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—Quiero una profecía.

—¿Qué tienes para dar? —preguntó Odren, pues vio que el hombre estaba pobremente vestido y mal trazado, y que el trineo era viejo, y todo en él necesitaba algún remiendo.

—Daré mi vida —dijo Herbor.

—¿No tienes algo más, mi señor? —le preguntó Odren, hablándole ahora como a un hombre de la nobleza —, ¿ninguna otra cosa?

—No tengo nada más —dijo Herbor —, pero no sé si mi vida tiene aquí algún valor para vosotros.

—No —dijo Odren —, no tiene valor para nosotros. Entonces Herbor cayó de rodillas, golpeado por la vergüenza y el amor, y le gritó a Odren: —Te ruego que respondas a mi pregunta. ¡No es para mí!

—¿Para quién entonces? —preguntó el tejedor.

—Para mi señor y kemmerante, Ashe Berosti —dijo el hombre, y sollozó —. No tiene amor ni alegría, ni señorío desde que vino aquí y le dieron esa respuesta que no es una respuesta. Morirá de eso.

—Sí, claro está, ¿de qué muere un hombre sino de su propia muerte? —preguntó el tejedor Odren. Pero viendo la pasión de Herbor se sintió conmovido, y dijo al fin: —Buscaré una respuesta a tu pregunta, Herbor, y no pediré precio. Pero recuérdalo, siempre hay un precio. Quien pregunta paga lo que tiene que pagar.

Herbor se llevó las manos de Odren a los ojos, en señal de gratitud, y los profetas se reunieron y entraron en la oscuridad. Herbor fue con ellos e hizo la pregunta, y la pregunta decía: ¿Cuanto vivirá Ashe Berosti rem ir ipe? Pues Herbor pensaba que de este modo le dirían el número de días, de años, y que ese conocimiento daría una cierta paz al amado Ashe. Luego los profetas se movieron en la oscuridad y al fin Odren gritó de dolor, como si se hubiese quemado en algún fuego: ¡Más que Herbor de Gueganner!

No era la respuesta que Herbor esperaba, pero era la que había obtenido, y siendo de corazón paciente volvió al hogar de Charude, cruzando las nieves de Grende. Entró en el dominio, fue a las fortificaciones y subió a la torre, y allí encontró al kemmerante Berosti, pálido y distraído como siempre, sentado junto al fuego de cenizas, los brazos descansando sobre una mesa de piedra roja, la cabeza hundida entre los hombros.

—Ashe —dijo Herbor —, he estado en la fortaleza de Dangerin y los profetas me respondieron. Les pregunté cuánto vivirías y la respuesta fue: Berosti vivirá más que Herbor.

Berosti alzó la cabeza, lentamente, como si se le hubieran endurecido las vértebras del cuello, y dijo:

—¿Les preguntaste entonces cuándo moriré?

—Les pregunté cuánto vivirás.

—¿Cuánto? ¡Idiota! Tenias una pregunta para los profetas y no les preguntaste cuándo voy a morir, el día, el mes, el año, cuántos días me quedan, ¡y les preguntaste cuánto! ¡Oh idiota, condenado idiota, más que tú, sí, más que tú! —Berosti alzó la mesa de piedra como si hubiese sido una lámina de hojalata y la arrojó sobre la cabeza de Herbor. Herbor cayó, con la piedra encima. Berosti se quedó allí de pie, un rato, confundido, y al fin levantó la piedra, y vio que Herbor tenía el cráneo destrozado. Puso de nuevo la piedra sobre el pedestal, se acostó junto al hombre muerto, y le echó los brazos alrededor, como si estuvieran en kémmer. Así los encontró la gente de Charude cuando irrumpieron en el cuarto de la Torre. Berosti se había vuelto loco, y tuvieron que encerrarlo, pues se pasaba las horas buscando a Herbor, a quien imaginaba en algún sitio del dominio. Vivió así un mes, y luego se suicidó ahorcándose, en ostred, el día decimonono del mes de dern.

5. La domesticación del presentimiento

Mi ama de llaves, un hombre voluble, arregló mi viaje al Este. —Si alguien quiere visitar las fortalezas ha de cruzar el Kargav. Del otro lado de las montañas, y el antiguo Karhide, hasta Rer, la vieja ciudad de los reyes. Bien, un compadre mío es jefe de una caravana de barcas terrestres en el paso de Eskar, y me decía ayer mientras bebíamos una copa de orsh que este verano harán el primer viaje en guedeni osme, pues la primavera ha sido tan templada y el camino a Engohar ya está abierto y en un par de días limpiarán el paso. Bueno, nadie me verá cruzando el Kargav; a mí que me den un techo seguro en Erhenrang. Pero soy un yomeshta, alabados sean los Novecientos que sostienen el trono, y bendita sea la Leche de Meshe, y uno puede ser un yomeshta en cualquier parte. Somos muchos los recién venidos, verá usted, pues mi Señor Meshe nació hace 2.002 años, pero el viejo camino del handdara es diez mil años más antiguo. Tiene que regresar usted a las Tierras Antiguas si está buscando el camino Antiguo. Bueno, mire señor Ai. Siempre habrá aquí en esta isla un cuarto para usted, pero me parece prudente de veras que se vaya de Erhenrang un tiempo, pues todos saben ya que el traidor exhibió mucho en Palacio la amistad que le tenía a usted. Ahora que el viejo Tibe es la nueva Oreja del Rey todo irá otra vez sin tropiezos. Bien, si baja usted a Puerto Nuevo encontrará allí a mi compadre, y si le dice que va de mi parte…

Y así seguía. El hombre, como dije, era voluble, y habiendo advertido que yo no tenía shifgredor aprovechaba toda posibilidad de darme consejos; aunque los disfrazara a menudo con un si y un como si. Tenía a su cargo la superintendencia de la isla; yo lo llamaba mi ama de llaves, pues era ancho de nalgas, que se le sacudían al caminar, de cara redonda y blanda, y de naturaleza fisgona, agradable, bondadosa. Me trataba con amabilidad, y por una pequeña suma mostraba mi cuarto a quienes buscaban emociones extrañas: ¡Vean el cuarto del Misterioso Enviado! Era tan femenino en el aspecto y las maneras que una vez le pregunté cuántos hijos tenía. Puso mala cara. Nunca había dado a luz. Pero había sido progenitor de cuatro. Tuve un pequeño sobresalto, como muchas otras veces. El impacto de una cultura tan diferente no tenía demasiada importancia comparado con el impacto biológico que yo sentía como hombre entre seres humanos que eran, cinco sextas partes del tiempo, hermafroditas neutros.

Las noticias que se oían por radio se referían a menudo a las actividades del primer ministro, Pemmer Harge rem ir Tibe. Muchas eran noticias del norte del valle de Sinod. Tibe, evidentemente, iba a insistir en las aspiraciones de Karhide a esa zona, precisamente la clase de actos que en cualquier otro mundo en esa misma etapa de civilización llevaría a la guerra. Pero en Gueden nada llevaba a la guerra. Disputas, asesinatos, enemistades, todo esto cabía en el repertorio humano de Gueden, pero no llevaba a la guerra. Estas gentes parecían carecer de la capacidad de movilizar. Se comportaban en este sentido como bestias; o como mujeres. No se comportaban como hombres o como hormigas. Nunca lo habían hecho hasta ahora. Lo que yo conocía de Orgoreyn indicaba que en los últimos cinco o seis siglos se había convertido en una nación cada vez más capaz de ser movilizada, una verdadera nación —estado. La competencia de prestigio, hasta entonces limitada sobre todo a lo económico, podía obligar a Karhide a emular a aquel vecino mayor, a dejar de ser una familia mal avenida, como había dicho Estraven, para transformarse en cambio en una nación, y además en una nación patriótica, como también había dicho Estraven. Si esto llegaba a ocurrir, los guedenianos tendrían una buena posibilidad de convertirse en un pueblo preparado para la guerra.

Yo quería ir a Orgoreyn y comprobar si mis hipótesis eran válidas, pero antes tenía que cerrar mis asuntos en Karhide. De modo que vendí otro rubí al joyero de la cara cubierta de cicatrices que tenía una tienda en la calle Eng, y sin otro equipaje que mi dinero, el ansible, unos pocos instrumentos, y una muda de ropa, el primer día del primer mes del verano inicié mi viaje como pasajero de una caravana de mercaderes.