Выбрать главу

Dejar París no había resultado tan fácil como creía. Nueva York, con su energía, sus nubes de vapor ondeando sobre las chimeneas, su inmensidad, sus puentes, sus rascacielos y sus atascos, no acababa de ser mi hogar. Echaba de menos a mis amigos parisinos, aunque ya había hecho nuevas y buenas amistades aquí. A Edouard, a quien me había llegado a sentir tan unida, y que me escribía todos los meses. En especial echaba de menos la forma en que los franceses contemplan a las mujeres, lo que Holly llamaba la mirada que te «desnuda». Allí ya me había acostumbrado a ello, pero ahora, en Manhattan, lo más que había era algún conductor de autobús que le gritaba a Zoë «¡Eh, flaca!» y a mí, «¡Tú, rubia!». Era como si me hubiese vuelto invisible. Me preguntaba por qué me sentía tan vacía, como si un huracán me hubiese devastado por dentro y hubiera arrancado los cimientos de mi vida.

Y las noches.

Por la noche, aunque la pasara en compañía de Neil, me sentía abandonada. Me quedaba tumbada en la cama escuchando el pulso de la gran ciudad y dejaba que las imágenes volvieran a mí, igual que la marea vuelve a acariciar la playa.

Sarah.

Ella nunca me dejó. Había cambiado mi vida para siempre. Llevaba dentro su historia y su padecimiento como si la hubiera conocido. En realidad había conocido a la niña, a la joven, y también al ama de casa de cuarenta años que había estrellado su coche contra un árbol en una carretera helada de Nueva Inglaterra. Podía ver su rostro con claridad. Los ojos verdes y rasgados, la forma de su cabeza, su postura, sus manos, su sonrisa de esfinge. Sí, la conocía, y de haber seguido viva la habría parado por la calle para saludarla.

Zoë era una chica muy avispada. Me había pillado con las manos en la masa…

…mientras tecleaba «William Rainsferd» en el cajetín de búsqueda de Google.

No me había dado cuenta de que había vuelto del colegio. Era una tarde de invierno, y Zoë había entrado en casa sin que yo la oyera.

– ¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? -inquirió. Sonaba como una madre que hubiera sorprendido a su hija adolescente fumando marihuana.

Ruborizada, reconocí que llevaba un año entero haciéndolo.

– ¿Y? -me preguntó, cruzada de brazos y con el ceño fruncido.

– Bueno, parece que se ha ido de Lucca -confesé.

– Oh. ¿Y dónde está, entonces?

– Ha vuelto a Estados Unidos. Lleva aquí un par de meses.

No podía seguir soportando su mirada, así que me levanté, me asomé por la ventana y contemplé la bulliciosa avenida Amsterdam.

– ¿Se encuentra en Nueva York, mamá?

Su tono era ahora más suave, menos severo. Se puso detrás de mí y apoyó la cabeza sobre mi hombro.

Asentí. No podía contarle lo nerviosa que me había puesto cuando descubrí que él también estaba aquí, la impresión que me había causado y la ilusión que me hacía descubrir que los dos habíamos acabado en la misma ciudad, dos años después de nuestro último encuentro. Recordé que su padre era neoyorquino, y probablemente había vivido aquí de niño.

Su nombre aparecía en la guía telefónica. Vivía en el West Village, a quince minutos en metro desde mi casa. Llevaba días y semanas preguntándome angustiada si debía o no llamarle. Él no había efectuado intento alguno de ponerse en contacto conmigo desde que lo vi en París, y no había sabido nada él desde entonces.

Empero, la primera ilusión se había difuminado pasado un tiempo. Me faltaba coraje para telefonearle, aunque seguía pensando en él, noche tras noche, día tras día en secreto, en silencio. Me preguntaba si algún día me lo encontraría en el parque, en unos grandes almacenes, en un bar o en un restaurante. ¿Habría venido con su mujer y sus hijas? ¿Por qué había vuelto a Estados Unidos, como yo? ¿Qué había pasado?

– ¿Te has puesto en contacto con él? -me preguntó Zoë.

– No.

– ¿Lo vas a hacer?

Empecé a llorar en silencio.

– Oh, mamá, por favor… -dijo Zoë con un suspiro.

Me enjugué las lágrimas con la mano, enfadada. Me sentía estúpida.

– Mamá, estoy segura de que él sabe que vives aquí. Seguro que también ha buscado tu nombre, y sabe a qué te dedicas y dónde vives.

No se me había pasado por la imaginación que William me buscara a en Google para averiguar mi dirección. ¿Y si Zoë tenía razón? ¿Sabría William que yo también vivía en Nueva York, en el Upper West Side? ¿Pensaba en mí alguna vez? Y si lo hacía, ¿qué sentía exactamente por mí?

– Tienes que olvidarlo, mamá. Tienes que dejarlo atrás. Llama a Neil, queda con él más a menudo, y sigue con tu vida.

Me volví hacia ella y le dije con voz alta y tono cortante:

– No puedo, Zoë. Necesito saber si lo que hice le ha servido de algo. Tengo que saberlo. ¿Es mucho pedir? ¿Acaso es una quimera?

La niña empezó a llorar en la habitación contigua. La había despertado de la siesta. Zoë fue a su habitación y volvió con la pequeña, que seguía lloriqueando entre hipidos. Por encima de los ricitos de su hermana, Zoë me acarició cariñosamente el pelo.

– No creo que lo sepas nunca, mamá. Dudo de que él esté dispuesto a decírtelo. Le cambiaste la vida. Se la pusiste patas arriba, ¿te acuerdas? Lo más probable es que no quiera volver a verte nunca más.

Cogí a la niña de brazos de su hermana, la abracé con fuerza y disfruté del calor de su cuerpecito rollizo. Zoë estaba en lo cierto. Tenía que pasar página y seguir adelante con mi vida.

Cómo hacerlo, ésa era otra cuestión.

Me mantenía ocupada. Entre Zoë, su hermana, Neil, mis padres, mis sobrinos, mi trabajo y la retahíla de fiestas a las que Charla y su marido Barry me invitaban y a las que yo acudía inexorablemente, no disponía de un minuto libre para mí misma. Había conocido a más personas en estos dos años que durante toda mi estancia en París, y me encantaba disfrutar del cosmopolita crisol de Nueva York.

Sí, me había ido de París para siempre, pero cada vez que volvía por mi trabajo, o para ver a mis amigos o a Edouard, me encontraba a mí misma en el Marais, una y otra vez, como si mis pasos no pudieran evitar dirigirse hacia allí. La calle Rosiers, Roi de Sicile, Ecouffes, Saintonge, Bretagne… Ahora las veía con ojos distintos, pues recordaba los sucesos de 1942, aunque se habían producido mucho antes de que yo naciera.

Me preguntaba quién vivía ahora en el apartamento de la calle Saintonge, quién se asomaba a la ventana con vistas al patio frondoso, quién pasaba la mano por la suave repisa de mármol. Me preguntaba si sus ocupantes tendrían la menor sospecha de que en su hogar había muerto un niño, y de que la vida de una niña había cambiado para siempre desde aquel día.

También regresaba al Marais en mis sueños. A veces, en ellos, los horrores del pasado del que yo no había sido testigo aparecían con tal claridad que tenía que encender la luz para ahuyentar la pesadilla.

Durante esas noches vacías y en vela, tumbada en la cama tras una fiesta, agotada de mantener conversaciones triviales y con la boca seca por esa última copa de vino que no debería haberme bebido, era cuando el viejo dolor regresaba para atormentarme.

Sus ojos. Su cara mientras le traducía la carta de Sarah. Todo volvía a mi mente y me robaba el sueño, hurgando en mi interior.

La voz de Zoë me llevó de vuelta a Central Park, al precioso día de primavera y a la mano de Neil en mi muslo.

– Mamá, este monstruo quiere un chupachups.

– De ninguna manera -prohibí-. Nada de chupachups.

La niña se tiró al suelo con la cara apoyada en el césped y empezó a berrear.

– Qué genio tiene -murmuró Neil.

Enero de 2005 me hizo recordar de nuevo a Sarah y a William. La importancia del sexagésimo aniversario de la liberación de Auschwitz ocupaba los titulares de la prensa de todo el mundo. Nunca antes se había pronunciado con tanta frecuencia la palabra «Shoah».