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– En su lugar, yo me guardaría esa risa para el verdugo -exclamó-. La necesitará.

– Siempre he pensado que, al final, te vence la estupidez -dijo Dimitrios-. Si no la tuya, la de los demás. -La expresión de su rostro cambió-. ¡Cinco millones, monsieur! -vociferó irritado-. ¿No le bastan o es que quiere usted que esta carroña me mate?

Latimer le observó durante unos segundos. Ese hombre era capaz de convencerle, pero el escritor recordó a aquellos otros que se habían dejado convencer por Dimitrios. Y no esperó más. Oyó que el griego le gritaba algo en el instante mismo en que cerraba la puerta.

Había bajado hasta la mitad del segundo tramo de la escalera cuando oyó los disparos. Fueron cuatro. Los tres primeros se sucedieron rápidamente. Después se produjo una breve pausa y resonó un cuarto.

Con el corazón en la boca, el escritor se lanzó escaleras arriba, hacia la habitación. Sólo mucho tiempo después descubriría una circunstancia muy especiaclass="underline" mientras se precipitaba escaleras arriba, el pánico que ofuscaba su mente era por Peters.

Dimitrios no presentaba un aspecto muy agradable. Sólo una de las balas de la pistola Lüger no había dado en el blanco. Dos habían penetrado en el cuerpo del griego; la cuarta, evidentemente, disparada después de que el cuerpo hubiera caído al suelo, se había incrustado en su entrecejo y casi le había volado la parte superior del cráneo. El cuerpo de Dimitrios se convulsionaba aún.

La Lüger se había deslizado de las manos de Peters; el herido tenía la cabeza apoyada sobre el borde del diván: abría y cerraba la boca como un pez que se asfixiara. Cuando Latimer llegó a su lado, Peters soltó un gemido ahogado; un chorro de sangre escapó de entre sus labios.

Sin saber qué estaba haciendo, Latimer se tambaleó hasta llegar a la cortina. Dimitrios estaba muerto; Peters estaba agonizando y lo único que Latimer atinaba a hacer era esforzarse por no desmayarse o vomitar. Luchó para recuperar el dominio de sí mismo. Tenía que hacer algo. Peters necesitaba beber agua. Los heridos siempre necesitan agua. Allí detrás había un fregadero y algunos vasos. Llenó uno y lo llevó hacia donde yacía el herido.

Peters no se había movido. Su boca y sus ojos estaban abiertos. Latimer se arrodilló a su lado y vertió un poco de agua en su boca. El agua manó por las comisuras de los labios. El escritor dejó el vaso en el suelo y buscó el pulso de Peters. Ya no latía.

Se puso en pie rápidamente y observó sus manos. Estaban manchadas de sangre. Fue hasta el fregadero, se lavó y se secó con una pequeña toalla sucia que colgaba de un gancho.

Tenía que llamar a la policía en seguida. Lo sabía muy bien. Dos hombres se habían asesinado el uno al otro. Eso era asunto de la policía. Sin embargo, ¿qué podía decir él a los agentes? ¿Cómo podría explicar su presencia en aquel matadero?¿Podía decir que había oído los disparos al pasar por la entrada de la impasse?

Pero era posible que alguien le hubiera visto en compañía de Peters. Por ejemplo, el taxista que les había llevado hasta allí esa noche. Y cuando averiguaran que ese mismo día Dimitrios había sacado un millón de francos de su cuenta bancaria… los interrogatorios serían interminables. Porque, sin duda, sospecharían de él.

De pronto lo vio claro: debía largarse de allí al instante, sin dejar ninguna huella de su presencia en aquel lugar. Lo pensó rápidamente. El revólver que llevaba en el bolsillo pertenecía a Dimitrios. Ahora tenía sus huellas dactilares. Latimer se puso los guantes, cogió el revólver, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo.

Con los dientes apretados volvió a la habitación, se arrodilló junto al cadáver de Dimitrios, cogió su mano derecha y apretó los dedos muertos contra la empuñadura y sobre el gatillo. Separó los dedos, sostuvo el revólver por el extremo del cañón y lo depositó sobre el piso, junto al cadáver.

Observó los billetes de mil francos, esparcidos sobre la alfombra: una lluvia de papel inútil. ¿A quién pertenecía ese dinero? ¿A Dimitrios? ¿A Peters? Allí estaba el dinero de Sholem, el dinero robado después, en Atenas, en 1922. Y también la suma ofrecida por asesinar a Stambulisky y el dinero arrebatado a madame Irana Preveza. Y había que sumar el precio pagado por el mapa náutico que Bulic había robado y una parte de los beneficios obtenidos con la trata de blancas y con el tráfico de drogas. ¿A quién pertenecía ese dinero?

Sí, la policía tendría que decidirlo. Era mejor dejar todo tal como estaba. De esa manera tendrían algo que los mantendría ocupados, algo en que pensar.

Ah, pero se había olvidado del vaso de agua.

Tendría que vaciarlo, lavarlo, secarlo y ponerlo junto a los otros vasos.

Echó una escrupulosa ojeada a su alrededor. ¿Había algo más? No. ¿Ningún otro detalle? Sí, una cosa: sus huellas dactilares estaban impresas en el cenicero de bronce y en la bandeja. Limpió ambas cosas. ¿Nada más? Sí. Más huellas dactilares en el pomo de la puerta. Lo limpió por dentro y. por fuera. ¿Alguna otra cosa? No.

Llevó el vaso a la fregadera. Una vez seco y guardado el vaso; Latimer se volvió, dispuesto a salir de allí. En ese mismo instante, advirtió algo: en un cubo le estaba aguardando la botella de champaña que Peters había comprado para celebrar el éxito. Era Verzy, de 1921: media botella.

Nadie le vio salir de la impasse. Latimer entró en un bar de la rue de Rennes y pidió un coñac.

Había empezado a temblar de la cabeza a los pies. Se había comportado como un estúpido. Debía haber acudido a la policía. Y aún no era tarde para hacerlo.

¿Qué pasaría si los cadáveres no eran descubiertos prontamente? Tal vez yacerían en ese lugar durante semanas… en esa horrible habitación, entre aquellas paredes azules con sus estrellas doradas, con sus alfombras baratas. Y la sangre se coagularía, se secaría y llegaría a mezclarse con el polvo del ambiente y la carne de aquellos cuerpos comenzaría a pudrirse.

Era terrible pensar en eso. Si hallara una manera de comunicárselo a la policía… Una carta anónima podía ser demasiado comprometedora. Las autoridades policiales deducirían de inmediato que una tercera persona había estado complicada en el asunto y no aceptarían la simple explicación de que esos dos hombres se habían asesinado mutuamente.

En ese momento se le ocurrió una idea. Lo fundamental era hacer que la policía registrara aquella casa. El motivo poco importaba.

Vio un periódico sobre una mesa cercana. Lo llevó a su mesa y comenzó a leerlo con ansiedad. Entre las noticias policiales encontró dos que convenían a sus propósitos. Una era una nota acerca del robo de unas valiosas pieles, cometido en un almacén de la avenue de la République. La otra era el relato de un asalto a una joyería: los ladrones habían roto los cristales del escaparate, cerca de la avenue de Clichy; habían sido dos hombres y habían huido con un muestrario de anillos.

Decidió que el primer robo convenía más a sus necesidades. Llamó al camarero para pedirle otro coñac y algo con que escribir una carta.

Bebió el coñac de un solo trago y se puso los guantes.

Cogió un folio y lo examinó con especial atención. Era papel barato, del que se usaba para pasar los pedidos de los clientes. Convencido de que no había ninguna clase de marca que lo diferenciara de otros papeles, Latimer escribió en el centro del folio, con letras mayúsculas:

FAITES DES ENQUÊTES SUR CAILLE. 3, IMPASSE DES. HUIT ANGES [59].

A continuación recortó la nota referente al robo de las pieles de la página del periódico y puso los dos trozos de papel dentro de un sobre. Lo remitió al comisario de policía del Séptimo Distrito.

Latimer salió del bar, compró un sello en el primer estanco que vio a su paso y echó la carta en un buzón.

Sólo a las cuatro de la madrugada, cuando ya hacía dos horas que estaba echado sobre su cama, sin poder conciliar el sueño, el nudo de nervios que estrangulaba su estómago se distendió por completo.

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[59] En francés en el texto original. (Investiguen a Caillé. Callejón de los Ocho Ángeles, número 3.» (N. del T.)