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La banda sonora que escuchaba mentalmente en este momento no era exactamente música. Había fantaseado un film de Dennis O’Keefe, situado cronológicamente hacia 1950. Esta vez interpretaba el papel de un agente federal que se había prestado como voluntario para hacerse pasar por delincuente y llegar de ese modo hasta el centro mismo de la organización criminal. De modo que aquí estaba, en la central del FBI en Washington D. C. -la cúpula del Capitolio se habría visto al fondo cuando la cámara lo seguía subiendo la escalinata de piedra-, estudiando los archivos de los miembros de la banda, preparándose para la infiltración. Y en lugar de música de fondo, la banda sonora registraba la voz engolada del narrador: «El agente Kilroy estudiaba a los hombres con los que pronto…». El resto no era nítido; la voz seguía sonando con autoridad, aunque sin palabras.

Durante dos horas el agente Kilroy estudió a los hombres. Adolf Lozini. Frank Faran. Louis «Dutch» Buenadella. Nathan Simms. John W. Walters. Ernest Delure. Joseph «Cal» Caliato, de quien se esperaba mucho hasta su misteriosa desaparición dos años atrás. Y los nombres de hombres de negocios asociados a los anteriores. Tres Hermanos Trucking. Entertainment Enterprises, una compañía fabricante de máquinas expendedoras. El New York Room, un club nocturno local. Ace Beverage Distribuidores. Un nombre llevaba a otro, a lo largo de cinco años de periódicos locales, hasta que finalmente tuvo ante sí un panorama aceptable de la intrincada red. Su cuaderno se llenó, sus ojos se cansaron y le dolía la espalda de tanto estar inclinado sobre el visor de la máquina.

Se puso de pie, devolvió las cintas a sus cajas, las puso en las estanterías, se restregó los ojos, flexionó la espalda, se guardó en el bolsillo el cuaderno y el bolígrafo y se dirigió hacia la salida.

La chica lo esperaba y salió de detrás del escritorio mientras él se acercaba. Realizaba ostentosas señas con las manos para llamarle la atención, y cuando él se detuvo le susurró:

– Voy a estar libre esta noche.

Había pospuesto su cita; dolor de cabeza, seguramente. Vagamente compadecido por el joven y a la vez irritado y culpable ante la chica, Grofield contestó:

– Es maravilloso.

– De modo que si usted está libre…

– Espero estarlo -dijo él, y de repente se dio cuenta de que aunque tenía su número de teléfono, no tenía su nombre-. La llamaré en cuanto lo sepa -dijo-. Mi nombre es Alan. Alan Green.

– Hola, Alan. Yo soy Dori Neevin.

– Te llamaré, Dori.

– Estaré esperando.

Le devolvió la sonrisa infantil de la chica, salió de la biblioteca y se dirigió al hotel, donde Parker estaba en la ventana de su habitación mirando cómo se ondeaba sobre la calle la pancarta del candidato a alcalde. Cuando Grofield entró se dio la vuelta.

– Lozini dice que no -dijo.

Grofield arrojó sobre la cama el cuaderno.

– Elige un número -contestó.

VII

Frankie Faran padecía una ligera indigestión que achacaba a la comida china que la noche anterior había degustado en casa del señor Lozini. Con ello no quería decir que la comida que le habían servido estuviese en malas condiciones, sino, simplemente, que la comida china nunca había sido digerida bien por su estómago. Pero, por supuesto, cuando uno era invitado a cenar a la casa del señor Lozini no se podía acudir y no comer, cualquiera que fuese la comida que el señor Lozini hubiera decidido preparar esa noche.

Pero lo había pagado al día siguiente. No se alimentó más que con pan y Alka-Seltzer hasta que fue al club, a eso de las ocho y media de la noche, y tomó dos platos de sopa del día, que resultó ser sopa de cebolla. Se supone que la sopa de cebolla es buena para la digestión.

Angie, la chica con la que últimamente se había estado divirtiendo, vino a su oficina a eso de las diez, pero él no se encontraba con ánimos.

– No estoy de humor esta noche, querida -le dijo.

– Vaya, lo lamento. -Angie no era elegante, pero sí una buena chica. Aunque tenía treinta y siete años, estaba tan delgada que era como acostarse con una quinceañera. Tenía hijos mellizos, de unos doce años de edad, ambos a cargo del padre, un militar que se había vuelto a casar y ahora estaba de servicio en Alemania con toda su familia. A veces, cuando no tenía bebida a mano, Angie se ponía melancólica y pensaba en aquellos dos niños, tan lejos, al otro lado del océano. Faran hubiera pretendo prescindir de esta clase de sentimentalismos, pero, por otro lado, ella era una chica muy complaciente y sus tristezas eran un precio que podía pagarse sin dificultad.

– Algo que comí me sentó mal -le dijo.

– ¿Quieres algo del bar?

– No, por Dios. ¿Cómo van las cosas?

Ella se encogió de hombros.

– Es viernes por la noche -contestó.

En otras palabras, todo iba bien. El New York Room estaba cerrado los lunes; de martes a jueves tenía una afluencia de gente no estelar pero sí aceptable, con un espectáculo de dos gordas bailarinas de strip-tease, y hacían su gran negocio los viernes y sábados con un grupo de jazz que también interpretaba música rock. El domingo no había espectáculo, sólo cenas para parejas y música de discos a cuyo compás bailaba una clientela ya colgada del Geritol. Pero con los viernes y los sábados se pagaba el alquiler y se sacaban las ganancias.

Angie le preguntó:

– ¿Quieres algo más?

– Creo que no -respondió Faran-. Te veré después.

– Espero que te mejores.

La vio irse y se sintió peor.

La hora de cerrar en Tyler, legalmente, era a medianoche entre semana; y a la una, los viernes y sábados. A la una y veinte, cuando los pocos clientes que quedaban en las mesas ya se despedían, Faran se sentó en su despacho con las facturas de la noche y una máquina calculadora, dispuesto a trabajar un poco. Estaba llegando a la suma total cuando se abrió la puerta y volvió a entrar Angie, asustada.

– Estos hombres… -dijo e hizo un gesto nervioso con la mano hacia dos tipos que venían tras ella.

Faran los miró y supo exactamente por qué habían venido. No podía creerlo. ¿Pero se atreverían a interferir en un asunto de Lozini? Nadie podía ser tan irresponsable.

Y, sin embargo, por Dios, tenían ese aspecto. Los dos altos, con caras hoscas, ropa oscura, ojos fríos que examinaban la habitación mientras entraban. Y ambos tenían la mano izquierda en el bolsillo lateral de sus correspondientes chaquetas.

Sólo Angie estaba asustada. Por la ranura de la puerta abierta, antes de que uno de los tipos la cerrara, Faran pudo ver a su gente trabajando allí fuera como si nada ocurriera: daban la vuelta a las sillas y las colocaban sobre las mesas; cerraban el bar. De modo que estos dos habían actuado como perros pastores, apartando un cordero del rebaño, amenazando a Angie y obligándola a llevarlos a donde estaba el dinero, sin molestar a nadie más. Serenos, tranquilos, rápidos y profesionales.

¿Pero no se daban cuenta del lugar que habían elegido?

Angie dio un paso hacia un lado y dejó un espacio libre entre Faran y los dos visitantes; mostraba su miedo de manera cada vez más evidente, ahora que estaban en privado.

– Estos hombres -volvió a decir, y su timbre de voz subía y bajaba como una especie de extraño ejercicio operístico-, estos hombres querían que yo… me hicieron… no pude…