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En la orilla lejana del río celebraban otra fiesta. A través de las ondulaciones de la resolana, Carmona creyó distinguir un cortejo de señores vestidos también de blanco y damas con sombreros de plumas. Nunca antes había prestado atención a los parques violetas de la otra orilla, con sus barrancas henchidas de tarcos y jacarandaes. Creía que de aquel lado quedaban sólo mansiones abandonadas. Pero la ciudad, cada vez más húmeda, crecía. Aunque la apariencia de las cosas cambiara, debajo de las cosas el pasado era el mismo: las mujeres seguían llevando lazos en los vestidos y se guarecían bajo los parasoles para mantener la frescura del maquillaje, tal como cuando él era niño. Hasta la música era la de antes.

Carmona bajó del escenario, traspasó la hilera de malezas y llegó hasta el confín de los musgos, donde palpitaba el agua. Dejó el canasto sobre unas piedras, abrió la tapa y tomó en brazos a la Brepe. El animal parecía cansado y respiraba con dificultad. Carmona temió que el encierro le hubiera hecho mal y que estuviera por morir. También los otros gatos estaban quietos en la felpa del canasto, con los ojillos sin lumbre. Algunos habían vomitado. Tuvo deseos de retroceder e interrumpir el acto, y lo hubiera hecho si la mayoría de los invitados no se hubiera montado ya sobre el escenario, observando todo lo que él hacía. Los turcos desenfundaban sus largavistas. La gente hablaba con agitación, pero Carmona ya no se daba cuenta. Se le había cerrado el oído por completo.

Soltó a la Brepe y la deslizó en la corriente. Los otros gatos se lanzaron tras ella, con intervalos de dos a tres segundos. Sus moños de colores reverberaron sobre las vetas sombrías del agua. Carmona los vio avanzar con soltura, irguiendo el hocico y la cola en alto. Tomó el canasto consigo y se trepó a la roca de siempre. Tampoco él quería perderse el espectáculo.

Abarcó de un vistazo el movimiento tenso de las corrientes. Sufrió en carne propia la mordedura de las raíces y el acoso traicionero de los camalotes. Los gatos braceaban sin inquietarse, y desde lejos parecía que el agua les estuviese abriendo paso.

De improviso, el tronco de un alerce saltó de la nada y avanzó hacia la vanguardia de la tribu: la Brepe, Cármenes y Ángeles. Las damas chillaron excitadas, creyendo que el tronco las desnucaría y que con eso acabaría el número. Pero tal como había ocurrido tantas otras veces, las gatas saltaron sobre el obstáculo en el preciso momento en que las embestía. Las cámaras fotográficas del escenario dispararon a un tiempo sus inútiles flashes.

La tarde era incandescente y cuanto más se alejaba del mediodía más blancos se tornaban sus bordes: como si todo el calor y el hielo del mundo estuvieran uniéndose.

A pocos metros de Sacramento y de Altar, que nadaban rezagados, pasó una procesión de camalotes adornados por un velamen de nenúfares y de calas parásitas. En vez de mantener su curso, los gatos retrocedieron hacia las plantas, con arrogancia.

– ¡Ordéneles que se desvíen cuanto antes! -gritó uno de los caballeros-. Esas plantas son una trampa mortal.

Carmona no podía oírlo, y además era tarde. Atraídas por el envión de los remolinos, Sacramento y la Brepe se enredaron en la hojarasca y fueron desapareciendo en la orfebrería de raíces pegajosas. Era el fin. Sin pensarlo dos veces, Carmona se quitó los zapatos y la camisa. Un instinto de inesperada maternidad lo empujó al agua.

– ¡No vaya, querido! -clamó la señora Doncella-. ¡No se arriesgue por unos pocos gatos!

Pero ya la corriente lo arrastraba. Al acercarse a los camalotes vio las mortíferas telarañas que se abrían bajo las hojas flotantes. Con las patas aprisionadas por un tejido de fibrillas, la Brepe se asfixiaba entre las burbujas de limo.

Sumergiéndose, Carmona rompió con energía los filamentos, desmadejó los nenúfares y entró en una caverna vegetal donde flotaban raíces y franjas de semillas verdes. Allí estaban ahogándose los demás gatos. Tanteó en el lecho del río hasta que encontró una vara. Con el res-

to de aire que le quedaba rasgó las paredes de la placenta y fue rescatando a los animales uno por uno. Luego emergió. Los pulmones le estallaban. El leve hilo de cielo que divisó de pronto le devolvió la conciencia de la felicidad.

Vio a la Brepe y a Sacramento alejándose, con el hocico alzado. Entre los vapores del sol, distinguió en ellas la misma mirada de disgusto con que Madre lo esperaba por las noches.

Se dispuso a flotar hacia la orilla, pero una avalancha de colmillos, uñas y colas furiosas lo aferró por el cuello y lo sepultó en el agua. La corriente fue arrastrándolo de nuevo hacia el corazón de los camalotes, donde el río soltaba un resuello que no era el de sus plantas y sus peces sino el maullido triunfal de una tribu de muertos.

Sintió que también la vista lo abandonaba. Las imágenes de la tarde viraron todas hacia un solo color, el amarillo, y luego el púrpura, como si las atravesara un filtro. Una fuerza que no venía de su cuerpo lo apartó de las raíces y lo devolvió a la intemperie. Entonces vio, en la orilla lejana, la figura triste de Raúl Galán buscando entre los matorrales el poema que había perdido antes de morir, a Yaya Suárez Corvo recitando una historia de seducción que Rita Hayworth y Gene Tierney escuchaban con embeleso, y a Madre con la Brepe y Sacramento en el regazo, ajustándoles en el cuello una correa dorada. Padre también disfrutaba del fresco de la tarde. Tomaba el té junto a las damas de los ingenios y con sumo cuidado depositaba a Belial y a Rosario sobre la hierba. Al ver que Carmona estaba flotando en el río lo llamó: No te alejes tanto, hijo. Ya se está haciendo tarde. Pero Madre perdió la paciencia. Dejó los gatos y encaró a Padre: ¿Por qué no matas a Carmona de una vez? ¿Qué estás esperando?

Sintió que el cuerpo le daba vueltas y se ponía de rodillas. Comprendió que era capaz de sostenerse así todo el tiempo que quisiera. «No quiero que me peguen», suplicó. «No me maten.» Madre se mantenía firme ¡Acabalo de una vez, Padre! No tardes más. ¿Siempre vas a seguir siendo el mismo cobarde? La Brepe corría de un lado a otro, entre las faldas de organdí de las señoras, y sus maullidos cubrían las voces.

Carmona vio a lo lejos las montañas amarillas. Flotó hacia ellas con una libertad que desconocía, sobre corrientes que iban tiñéndose de azufre e internándose en un paisaje de estalactitas y ciudades de cristal. Cuando estaba por llegar a la boca de la caverna, en el punto final del horizonte, Madre lo agarró de los pelos y lo arrastró a la orilla.

¿Quién te dio permiso para alejarte tanto?, le dijo. ¿Ya no te importa nada de tus padres? Quédate acá y no seas desconsiderado.

Le puso al cuello una correa dorada, lo dejó atado a un árbol y regresó a tomar el té con las damas.