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– Está bien -dijo Parker. Dio media vuelta y caminó hacia la salida. Grofield lo siguió. «Sabía que no sería tan fácil», pensó Grofield, pero no dijo nada.

Una vez en el exterior, caminaron junto a los últimos rezagados hacia la salida del parque. Grofield preguntó:

– ¿Y ahora qué?

– Cuando estuve aquí -contestó Parker-, algunos tipos poco fiables del pueblo lo sabían. Trataron de pescarme, de apropiarse el dinero.

– De modo que ellos lo habrán estado buscando cuando te fuiste.

– Exacto.

– ¿Sabes cómo localizar a alguno?

– Conozco el nombre del jefe -respondió Parker-. Lozini.

V

Lozini, ante el hornillo eléctrico, dijo:

– El problema de mucha gente es que no poseen ningún conocimiento sobre la comida china.

Los tres hombres que lo acompañaban en el jardín asintieron respetuosamente. Sus esposas estaban sentadas cerca de la piscina con la esposa del señor Lozini y conversaban sobre colegios racialmente integrados. Las luces bajo el agua estaban encendidas y producían haces de luz ondulantes que iluminaban toda esa zona del jardín y conferían a las mujeres, con sus vestidos rosados y azules, un aspecto de sirenas envejecidas y un poco brujas.

– Los chinos -proseguía Lozini- respetan su comida, ahí está todo el secreto. Como si se tratara de una persona. -Echó al agua castañas y trocitos de apio y los tres hombres volvieron a asentir.

Los tres tenían aspecto de ejecutivos. El de traje celeste y corbata verde oscuro era Frankie Faran, ex empleado de una constructora y actualmente administrador del New York Room, un club nocturno de variedades: dos bailarinas de strip-tease durante la semana y un grupo de jazz los sábados y domingos. El que sudaba en su jersey de cuello cisne blanco era Jack Walters, abogado y empleado de varias compañías inmobiliarias. Y el de pajarita negra y ligero traje de madrás era un ex contable, Natham Simms, que actualmente se ocupaba del negocio del juego y de algunos asuntos financieros del señor Lozini.

Aunque la casa era muy del estilo noroeste, con el tejado muy inclinado y pequeñas ventanas con dobles postigos y piedras oscuras, el jardín era típico del sur de California, sin duda resultado de varios viajes de negocios que Lozini había hecho a Los Ángeles pocos años atrás. Reflectores amarillos y verdes se insinuaban entre los plátanos y arces y la pared trasera de la casa. Las lajas eran rosadas; la piscina, azul y en forma de riñón, la cancha de tenis estaba orientada en dirección norte-sur. Una valla acotaba el recinto, pero la hiedra que se suponía que debía de cubrirla se había secado y sólo quedaban aquí y allá algunos restos que trepaban al azar, como hendiduras en una pared.

Esa noche era muy calurosa y el jardín californiano resultaba más adecuado que la casa estilo Nueva Inglaterra. El olor a vegetales cocidos flotaba en el aire y se mezclaba con la conversación de las mujeres junto a la piscina. Lozini se congratuló de su habilidad, luego sonrió a su alrededor en dirección a sus invitados y ellos le devolvieron una sonrisa sumisa.

Lozini se consideraba un gourmet y nadie en su círculo le contradecía: nadie tenía mayores conocimientos, ni mayor poder. Satisfecho de sus aptitudes como cocinero y complacido asimismo por el poder que había alcanzado tras muchos años de lucha, Lozini invitaba tres o cuatro veces por semana a algunos de sus subordinados y los agasajaba con platos italianos, españoles, franceses o chinos; era un gourmet con gustos amplios. Era considerado un honor ser invitado a una cena de Lozini, y un desastre que pasara mucho tiempo sin ser invitado. Nadie rechazaba sus invitaciones.

Los vegetales seguían cociéndose; demasiado lentamente, pero Lozini no lo sabía. Les sonrió paternalmente, los volvió a revolver y miró hacia Harold, que venía de la casa. La librea blanca de Harold era de un corte tan perfecto que el arma que llevaba pasaba inadvertida para la esposa de Lozini, a quien no le gustaban las armas de fuego, y menos en la casa.

Lozini esperó con la cuchara de madera en la mano y sus tres huéspedes retrocedieron discretamente unos pasos. En su mundo era preferible no escuchar las conversaciones ajenas.

Harold llegó. Inclinado sobre el hornillo, con el rostro en medio del vapor que se levantaba, dijo en voz baja:

– Alguien pregunta por usted al teléfono, señor Lozini.

– ¿Quién?

– No sé, señor Lozini, no quiso dar su nombre.

Lozini frunció el ceño.

– ¿Por qué habría de contestarle? ¿Qué quiere?

– Dijo que se trataba del asunto del parque de atracciones, señor Lozini.

Lozini parpadeó como si fuera su cara la que estaba en medio del vapor, no la de Harold.

– ¿Qué asunto en…? -Pero entonces se acordó.

– No sé, señor Lozini -dijo Harold-. No sé nada al respecto, por supuesto. Me limito a repetir lo que él me dijo…

– Está bien, está bien -respondió Lozini. Hizo un gesto brusco para que Harold se callara y miró hacia la casa. El ladrón solitario del parque de atracciones, que se había escondido allí con el botín de un atraco a un coche blindado. Lozini había mandado algunos hombres a atraparlo, pero no perdieron. Eso fue hace un par de años… ¿y quién querría hablar de ese asunto ahora, por teléfono?

Harold, con su cara expuesta al vapor, seguía esperando pacientemente. Los tres invitados, a un lado, habían iniciado una conversación sobre un tema trivial. Lozini tomó una decisión.

– Está bien -dijo, y se volvió hacia los tres hombres-. ¿Nate?

Simms, el ex contable, se dio la vuelta con las cejas cortésmente levantadas.

– ¿Hay algo que pueda hacer?

Lozini le tendió la cuchara de madera.

– Revolver esto -le contestó-. No dejes que se queme. -Y dirigiéndose a Harold-: Contestaré desde la cabaña.

– Sí, señor.

Harold regresó a la casa y Lozini se dirigió a la cabaña; tenía tres estancias adosadas, cada una con su propia cama y su cuarto de baño. La última tenía, además, teléfono; Lozini entró en ésta, encendió la luz, cerró la puerta, se sentó en la cama y levantó el auricular.

– ¿Hola?

– ¿Lozini? -La voz era algo ronca, pero neutra.

– Sí, soy yo -respondió Lozini, que oyó el click de Harold que colgaba el supletorio de la cocina.

– La última vez que usted me vio -dijo la voz- creyó que yo era un policía llamado O’Hara. Usted pensó que yo me había herido en la cabeza.

Lozini comprendió inmediatamente; era el ladrón al que él mismo había intentado capturar en el parque de atracciones. El muy bastardo había salido vestido de policía, fingiendo estar herido, con la ropa de uno de los polis que servía a Lozini.

– ¡Hijo de puta! -dijo Lozini apretando el auricular e inclinándose sobre las rodillas. Quería decirle que tres respetables hombres habían muerto en aquella ocasión y que tendría que pagar por ello, pero se mantuvo a la expectativa; esas cosas no se deben decir por teléfono:

– Quiero volver a verlo -dijo Lozini. Jadeaba ruidosamente, como si acabara de subir una escalera.

– Usted me debe dinero -contestó la voz.

Esto dejó sin palabras a Lozini. Miró hacia el lavabo en la pared de enfrente, sin habla. Ni siquiera podía pensar en lo que le decía aquel hijo de puta.

– ¿Lozini?

– ¿Dónde…? -Lozini se aclaró la garganta-. ¿Dónde está?

– Es una llamada local. Usted tiene mi dinero; he venido a por él.

– ¿De qué dinero me habla, hijo de puta? No tengo ni un centavo de su dinero, no es ése el asunto que tenemos que arreglar.

– El dinero que dejé escondido. Usted lo tiene y yo lo quiero. ¿Me lo va a dar por las buenas o tendré que causarle problemas?