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—Obviamente el hombre que viste es el imperátor.

A veces las interpretaciones de Plod eran certeras, pero el corazón de Moozh se negaba a asociar al imperátor con el hombre del sueño.

—¿Por qué es tan claro? No se parecía en nada al imperátor.

—Porque toda la naturaleza y toda la humanidad lo adoraban.

Moozh se encogió de hombros. No era una de las interpretaciones más sutiles de Plod. Por otra parte, nunca había oído decir que los animales amaran al imperátor, que se consideraba un gran cazador. Claro que sólo cazaba en sus parques, donde los animales estaban domesticados y no temían a los hombres, y los depredadores estaban entrenados para aparentar ferocidad pero no atacar nunca. El imperátor representaba su papel en una elocuente demostración de la lucha entre el hombre y la bestia, pero no corría el menor peligro, a diferencia de esos animales desprevenidos y expuestos a sus rápidos dardos, su recta jabalina, su afilada espada. Si esto era adoración, si esto era la naturaleza, pues sí, podía decirse que toda la naturaleza y la humanidad adoraban al imperátor…

Plod ignoraba estos pensamientos de Moozh; si alguien tenía la mala suerte de abrigar pensamientos irrespetuosos acerca del imperátor, procuraba no poner a los amigos en el mal trance de conocerlos.

Plod continuó con su interpretación del sueño de Moozh.

—¿Qué profetiza esta adoración del imperátor? Nada en sí misma. Por el hecho de que te repugnara, ese rostro que te hizo retroceder horrorizado…

—¡Besaban a una rata, Plod! Besaban a esa repulsiva criatura volante…

Plod lo miró en silencio.

—No me horroriza que la gente adore al imperátor. Yo mismo me he arrodillado ante el Trono Invisible, y me he sentido impresionado por su presencia. No era horrible, sino… edificante.

—Eso dices tú —declaró Plod—. Pero los sueños no mienten. Tal vez necesites purgarte de algún mal que anida en tu corazón.

—Oye, fuiste tú quien dijo que mi sueño era sobre el imperátor. ¿Por qué no pudo ser cualquier otro hombre… el gobernador de Basílica?

—Porque la despreciable ciudad de Basílica tiene un gobierno de mujeres.

—Pues cualquier otra ciudad, entonces. Aun así, creo que el sueño fue sobre…

—¿Sobre qué?

—¿Cómo voy a saberlo? Me purgaré, por si tienes razón. No soy un intérprete de sueños. —Esto le obligaría a perder varias horas en la tienda del intercesor. Era una lata, pero también era políticamente necesario pasar allí varias horas por mes, pues de lo contrario los rumores sobre su impiedad llegarían hasta Gollod, donde el imperátor decidía quién merecía el mando y a quién correspondía la degradación o la muerte. Moozh pensaba visitar el tabernáculo del intercesor de todos modos, pero lo detestaba tanto como un niño detesta un baño—. Déjame en paz, Plod. Me has hecho muy desdichado.

Plod se arrodilló y cogió la mano derecha de Moozh entre las suyas.

—Ah, perdóname.

Moozh lo perdonó al instante, pues eran amigos. Esa mañana salió a matar a los jefes de varias aldeas khlami. Los aldeanos juraron de inmediato su amor y devoción al imperátor, y cuando el general Vozmuzhalnoy Vozmozhno fue ese atardecer a purgarse en el santo tabernáculo, el intercesor lo perdonó de buen grado, pues ese día el general había enaltecido el honor y la majestad del imperátor.

EN BASÍLICA, Y NO EN UN SUEÑO

Acudían desde toda la ciudad de Basílica para oír cantar a Kokor, y a ella le encantaba ver sus rostros radiantes cuando salía al escenario y los músicos tañían sus cuerdas o soplaban sus instrumentos de viento, con ese sonido suave y susurrante que siempre era su acompañamiento. Kokor cantará para nosotros, decían sus rostros. Esa expresión le gustaba más que cualquier otra, más que la de un hombre espoleado por el deseo en el instante del gozo. A un hombre le importaba poco quién le brindara los placeres del amor, pero al público le importaba mucho que fuera Kokor quien ocupara el escenario y articulara las raudas notas con esa voz lírica y dulce que flotaba sobre la música como pétalos en un arroyo.

Al menos así deseaba que fuera. Así lo imaginaba, hasta que salía al escenario y veía las miradas. El público de esa noche era mayoritariamente masculino. Hombres que la exploraban con los ojos. Debería negarme a cantar en comedias, se repitió. Debería exigir que me tomaran con tanta seriedad como a mi querida hermana Sevet, con su voz grave y masculina, su voz de rana amanerada. A ella la miran con expresión de éxtasis estético. Hombres y mujeres. No la desnudan con la mirada. Tiene un cuerpo tan rechoncho que no vale la pena desnudarlo, y la pobrecilla se mueve con mucha torpeza. Todos cierran los ojos y la escuchan, que es mucho mejor que mirarla.

Qué mentira. Qué mentirosa soy, incluso conmigo misma.

No debo ser tan impaciente. Sólo es cuestión de tiempo. Sevet es mayor, yo apenas he cumplido dieciocho años. Ella también tuvo que actuar en comedias durante un tiempo, hasta que se hizo famosa.

Kokor recordaba las anécdotas de su hermana en esos primeros tiempos, más de dos años atrás, cuando Sevet tenía casi diecisiete: continuamente debía aplacar el ardor de sus admiradores, que se empeñaban en entrar fogosamente en el camerino, hasta que ella contrató a un guardaespaldas para desalentar a los más apasionados. «Es todo cuestión de sexo — decía entonces Sevet—. Las canciones, los espectáculos, hablan de sexo, y con eso sueñan los espectadores. Procura no hacerles soñar más de la cuenta.»

¿Buen consejo? Claro que no. Cuanto más soñaran con ella, más dinero valdría su nombre en los folletos que anunciaban la obra. Hasta que al fin, con un poco de suerte, el folleto ni siquiera mencionaría el espectáculo. Sólo a la protagonista, y el lugar, el día y la hora… y cuando ella apareciera habría cientos de espectadores, y cuando sonara la música no la mirarían con esos ojos procaces, sino como si fuera un sueño etéreo.

Kokor caminó hacia su lugar en el escenario, oyó los aplausos. Se volvió hacia el público y entonó una nota aguda y vibrante.

—¿Qué es eso? —preguntó Gulya, el actor que representaba al viejo libidinoso—. ¿Ya estás gritando? Pero si ni siquiera te he tocado.

El público rió, pero no demasiado. Esta obra tenía problemas. Era floja desde el principio, y Kokor lo sabía, pero con esas risas desganadas no llegarían muy lejos. Dentro de pocos días tendría que comenzar otro ensayo. Otra obra. Debería memorizar más letras estúpidas y melodías absurdas.

Sevet escogía sus canciones. Los compositores acudían a ella para rogarle que cantara sus obras. Sevet no tenía que desperdiciar la voz buscando las carcajadas del público.

—No estaba gritando —cantó Kokor.

—Estás gritando ahora —entonó Gulya, y se acercó para manosearla. Su voz de bajo profundo siempre resultaba graciosa cuando la usaba así, y el público respondió. Quizá pudieran salvar la obra, a pesar de todo.

—¡Pero ahora me estás tocando! —repitió Kokor, elevando la voz en una nota agudísima que quedó suspendida en el aire…

Como el aleteo de un ave, para quien supiera apreciar la belleza.

Gulya esbozó una mueca y le apartó la mano de los senos. Kokor bajó la voz dos octavas. Oyó risas. Las risas más entusiastas hasta el momento. Pero sabía que la mitad del público se reía porque Gulya giraba cómicamente al apartarle la mano del pecho. Era un auténtico maestro. Era una lástima que su estilo de payaso hubiera pasado de moda. El mejoraba con la edad, pero estaba perdiendo su público. Los espectadores buscaban a los escritores satíricos jóvenes más ácidos y virulentos, la comedia violenta, brutal, hiriente.

La escena continuó. Estallaron más risas. La escena terminó. Aplausos. Kokor abandonó el escenario aliviada. Y también decepcionada. Ningún espectador la vitoreaba, nadie había gritado su nombre ni una sola vez. ¿Cuánto más tendría que esperar?