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Mientras sacaba los caballos de las cuadras, Savannah intentaba pensar en todo menos en Travis.

– ¿Qué? Ah, nada, Josh -dijo montando a Mattie. No pudo evitar recordar aquel lejano verano en que Travis la había visto montada en aquella misma yegua-. ¿Te parece que hoy llevemos los caballos al estanque?

– Pero si a ti nunca te gusta ir al estanque… -señaló el niño después de montar a Jones.

– Ya lo sé -ella sonrió, triste-. Pero hoy es diferente, vamos.

Puso la yegua al trote y Joshua la siguió a lomos del jaco. El sendero flanqueado de árboles se había llenado de maleza. El estanque, habitualmente liso y tranquilo, parecía haber absorbido el color plomizo del cielo.

– ¿Por qué querías venir aquí? -inquirió Joshua mientras saboreaba su refresco.

– No lo sé -admitió ella con la mirada fija en el pequeño lago-. Antes me gustaba mucho este lugar.

Joshua contempló los árboles yermos y secos, las rocas desnudas y las orillas llenas de lodo.

– Pues si quieres saber mi opinión, a mí me da un poco… de miedo.

– Sí, tal vez tengas razón -susurró, repentinamente estremecida-. Venga, vamos a volver a los potreros -«y así quizá deje de una vez por todas de pensar en Travis», añadió para sus adentros.

Todo había empezado hacía poco más de un mes, reflexionó Travis con gesto adusto, tras su encuentro con Reginald Beaumont y Wade Benson en el hipódromo. El encuentro en sí no tenía nada de raro. Al fin y al cabo, el mejor potro de Reginald, Mystic, corría ese día. Y Wade era quien dirigía el rancho bajo la guía de su suegro.

Lo extraño era que Reginald estuviera en el hipódromo también con Willis Henderson, su socio del bufete. Henderson jamás le había mencionado que le interesaran las carreras de caballos y no parecía normal que Reginald y Willis se conocieran, a no ser por medio de él. Cuando había preguntado después a su socio, Willis evitó hablarle de aquel día.

Algo más tarde, cuando se enteró de que Savannah había vuelto al rancho con su padre y con Wade, Travis había empezado a pensar en ella. Y ahora tenía la impresión de que no podía pensar en nada ni nadie más.

Parecía que no estaba dispuesta a dejarlo en paz, ni siquiera después de aquellos nueve largos años. En los momentos más inoportunos, la imagen de Savannah regresaba a su mente con absoluta nitidez, tal y como la había encontrado nadando desnuda en el estanque…

– ¡Señor McCord! -la voz chillona de Eleanor Phillips lo devolvió a la realidad y la imagen de Savannah se desvaneció rápidamente. Travis se concentró en la mujer de aspecto sofisticado que se hallaba sentada al otro lado del escritorio-. ¡No ha escuchado una sola palabra de lo que le he dicho!

– Eh, claro que sí -esbozó una sonrisa de disculpa-. Me estaba hablando de la mujer que su marido conoció en Mazatlán.

– La niña, querrá decir. ¡Si apenas tiene veinte años! -exclamó Eleanor Phillips, indignada-. Usted sabe que lo único que persigue esa cría es el dinero de Robert… Es decir, mi dinero.

Travis siguió escuchando, impaciente, sus quejas sobre las numerosas aventuras de su marido. Mientras la mujer continuaba explayándose sobre las indiscreciones de Robert Phillips, él desvió la mirada hacia la ventana y advirtió que estaba oscureciendo. Miró su reloj: las cinco y media. ¿Dónde estaría Henderson, su socio? ¿Y por qué no estaba encargándose en aquel momento de Eleanor Phillips?

Demasiadas cosas que no encajaban habían sucedido últimamente en el bufete, y Travis estaba ansioso de comentarlas con Henderson.

– Como usted comprenderá, señor McCord, el divorcio es inevitable. Quiero que contrate al mejor detective privado de Los Ángeles y…

– Yo no me dedico a divorcios, señora Phillips. Intenté decírselo por teléfono. Y hace un momento también, nada más verla entrar por esa puerta. Usted me mintió: me dijo que quería verme por una maniobra de una empresa competidora.

La mujer se ruborizó ligeramente y Travis comprendió que la había ofendido. El caso era que no podían importarle menos ni Eleanor Phillips, ni la vida sexual de su marido ni Industrias Phillips. Tal y como Henderson le había reprochado numerosas veces, sufría de un grave caso de «falta de estímulo». Y el hecho de pensar continuamente en Savannah sólo empeoraba las cosas.

– Pero yo siempre he trabajado con su bufete -se quejó Eleanor, acariciándose nerviosa el collar de perlas.

– En asuntos financieros -precisó Travis, intentando mantener la calma. Esa mujer sólo quería divorciarse de su marido, tampoco era ningún crimen.

– Ah, entiendo -dijo muy digna, recogiendo su bolso-. Desde el caso Eldridge, parece que su bufete es demasiado importante para hacerse cargo de un asunto tan sencillo como mi divorcio…

– Eso no tiene nada que ver.

– Ya.

– Estoy seguro de nuestros socios, o quizá el mismo señor Henderson pueda ayudarla. «Si llego a encontrar a ese canalla», añadió para sus adentros-. Yo hablaré con él.

– ¡Lo quiero a usted, señor McCord! Y creo que, de alguna manera, está obligado a encargarse personalmente de este asunto. Después de todo, necesito una discreción absoluta. Y usted posee una reputación intachable.

Travis esbozó una mueca al escuchar aquel ridículo cumplido. Y en lugar de sentirse halagado, sufrió un repentino ataque de buena conciencia.

– Ya le he dicho que yo no trabajo divorcios.

– Pero yo sé que usted me hará ese favor.

Le entraron ganas de hacer entrar un poco de razón en la caja registradora que aquella mujer tenía por cabeza. Había conocido a demasiadas millonarias en su vida. Estaba harto. Se aflojó el nudo de la corbata. Se estaba ahogando en aquella oficina.

– No se olvide de que ya he contribuido económicamente a su campaña…

– ¿Qué?

– Mi donación…

– ¿De qué diablos está hablando? -un peligroso brillo asomó a sus ojos.

– Bueno, se trata de una donación bastante importante -prosiguió, complacida-. El señor Henderson se ocupó de todo lo necesario y me aseguró que usted se haría cargo personalmente de mi divorcio. También me dijo que me garantizaba que mi marido no me quitaría un céntimo de mi fortuna: al contrario, incluso que perdería buena parte de la suya…

Travis apretó la mandíbula y sus labios se curvaron en una sonrisa sombría.

– ¿Cuándo habló usted con el señor Henderson?

– La semana pasada… No, fue hace dos, cuando llamé para concertar una cita con usted.

«Hace dos semanas. Justo cuando descubrí las irregularidades de los libros de contabilidad», dijo Travis para sus adentros.

Eleanor Phillips se levantó de la silla y lo miró fríamente.

– Será franca con usted, señor McCord. Quiero divorciarme lo antes posible de mi marido y espero que usted lo deje sin blanca.

– Señora Phillips -él se levantó también, inclinándose hacia ella con gesto amenazador. Tenía la voz muy tranquila, como si estuviera hablando con un niño-. Ya le he dicho que yo no llevo divorcios. No sé lo que le dijo exactamente el señor Henderson, pero yo todavía no he decidido presentarme a gobernador del Estado.

– Bueno, ya sé que no es oficial…

– Y tampoco sé nada de su donación. Porque si ése hubiera sido el caso, no la habría aceptado. De todas formas, puede usted estar segura de que el señor Henderson se la devolverá -«aunque para ello tenga que romperle todos los huesos», añadió en silencio.

– Entonces quizá sea mejor que hable con él. Porque le firmé un cheque de cinco mil dólares. Buena suerte, gobernador.

En el instante en que Eleanor Phillips abandonó el despacho, Travis marcó la extensión del despacho de Henderson. No hubo respuesta.

– Maldito miserable… -masculló, y colgó de golpe. Recogió su chaqueta y se la puso a toda prisa-. ¿Se puede saber a qué diablos estás jugando conmigo?