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Cada vez que la oía, mis pensamientos saltaban dolorosamente a ellos dos. Mientras presenciaba el acto de conmemoración del aniversario de Auschwitz por la tele, me pregunté si William también se acordaba de mí cada vez que escuchaba esa palabra, al ver las monstruosas imágenes en blanco y negro del pasado, los esqueléticos cuerpos sin vida apilados unos sobre otros, los crematorios, las cenizas, la suma de todo aquel horror.

Su familia había muerto en aquel espantoso lugar. Los padres de su madre. ¿Cómo no iba a pensar en ello?, me dije. Con Zoë y Charla a mi lado, vi los copos de nieve que caían sobre el campo, la alambrada, la achaparrada torre de vigilancia. La multitud, los discursos, las oraciones, las velas. Los soldados rusos con esa peculiar forma de desfilar que casi parecía un baile.

Y esa visión final e inolvidable del anochecer, mientras las vías del tren en llamas brillaban en la oscuridad con una mezcla conmovedora y patética de dolor y recuerdo.

Recibí la llamada una tarde de mayo, cuando menos me lo esperaba.

Estaba en mi escritorio, peleándome con los caprichos de mi ordenador nuevo. Descolgué el teléfono, y mi «Diga» me sonó brusco incluso a mí.

– Hola. Soy William Rainsferd.

Me puse en pie como un resorte, con el corazón desbocado, y traté de mantener la calma.

William Rainsferd.

Me había quedado sin habla, apretando el auricular contra la oreja.

– ¿Estás ahí, Julia?

Tragué saliva.

– Sí, es que tengo ciertos problemas informáticos… ¿Cómo estás, William?

– Bien -respondió.

Se hizo un breve silencio, pero no fue tenso ni incómodo.

– Ha pasado mucho tiempo -dije con voz tenue.

– Sí, es verdad -contestó.

Otro silencio.

– Ya veo que ahora eres neoyorquina -dijo por fin-. Me he informado sobre ti.

Así que Zoë tenía razón, después de todo.

– Bueno, ¿qué te parece si quedamos?

– ¿Hoy mismo? -le pregunté.

– Si puedes…

Pensé en la niña, que dormía en la habitación contigua. Ya la había llevado a la guardería esa mañana, pero podía llevarla conmigo. Aunque no le iba a hacer gracia que la despertara de su siesta.

– Sí, sí puedo -contesté.

– Estupendo. Iré hasta tu zona. ¿Se te ocurre dónde podemos quedar?

– ¿Conoces el Café Mozart? Está en el cruce de la Calle 70 con Broadway.

– Sí, lo conozco. Bien, ¿qué te parece dentro de media hora?

Colgué. El corazón me latía tan deprisa que apenas me dejaba respirar. Fui a despertar a la niña, hice caso omiso de sus protestas, la vestí, desplegué el cochecito y me fui.

Él ya estaba allí cuando llegamos. Lo vi de espaldas, con sus hombros anchos y su pelo plateado y abundante, sin rastro ya de color rubio. Estaba leyendo el periódico, pero cuando me acercaba se dio la vuelta, como si hubiera percibido mi mirada. Se levantó, y durante un instante embarazoso y divertido nos quedamos uno frente al otro sin saber si darnos la mano o un beso. Se echó a reír, yo también, y al final me dio un abrazo. Fue un enorme abrazo de oso; William me aplastó la barbilla contra su clavícula mientras me daba palmaditas en la espalda. Luego se agachó para admirar a mi hija.

– Vaya, pero qué niña tan guapa -canturreó.

La niña, con gesto solemne, le ofreció su juguete favorito, la jirafa de goma.

– ¿Y cómo te llamas? -preguntó.

– Lucy -dijo la pequeña con su lengua de trapo.

– Ése es el nombre de la jirafa… -empecé a explicar, pero William había empezado a apretar al muñeco y los pitidos del juguete ahogaron mi voz, cosa que hizo que la niña gritara de alegría.

Encontramos una mesa libre y nos sentamos. Dejé a la niña en su sillita. William leyó el menú.

– ¿Has probado alguna vez la tarta de queso Amadeus? -me preguntó enarcando una ceja.

– Sí -le respondí-. Es una tentación diabólica.

William sonrió.

– Tienes muy buen aspecto, Julia. Nueva York te sienta bien.

Me puse roja como una colegiala. Me imaginé a Zoë mirándonos y poniendo los ojos en blanco. En ese momento le sonó el móvil. William contestó, y, por su expresión, deduje que era una mujer. Me pregunté quién sería. ¿Su esposa, una de sus hijas? La conversación seguía. Parecía nervioso. Yo me agaché hacia la niña y jugué con su jirafa.

– Lo siento -dijo guardándose el teléfono-. Era mi novia.

– Ah.

Debí de sonar confundida, porque empezó a reírse.

– Estoy divorciado, Julia.

Me miró a la cara. Su gesto volvía a ser serio.

– Verás, después de hablar contigo todo cambió.

Por fin se decidía a contarme lo que necesitaba saber: las secuelas, las consecuencias.

No sabía muy bien qué decir. Temía que, si pronunciaba una sola palabra, él dejaría de hablar. Seguí entretenida con mi hija, dándole su botella de agua, sujetándola para que no se la echara toda encima, y limpiándola con una servilleta de papel.

La camarera se acercó para tomarnos nota. Dos tartas de queso Amadeus, dos cafés y una tortita para la niña.

William me dijo:

– Todo se hizo añicos. Fue un infierno, un año espantoso.

Durante un par de minutos no dijimos nada, solo mirábamos a la gente que ocupaba las mesas de nuestro alrededor. El café era un lugar animado y bullicioso, ambientado por música clásica que sonaba en unos altavoces camuflados. La niña hacía gorgoritos y nos sonreía a William y a mí mientras agitaba su muñeco. La camarera nos trajo las tartas.

– ¿Y ahora, te encuentras bien? -le tanteé.

– Sí -se apresuró a responder-. Sí, estoy bien. Me llevó un tiempo acostumbrarme a esta nueva parte de mí, comprender y aceptar la historia de mi madre y afrontar el dolor. Aún hay días en que no me siento capaz, pero lo intento con todas mis fuerzas. Hice un par de cosas que me parecían necesarias.

– ¿Cuáles? -le pregunté mientras le iba dando a mi hija pegajosos trozos de tortita.

– Me di cuenta de que no podía soportar esto solo. Me sentía aislado, roto. Mi mujer no entendía la situación por la que estaba pasando, y yo no podía explicárselo, porque ya no nos comunicábamos. Llevé a mis hijas a Auschwitz el año pasado, antes de la celebración del sexagésimo aniversario. Necesitaba contarles lo que les había ocurrido a sus bisabuelos. No era fácil, y la única forma que se me ocurría era enseñárselo. Fue un viaje muy emotivo y triste, pero por fin me encontré en paz, y sentí que mis hijas lo comprendían.

Su gesto era triste y pensativo. Yo no dije nada, le dejé hablar a él. Le limpié la cara a la niña y le di más agua.

– En enero hice una última cosa. Volví a París. Hay un nuevo edificio conmemorativo del Holocausto en el Marais, quizá te hayas enterado. -Asentí. Había oído hablar de él y tenía pensado ir a verlo en mi siguiente visita-. Lo inauguró Chirac a finales de enero. En la entrada hay un muro con nombres. Es un enorme muro de piedra gris con 76.000 nombres grabados. Los nombres de todos y cada uno de los judíos que fueron deportados de Francia.

Observé cómo sus dedos recorrían el borde de la taza de café. Me resultaba difícil mirarle directamente a la cara.

– Fui a buscar sus nombres, y allí estaban: Wladyslaw y Rywka Starzynski. Mis abuelos. Sentí la misma paz que había encontrado en Auschwitz, y también el mismo dolor. Agradecí que no los hubieran olvidado, que los franceses los recordaran y honraran de aquella forma. Había gente llorando delante de ese muro, Julia. Mayores, jóvenes, personas de mi edad que tocaban el muro con los dedos y lloraban.

William hizo una pausa y soltó aire por la boca, poco a poco. Yo mantuve la mirada en la taza y en sus dedos. La jirafa de la niña soltó un pitido, pero casi no la oíamos.