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Los gatos se desperezaron con sensualidad y desaparecieron. Carmona salió de la bañadera envuelto en un toallón y los llamó por toda la casa.

Siguió rastros imaginarios de orina, siseos que parecían brotar a sus espaldas pero que se acallaban al encender la luz, respiraciones que eran macetas de begonias o velas apagadas o un sombrero de Madre con los tules desflecados. Cuando se acostumbró al fracaso dejó de buscarlos. Volvió a la cama y estuvo largo rato despierto, acechando los ruidos. Padre ya era cenizas.

Imágenes de la felicidad

Conocí bien a Madre. De niño la amé con desesperación. No aceptaba que hubiera otras mujeres cerca de ella. Madre era la infinitud del cielo y yo lo deseaba vacío. Como para Swedenborg, el cielo era para mí un punto fijo del universo, en el que cabían todos los coros de ángeles, pero sólo Madre ocupaba ese punto; y no existían los deseos, porque apenas despuntaba uno, ella lo hacía desaparecer. Por las noches, Padre solía sentarse junto a mí, en la cama, y acariciarme la cabeza. Madre no lo hizo nunca, y yo no esperaba que lo hiciera. Sabía que Madre empleaba todas sus fuerzas en quererse a sí misma, y mi amor consistía en eso: en ayudarla a quererse.

No bien sentía yo las enormes manos de Padre, mi piel se convertía en esponja y absorbía la pesada ternura que Madre no quería recibir: lo que sobraba de las caricias destinadas a Madre. Las manos eran ásperas, como si las hubieran construido con guijarros. ¿Cómo toleraba Madre que unas manos así se pasearan por su cuerpo? Si yo aceptaba en cambio con fruición las caricias de Padre era para que las caricias se agotaran en mí y a ella dejaran de martirizarla. Algo de lo que sufrían los gatos cuando los castraba Padre quedaba pegado a los dedos que me hacían caricias: Madre no lo sabía pero yo sí. Lo que me acariciaba eran sufrimientos.

Madre creyó que Carmona cantaría antes de aprender a hablar, como el hijo de la señora Ikeda. Muchas veces, en medio de la noche, se acercaba a la cuna y acechaba su respiración, con la esperanza de que estuviera dibujando alguna melodía. Y cuando oía maullar (porque siempre, aunque no hubiera gatos, Madre oía maullar), despertaba a Padre y le decía: «Por fin el niño ha empezado con su canto». Padre se levantaba en puntillas y no encontraba nada. A veces, sí, brotaba del niño un gorjeo tonto, como un desperezo de las cuerdas vocales, y entonces Madre se arrebataba, corría de un lado a otro del dormitorio con su camisón de reina: «¿Has oído, has oído?», preguntaba. «¿Ahora te convences?» Padre se apresuraba a darle la razón: «Claro que sí. Algo he oído». Pero la mayor parte de las noches Madre se dormía desalentada, con el presentimiento de que Carmona nunca tendría voz.

Al poco tiempo Madre parió gemelas con sendos lunares en la espalda, sombreados por cerdas negras, como parches de una piel animal. Madre supo desde el principio que las gemelas no querían aprender a nadar, para no mostrar sus espaldas escotadas, y decidió que si Carmona nadaba por los tres desarrollaría prodigiosamente los pulmones y músculos de la voz. Había leído en una revista que los niños nadan por instinto, como los otros mamíferos, y que el instinto se les adormece con las primeras luces de la inteligencia. Carmona estaba por cumplir dos años: ya casi no quedaba tiempo. Lo llevaron a una pileta de agua fría, al pie de las montañas amarillas, y lo arrojaron sin miramientos. El agua estaba podrida, con manchas de insectos y rayas de bronceadores rancios. No había nadie alrededor. Ni Madre ni Padre sabían nadar, de modo que Carmona se hubiera ahogado si no hubiera sido por los instintos, que seguían despiertos. Tocó el fondo del agua espesa y no sintió frío: su atención estaba demasiado ocupada en los movimientos de las tinieblas, que eran más frenéticos cuanto más abajo llegaba. Antes de hundirse en el limo, se izó hacia la superficie. Había aprendido a respirar ya no sólo con el aire sino con el recuerdo del aire. Los alvéolos de los pulmones estaban henchidos de abejas de aire que continuaban con su ajetreo sin inquietarse por lo que pasaba afuera: el frío, la humedad, el agua, el vacío, los tóxicos, nada les hacía mella. ¿Sabía Padre cuánto tiempo había estado sumergido? Unos nueve segundos, le dijo a Madre, orgulloso. Fueron más: por lo menos el doble.

Padre se entusiasmó tanto con los progresos de Carmona en el agua que decidió cortar de raíz el pudor de las gemelas por sus lunares y obligarlas a nadar. No se arriesgó a lanzarlas a la pileta confiando en sus instintos, porque nunca supo si los tenían. Las dejaba horas llorando en la cuna, para que ejercitaran los pulmones, y cuando las bañaba les sostenía la cabeza bajo el agua tres o cuatro segundos. Las gemelas aprendieron a contener la respiración pero nunca nadaron. Odiaban el agua.

A Padre le desesperaba la indiferencia de las gemelas por todo lo que no fuera sus lunares, y cada vez que llegaban visitas a la casa, las presentaba diciendo: «Aquí las tienen, pobrecitas. Las dos nacieron con un lunar monstruoso en la espalda. A ver, hijas, muestren el lunar a los señores».

Aunque hay una sola manera de ser bondadoso, la manera de Padre no se parecía a la de nadie más. Solía levantarse en medio de la noche para arropar a los niños -algo que Madre jamás hizo-, y cuando bebía un tazón de leche fresca por la mañana mojaba trozos de pan y se los daba en la boca a las gemelas, como si ellas fueran pajaritos. Pero las visitas lo perturbaban: no sabía de qué hablar. Cuando el silencio entraba en las conversaciones sentía que era su culpa, y en la desesperación por ahuyentarlo echaba mano a los lunares. Las gemelas lloraban con una angustia que partía el corazón y corrían a esconderse en los roperos, atontadas por la humillación y la vergüenza. Esos raptos de rebeldía indignaban a Padre. Las buscaba por todas partes y no cejaba hasta que conseguía llevarlas ante las visitas. Cuando las tenía allí, bien sujetas de las muñecas -con aquellas manos poderosas-, obligaba a las gemelas a desvestirse y a mostrar la espalda. Ellas se arrastraban por el piso, estirando sus vestiditos con desesperación, y aunque las visitas intervinieran cortésmente, «Déjelas en paz. Un lunar es un lunar. Podemos imaginar cómo son éstos», Padre se mantenía inflexible. «No», decía, «ustedes jamás verán nada igual. Son lunares dignos de un circo».

Para atenuar la impresión que los arrebatos de Padre causaban en las visitas, Madre explicaba que los lunares eran consecuencia de un susto casi pueril durante el embarazo. Cierta mañana, cuando caminaba por la vereda del asilo de locos, uno de los internos le agarró un tobillo. Faltaban tres o cuatro meses para que nacieran las gemelas y el abdomen se veía llegar desde lejos. Madre iba demasiado próxima al foso donde los locos, trepados sobre cajoncitos de frutas, se distraían tomando el fresco. El súbito manotazo en el tobillo casi la hizo caer. Por fortuna, Padre alcanzó a sujetarla por detrás. Pero al trastabillar, la mirada de Madre barrió el horizonte ralo de la vereda y se detuvo en la frente del loco, ornada por un lunar en forma de semilla, como el del niño de la señora Ikeda.