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Latimer le aseguró que, por lo que había podido ver, estaba convencido de la belleza del lugar. En realidad, se debatía en medio de una absoluta perplejidad. Tanto su anfitrión como el recibimiento que le brindaba no eran lo que él había esperado.

Aunque Grodek tuviera el aspecto de un ingeniero consultor retirado, había algo en su persona que hacía absurda tal comparación. Era una cualidad que, de alguna manera, nacía del contraste entre su apariencia y sus ademanes rápidos y netos, la urgencia del movimiento de sus finos labios. Era muy fácil imaginarlo en el papel de un amante; cosa que puedes decir (reflexionó Latimer) de muy pocos hombres de sesenta años y pocos por debajo de los sesenta. Se preguntó cómo sería aquella mujer cuyas ropas había visto en el recibidor.

Con un tono convencional, Latimer comentó:

– Debe ser agradable este lugar en verano.

Grodek asintió con un movimiento de cabeza, mientras abría una vitrina que había junto a la chimenea.

– Sí, muy agradable. ¿Qué quiere tomar? ¿Whisky inglés?

– Sí, gracias.

– Ah, muy bien, también yo lo prefiero como aperitivo.

Sirvió whisky en dos esbeltos vasos.

– Durante el verano trabajo fuera de casa. Eso no me va muy bien a mí, pero sí a mi trabajo, me imagino. ¿Usted puede trabajar al aire libre?

– No, no puedo. Las moscas…

– ¡En efecto! Las moscas. Estoy escribiendo un libro, sabe usted.

– Oh, ¿sus memorias?

Grodek apartó sus ojos de la botella de agua mineral con gas que estaba abriendo y Latimer advirtió una chispa divertida en los ojos de su anfitrión, que sacudía la cabeza en señal de negación.

– No, monsieur. Una vida de San Francisco. Ahora, sinceramente le digo que espero vivir tanto como para acabarlo.

– Sin duda, será un estudio muy extenso.

– Oh, sí -respondió Grodek mientras le alargaba la copa-. Verá usted, desde mi punto de vista, la ventaja que ofrece la vida de San Francisco es la de que se ha escrito tanto acerca de él y tan extensamente que no necesito acudir a las fuentes para buscar el material. No tengo por qué realizar ninguna investigación original. Y por esto, es un trabajo que se adapta de manera extraordinaria a mis propósitos: me permite vivir aquí sumergido en una holgazanería casi absoluta, pero con la conciencia tranquila -Grodek alzó su copa-. À votre santé

– À la vôtre [32].

Latimer comenzaba a preguntarse si aquel hombre, después de todo, no seria más que un borrico sofisticado. Tomó un sorbo de su whisky e inquirió:

– Me pregunto si Peters le mencionaría el motivo de mi visita en la carta que traje desde Sofía.

– No, monsieur, no lo ha hecho. Pero ayer recibí una carta suya en la que me habla de ello. -Grodek había depositado su copa sobre una mesa y miró a Latimer con el rabillo del ojo mientras añadía-: Todo esto me parece muy interesante. ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Peters?

Antes de pronunciar aquel apellido había hecho una breve pero visible pausa. Latimer comprendió que los labios de Grodek se disponían a decir algo más.

– Le he visto una o dos veces… Una vez en un tren y otra en la habitación de mi hotel. ¿Y usted, monsieur? Sin duda usted le debe conocer muy bien.

Grodek arqueó las cejas.

– ¿Qué es lo que le hace estar tan seguro, monsieur?

Latimer sonrió con facilidad porque se encontraba ante una situación difícil. Comprendía que había cometido alguna indiscreción.

– De no haberle conocido a usted muy bien, sin duda no se habría atrevido a darme una carta de presentación para usted ni le habría pedido que me proporcionara información de carácter tan confidencial. -Después de haberla expresado, aquella perorata le parecía bastante satisfactoria.

– Monsieur -dijo herr Grodek-, me pregunto cuál sería su actitud si yo le hiciera una pregunta indiscreta o impertinente; si, por ejemplo, le pidiera que se sincerara y me dijese si el nuevo interés literario en la debilidad humana es el único motivo por el que me ha hecho esta visita.

Latimer sintió que se ruborizaba.

– Puedo asegurarle que… -comenzó a decir.

– No dudo de que pueda asegurármelo -le interrumpió Grodek con voz muy suave-. Pero… le ruego que me perdone… ¿cuánto vale la seguridad que está dispuesto a ofrecerme?

– Sólo puedo darle mi palabra de que consideraré toda información que quiera proporcionarme como confidencial, monsieur -replicó Latimer con cierta rigidez.

El ex espía suspiró.

– Creo que esto no me aclara nada -dijo con cautela-. La información, en sí misma, no significa nada. Lo que ocurrió en Belgrado en el año 1926 carece de importancia ahora mismo. Pero pienso en mi propia posición. Para ser francos, nuestro amigo Peters ha incurrido en una verdadera indiscreción al hacerlo venir hasta mí. El mismo lo ha admitido en su carta, pero apela a mi indulgencia y me pide como un favor (me ha recordado que estoy en deuda con él, en cierta medida) que le proporcione información acerca de Dimitrios Talat. Me dice que usted es escritor y que su interés es, tan sólo, el propio de un escritor. Pues bien, a pesar de todo, hay una cosa que me resulta inexplicable -Grodek hizo una pausa, cogió su vaso y bebió-. Como buen observador de la naturaleza humana -prosiguió- debe haber advertido usted que la mayor parte de las personas, por debajo de sus acciones, obedecen a un estímulo más fuerte que los demás. En algunos se trata de vanidad, en otros el goce de los sentidos, y en los demás codiciar dinero u otras cosas. Pues… Peters es, precisamente, una de aquellas personas en las que la codicia del dinero está mucho más desarrollada que otros estímulos. Sin ser injusto con él, creo poder asegurarle que el amor de Peters por el dinero es el de un verdadero miserable. Por favor, quiero que me entienda bien. No he dicho que Peters actúe tan sólo por el dinero. Lo que he querido darle a entender es que, de acuerdo con lo que sé de ese hombre, no me imagino que no se haya molestado en enviarle a usted hasta aquí ni en escribirme tal como lo ha hecho sólo por el mero interés de mejorar la novela policíaca inglesa. ¿Me comprende usted? Soy un tanto suspicaz, monsieur. Aún tengo enemigos en este mundo. Por lo tanto, le ruego que me aclare cuáles son sus relaciones con nuestro común amigo Peters. ¿Sería tan amable, por favor?

– Lo haría con mucho gusto. Pero, por desgracia, no puedo. Y por una razón muy simple: ni yo mismo sé con exactitud cuáles son esas relaciones.

Los ojos de Grodek se endurecieron.

– No estoy de broma, monsieur.

– Tampoco yo. He estado investigando la historia de ese hombre, Dimitrios. Mientras lo hacía, conocí a Peters. Por alguna causa que ignoro, también él está interesado en Dimitrios. Por una casualidad, Peters me oyó preguntar sobre ese individuo en la oficina de los archivos de la comisión de socorro, en Atenas. Después, me siguió hasta Sofía y se acercó (detrás del cañón de una pistola, es necesario que se lo diga), para pedirme explicaciones sobre mi interés por ese hombre que, dicho sea de paso, ha sido asesinado hace algunas semanas, antes de que yo conociera siquiera que existía. A continuación, Peters me hizo una oferta. Me aseguró que si iba a verle a París y colaboraba con él en cierto plan que tiene in mente, ambos podríamos conseguir medio millón de francos. Me dijo que tenía un dato que, aunque en sí mismo carece de importancia, en relación con los informes con que él cuenta, podría adquirir un gran valor.

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[32] En francés en el texto original. «A su salud.» «A la suya». (N. del T.)