados de los padres. Sería igual que odiarte a ti misma por lo que yo hice. Ah, pero fue una vida feliz. Y llegó el día de la congoja. Pedro había salido para su primer turno del día. Yo sabía que iban a hacer volar cargas abajo, en la mina, y él era uno de los carreteros, que debían entrar cuando se habían apagado las mechas para cargar el mineral en vagonetas. No sé qué pasó allá abajo… nadie puede saberlo realmente, pero todo ese día aguardé a que lo sacaran en lo alto del pozo. Doce largas horas aguardé y cuando lo sacaron… ya no era mi alegre y cariñoso Pedro. Sin embargo vivió… unos pocos minutos… tiempo apenas para decir adiós antes de expirar. "Bendita seas", me dijo. "Gracias por mi vida." ¿Y qué cosa mejor que eso habría podido decir? Me repito que, aunque no hubiese existido un Sir Justin, aunque yo le hubiese dado muchos hijos sanos, él no habría podido decirme nada mejor.

Bruscamente se incorporó y emprendimos el regreso a la cabaña.

Joe había salido con Pichón, y mi abuela me condujo al depósito. Estaba allí un viejo cajón de madera, siempre cerrado; lo abrió y me mostró lo que contenía. Eran dos peinetas y dos mantillas españolas. Se puso una peineta en el cabello y se lo tapó con la mantilla, diciendo:

—Mira, así le gustaba verme a Pedro. Decía que, cuando hiciera su fortuna, me llevaría a España, y que yo me abanicaría sentada en un balcón mientras el mundo pasaba frente a mí.

—Estás hermosa, abuelita.

—Uno de estos es para ti, cuando seas mayor —continuó—. Y cuando yo muera, serán todos para ti.

Después me puso en la cabeza la otra peineta y la otra mantilla, y estando una junto a la otra fue sorprendente lo mucho que nos parecíamos.

Me alegré de que me hubiese confiado algo que, yo lo sabía, no había revelado a ninguna otra persona viviente.

Jamás olvidaré ese momento en que nos pusimos una junto a la otra, con nuestras peinetas y mantillas, tan incongruentes entre las cazuelas y las hierbas. Y afuera, el estruendo de las escopetas.

* * *

Desperté con la luz de la luna, aunque no era mucho de ella lo que penetraba en nuestra cabaña. Me rodeaba un silencio que era inusitado. Sentada en el talfat, me pregunté qué pasaba. No se oía ruido alguno. Ni la respiración de Joe, ni la de abuelita. Recordé que abuelita había salido para ayudar en un parto. Lo hacía con frecuencia y nunca sabíamos cuándo iba a regresar, de modo que su ausencia no era sorprendente. Pero ¿dónde estaba Joe?

—¡Joe! ¡Joe!, ¿dónde estás? —exclamé. Luego miré su lado del talfat; no estaba allí—. ¡Pichón! —llamé; no hubo respuesta.

Bajé la escalerilla; no tardé más de uno o dos segundos en explorar la cabaña. Crucé hasta el depósito, pero Joe no estaba tampoco allí. De pronto pensé en la última vez que había estado allí, cuando abuelita me había engalanado el cabello, ataviándome con la mantilla y el peine españoles; recordé el fragor de las escopetas.

¿Era posible que Joe hubiese sido tan necio de ir al bosque en busca de pájaros heridos? ¿Estaba loco acaso? Si entraba en el bosque, sería un intruso, y si lo atrapaban… Esa era la época del año en que ser intruso se consideraba doblemente delictivo.

Me pregunté cuánto tiempo haría que estaba ausente. Abriendo la puerta de la cabaña me asomé, intuyendo que era poco más de la medianoche.

Regresé a la cabaña y me senté, sin saber qué hacer. Deseaba que entrase abuelita. Tendríamos que hablar con Joe, hacerle entender el peligro que corría al hacer algo tan temerario.

Era una noche tranquila y bella. Todo parecía levemente misterioso, pero cautivador, tocado por la luz de la luna. Pensando en las Siete Vírgenes, deseé estar yendo a ver las piedras, como me lo había prometido yo misma, en vez de salir en busca de Joe..

El aire estaba frío, pero eso me alegró y corrí hasta llegar al bosque. Me detuve al borde de él, pensando qué hacer luego. No me atrevía a llamar a Joe, porque si andaban por allí algunos guardabosques, eso atraería su atención. Con todo, si Joe había entrado en el bosque, no me sería fácil encontrarlo. " ¡Joe, grandísimo tonto!", pensé. "¿Por qué tienes que tener esta obsesión, cuando te lleva a hacer cosas como ésta, que podrían traer problemas… grandes problemas?"