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– Está bien, querida -repuso él. Sabía que no era oportuno ponerse de pie ni salir de detrás del escritorio, pero hizo un gesto hacia ellos con ambas manos, tratando de calmarla-. No te preocupes -le dijo-. No van a hacer daño a nadie.

– Así es -convino uno de ellos-. Usted sabe lo que queremos.

El otro se dirigió a Angie:

– Querida, no le pasará nada. Piense en todo esto como en una gran anécdota que podrá contarle a sus amigas.

– Muchachos -dijo Faran-, creo que cometen un error al venir aquí.

– Apoye las manos sobre el escritorio -ordenó el primero.

– No soy estúpido -contestó Faran y apretó las manos contra la superficie del escritorio para probarlo-. Pero quizá ustedes desconocen de quién es este dinero. Quizá no saben la situación del local.

El primero se había acercado al escritorio, se inclinó y cogió un fajo de billetes de veinte dólares que Faran ya había contado y atado con una goma.

– Conocemos la situación del local, Frank -le contestó.

Faran frunció el ceño. ¿Este tipo lo conocía? Los dos hombres llevaban sombrero y gafas con cristales transparentes y tenían bigote. El que estaba más cerca cogía todos los billetes de diez, de cinco y de uno, y los guardaba en el bolsillo de su chaqueta; tenía un rostro ancho y asimétrico, con ojos rasgados y oscuros y boca de finos labios. El otro, que apoyaba su espalda contra la puerta y se entretenía diciéndole algo amable a Angie, era de aspecto más delgado y ágil, de rostro oscuro, propio de un actor bajo su disfraz, de rasgos marcados y relajados, sin la fiereza pétrea del primero.

Faran nunca había visto a ninguno de los dos, de eso estaba seguro. Dijo:

– Escuchen, por mí pueden llevarse todo el dinero. Pero si realmente saben de quién es el local y cuál es la historia del pueblo, les aseguro que han dado un mal paso.

El hombre grande no le prestó atención. Terminó de guardarse las ganancias de la noche en los bolsillos -menos de novecientos sumados en la calculadora de Faran; una cifra indigna de una visita de ladrones profesionales- y luego comenzó a coger las notas de las tarjetas de crédito.

Faran se sorprendió tanto que hizo un movimiento como si pretendiera retener los recibos de las tarjetas de crédito:

– ¡Eh! ¿Qué está…?

La mano del hombre grande cayó sobre la muñeca de Faran, inmovilizándola sobre el escritorio.

– No sea estúpido -le dijo.

Faran retiró la mano, sorprendido más aún de su propia reacción que de la intención del hombre grande de llevarse los recibos de las tarjetas de crédito.

– Lo siento -afirmó, tan anonadado que balbuceaba-. Pensé… A usted no le sirven de nada, para qué…

Diners Club. El hombre grande cogió todos los recibos, se los metió en el bolsillo y pasó al montón de los recibos de Bankamericard.

Faran los miraba tan sorprendido que no podía pensar.

– No podrá… no podrá hacer uso de ellos. No puede obtener dinero con ellos.

Y las tarjetas de crédito significaban el setenta y cinco por ciento del negocio del club. Si había novecientos en efectivo esta noche, eso significaba alrededor de unos tres mil en tarjetas de crédito. Eso le costaría al New York Room si el hombre grande se llevaba los recibos. Sin embargo, no había modo alguno de que un ladrón pudiera convertir esos recibos en dinero. El único resultado, si esos recibos eran robados, sería que casi todos los clientes de esa noche habrían comido y bebido gratis.

American Express. Master Charge. Carte Blanche. Faran vio cómo desaparecían en el bolsillo del hombre grande. Al otro lado del despacho, el otro individuo seguía hablando con Angie, cosas suaves y amistosas, incluso con un tono de flirteo. Y Angie se había calmado mucho, miraba cómo se desarrollaba la escena con los ojos muy abiertos, pero sin mostrar pánico.

Pero Faran sí sentía pánico, el pánico de la desorientación. Dijo:

– Todo eso es inútil para usted. Nos perjudicará a nosotros sin que usted pueda obtener a cambio ninguna ganancia. Por Dios, ¿qué se propone?

El hombre grande había terminado de guardarse todo en los bolsillos. Ahora sacó del bolsillo lateral de la chaqueta una pistola de cañón corto, le dio la vuelta, cogiéndola por el cañón y se inclinó sobre el escritorio. Realmente asustado, pues llegó a creer que esos tipos no eran tan profesionales como había pensado, Faran se encogió en su sillón y se cubrió el rostro con brazos temblorosos.

El hombre grande bajó el arma y golpeó el escritorio tres veces, haciendo profundas marcas en la madera; Faran parpadeaba al oír cada golpe y, junto a la puerta, Angie soltó unos gemidos como de ratón.

Faran bajó los brazos. Miró las abolladuras en la superficie de su lujoso escritorio y al hombre grande que estaba frente a él. Éste le dijo:

– Llame a Lozini cuando salgamos de aquí y dígale que éstos son los intereses por lo que me debe. No restaremos esto de la suma principal, ¿me entiende, Frank?

Faran los miró.

– Sí -le contestó.

– Repítalo.

– Lo que ustedes se llevan son los intereses de lo que él les debe. No lo restarán de la suma principal.

– Exacto, Frank. -El hombre grande dio un paso hacia atrás, se guardó la pistola e hizo un gesto en dirección a Angie sin mirarla-. Nos llevaremos a la chica hasta la calle -le dijo-. No haga nada hasta que ella vuelva aquí.

– No -protestó Angie con una vocecita quebrada, como el gemido que había soltado un momento antes.

El tipo que estaba junto a la puerta le dijo con calma:

– No le va a pasar nada, querida. Otro paseo juntos por el club, como antes.

El hombre grande seguía mirando a Faran. Preguntó:

– ¿Entendió todo, Frank?

– Lo he entendido -respondió Faran. Estaba pensando que se trataba de una especie de venganza entre estos dos tipos y Lozini, o, más probablemente, entre Lozini y algún tipo importante que había alquilado a estos dos. Se sintió feliz de que todo lo que quisieran fueran las ganancias de esta noche. A veces, en el mundo del señor Lozini los tipos importantes mostraban su fastidio matando a los subordinados de sus enemigos. De repente, Faran pensaba que había estado más cerca del peligro de lo que había pensado.

El hombre grande afirmó con la cabeza y se volvió hacia Angie.

– Vamos -dijo.

Angie miró a Faran como si necesitara que él la ayudara. Faran le dijo:

– Está bien, Angie. No van a hacer daño a nadie.

– Exacto -afirmó el que estaba junto a la puerta-. Absolutamente cierto. Nunca hacemos daño a nadie, ésa es la única verdad. Vamos, Angie, demos un paseíto y me hablarás de tus amores. -Dijo esto último con una profunda voz a lo Bo Diddley, y Angie casi logró dibujar una temblorosa sonrisa hacia él mientras los tres salían de la oficina. El hombre grande iba el último y cerró la puerta tras él.

Faran llevó su mano inmediatamente al teléfono, pero no levantó el auricular. Podía hacerlo, no había ninguna diferencia entre hacerlo ahora o esperar a la vuelta de Angie, pero no lo hizo. Por alguna razón se sintió mejor obedeciendo las órdenes del hombre grande.

Con la otra mano palpó las marcas dejadas sobre el escritorio. Arruinado, absolutamente arruinado. Y era un escritorio caro, del mejor nogal. Las marcas eran profundas; no habría modo de arreglarlo.

Angie entró corriendo, gritando de alivio:

– ¡Oh, Frank! ¡Oh, Dios mío!

Frank levantó el auricular y comenzó a marcar.

– Tenían un coche -decía ella. Jadeaba como si hubiera corrido un kilómetro-. La matrícula estaba sucia, cubierta de barro, pero era un Chevrolet verde oscuro.

– Alquilado -dijo él- bajo un nombre falso. Olvídalo. -Terminó de marcar y escuchó las señales de llamada.

Angie rodeó el escritorio, se inclinó sobre Faran y pasó el brazo alrededor de su cuello.

– ¡Dios mío, Frank, estaba tan asustada!