Justo cuando estaba a punto de apagar la luz y salir de la habitación, Nashe se dio la vuelta y regresó junto a la maqueta. Plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer y no obstante sin ningún sentimiento de culpa, sin el menor remordimiento, buscó el lugar donde Flower y Stone estaban de pie delante de la pastelería (cada uno con un brazo sobre los hombros del otro, mirando el billete de lotería con la cabeza inclinada), bajó los dedos pulgar y corazón hasta el punto donde sus pies se unían al suelo y dio un tironcito. Las figuras estaban firmemente pegadas, así que lo intentó de nuevo, esta vez con una rápida e impulsiva sacudida. Se oyó un crujido sordo y un momento después tenía a los dos hombres de madera en la palma de la mano. Casi sin molestarse en mirarlos, se metió el recuerdo en el bolsillo. Era la primera vez que Nashe robaba algo desde que era pequeño. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero lo último que buscaba era una razón. Aunque él mismo no pudiera expresarlo con palabras, sabía que había sido absolutamente necesario. Lo sabía de la misma forma que sabía su propio nombre.
Cuando Nashe ocupó de nuevo su asiento detrás de Pozzi, Stone estaba barajando las cartas, preparándose para repartir la mano siguiente. Eran ya más de las dos, y una mirada a la mesa fue suficiente para que Nashe se percatara de que todo había cambiado, que en su ausencia se habían librado tremendas batallas. La montaña de fichas del muchacho había quedado reducida a un tercio de su tamaño anterior y, si los cálculos de Nashe eran correctos, eso significaba que estaban como al principio, quizá incluso mil o dos mil por debajo. No parecía posible. Pozzi había estado volando alto, al borde de rematar la operación, y ahora parecía que lo tenían acorralado, presionando con fuerza para quebrar su confianza, para aplastarle de una vez por todas. Nashe apenas podía imaginar qué había ocurrido.
– ¿Dónde coño has estado? -le preguntó Pozzi en un susurro cargado de furia acumulada.
– Me dormí un rato en el sofá del cuarto de estar -mintió Nashe-. No pude evitarlo. Estaba agotado.
– Mierda. ¿No se te ocurre nada mejor que dejarme plantado? Eres mi amuleto, gilipollas. En cuanto te has ido, el maldito techo ha empezado a caérseme encima.
Flower les interrumpió en ese momento, demasiado contento como para no apresurarse a ofrecer su versión de lo ocurrido.
– Hemos tenido algunas manos fantásticas -dijo tratando de no mostrar su maligna satisfacción-. Su hermano apostó casi todo con un full, pero en la última carta Willie le derrotó con cuatro seises. Luego, pocas manos después, hubo una espectacular confrontación, un duelo a muerte. Al final, mis tres reyes prevalecieron sobre las tres jotas de su hermano. Se ha perdido grandes emociones, joven, se lo aseguro. Esto es póquer tal y como hay que jugarlo.
Curiosamente, Nashe no se sintió alarmado por estos drásticos reveses. Más bien al contrario, el retroceso de Pozzi tuvo un efecto galvanizante sobre él, y cuanto más frustrado y confuso estaba el muchacho, más parecía crecer la confianza de Nashe, como si fuera precisamente esta situación critica lo que hubiera ido buscando desde el comienzo.
– Tal vez sea hora de inyectar unas pocas vitaminas en la apuesta de mi hermano -dijo, sonriendo por el juego de palabras. [3] Metió la mano en los bolsillos interiores de su chaqueta y sacó los dos sobres con el dinero-. Aquí hay dos mil trescientos dólares. ¿Por qué no compramos más fichas, Jack? No es mucho, pero por lo menos te dará un poco más de margen para desenvolverte.
Pozzi sabía que ése era todo el dinero que Nashe tenía en el mundo, y vaciló antes de aceptarlo.
– Todavía me defiendo -dijo-. Vamos a esperar unas manos a ver qué pasa.
– No te preocupes, Jack -dijo Nashe-. Coge el dinero ahora. Cambiará la racha y te ayudará a ponerte en marcha otra vez. Has tenido un bajón, eso es todo, pero volverás a remontar. Eso pasa muchas veces.
Pero Pozzi no remontaba. A pesar de las nuevas fichas, las cosas seguían yendo en su contra. Ganó alguna que otra mano, pero esas victorias nunca eran lo bastante grandes como para frenar la erosión de sus fondos, y cada vez que sus cartas parecían prometedoras apostaba demasiado y acababa perdiendo, despilfarrando sus recursos en esfuerzos desesperados y sin fortuna. Al amanecer, tenía ochocientos dólares. Sus nervios estaban destrozados, y si Nashe conservaba alguna esperanza de ganar, le bastaba con mirar las manos temblorosas de Pozzi para saber que la hora de los milagros ya había pasado. Fuera, los pájaros empezaban a despertarse y cuando los primeros rayos de luz entraron en la habitación, la cara ojerosa y magullada de Pozzi tenía un aspecto terrible por su palidez. Se estaba convirtiendo en un cadáver ante los ojos de Nashe.
Sin embargo, el espectáculo no había terminado aún. En la mano siguiente a Pozzi le entraron dos reyes ocultos y el as de corazones descubierto, y cuando el cuarto naipe resultó ser otro rey -el rey de corazones- Nashe intuyó que la marea estaba a punto de cambiar de nuevo. Sin embargo las apuestas eran altas y antes de que se diera la quinta carta, al muchacho sólo le quedaban trescientos dólares. Flower y Stone le estaban echando de la partida: no iba a tener suficiente para llegar al final de esa mano. Sin pensarlo siquiera, Nashe se levantó y le dijo a Flower:
– Quiero hacer una proposición.
– ¿Una proposición? -dijo Flower-. ¿A qué se refiere?
– Casi no nos quedan fichas.
– Bueno, pues compre mas.
– Eso quisiéramos, pero también nos hemos quedado sin dinero.
– Entonces supongo que la partida ha terminado. Si Jack no puede aguantar el resto de la mano, tendremos que darla por acabada. Esas son las reglas que acordamos al principio.
– Lo sé. Pero quiero proponer otra cosa, algo que no es dinero en efectivo.
– Por favor, señor Nashe, nada de pagarés. No le conozco a usted lo suficiente como para darle crédito.
– No le estoy pidiendo crédito. Le ofrezco mi coche como seguridad colateral.
– ¿Su coche? ¿Y qué clase de coche es? ¿Un Chevrolet de segunda mano?
– No, es un buen coche. Un Saab de un año en perfecto estado.
– ¿Y para qué lo quiero? Willie y yo tenemos ya tres coches en el garaje. No necesitamos otro más.
– Véndalo, entonces. Regálelo. ¿Qué más da? Es lo único que puedo ofrecer. De lo contrario, se acabó la partida. ¿Y por qué ponerle fin cuando no es preciso?
– ¿Y cuánto cree usted que vale ese coche suyo?
– No sé. A mí me costó dieciséis mil dólares. Ahora probablemente valdrá por lo menos la mitad, puede que incluso diez.
– ¿Diez mil dólares por un coche usado? Le daré tres.
– Eso es absurdo. ¿Por qué no sale a verlo antes de hacer una oferta?
– Porque ahora estoy en mitad de una mano. Y no quiero perder la concentración.
– Entonces déme ocho y asunto concluido.
– Cinco. Es mi última oferta. Cinco mil dólares.
– Siete.
– No, cinco. Lo toma o lo deja, señor Nashe.
– De acuerdo, lo tomo. Cinco mil por el coche. Pero no se preocupe, lo deduciremos de nuestras ganancias. No quisiera endosarle algo que no desea.
– Eso ya lo veremos. Mientras tanto, contemos las fichas y sigamos. No puedo soportar estas interrupciones. Estropean todo el placer.
Pozzi había recibido una transfusión de urgencia, pero eso no significaba que fuera a vivir. Saldría de la crisis actual, quizá, pero en el mejor de los casos las perspectivas a largo plazo seguían siendo dudosas. Nashe había hecho todo lo que podía, no obstante, y eso en sí mismo era un consuelo, incluso un motivo de orgullo. Pero también sabía que las reservas del banco de sangre estaban agotadas. Había ido mucho más allá de lo que había pensado, lo más lejos que le era posible, pero tal vez no fuese suficiente.