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Se echó hacia atrás de modo que el resplandor del fuego le encendió las rodillas y las manos, delgadas y fuertes, y el vaso de plata, aunque el rostro continuó envuelto en la oscuridad: un rostro ensombrecido siempre por el cabello abundante y bajo, las cejas y las pestañas espesas, y una expresión amable y oscura. ¿Es posible leer en la cara de un gato, una foca, una nutria? Algunos guedenianos, me parece, son como esos animales de ojos brillantes y hundidos que tienen siempre la misma expresión mientras uno habla.

—Me he creado dificultades —me respondió —por algo que no tiene ninguna relación con usted, señor Ai. Karhide y Orgoreyn, como usted sabe, discuten desde hace tiempo a propósito de una franja de tierra en la frontera de la cascada del Norte, cerca de Sassinod. El abuelo de Argaven sostuvo los derechos de Karhide sobre el valle de Sinod, pero los comensales nunca admitieron ese reclamo. Mucha nieve de una sola nube, y continúa cayendo. He estado ayudando a algunos campesinos karhidis que viven en el valle a mudarse al este, más allá de la antigua frontera, pensando que la discusión se agotaría si dejábamos el valle a los orgotas, que han vivido allí varios milenios. Hace algunos años yo trabajaba en la administración de la cascada del Norte, y llegué a conocer a algunas de esas gentes. Me disgustaba la idea de que los matarían en operaciones de saqueo, o que los enviarían a los campos de voluntarios de Orgoreyn. ¿Por qué no eliminar el motivo de la disputa? Pero esto no es una idea patriótica. En verdad es una idea cobarde, e impugna el poder mismo del rey.

Las ironías de Estraven, y estas idas y venidas con Orgoreyn a propósito de una cuestión de fronteras, no me interesaban Retomé nuestro asunto. Aunque no confiara en Estraven, podía sacarle aún algún provecho.

—Lo siento —dije —, pero parece una lástima que los problemas de unos pocos campesinos reduzcan las posibilidades de mi misión ante el rey. Lo que está en juego es mucho más que unos pocos kilómetros de fronteras nacionales.

—Si. Mucho más. Pero quizá los ecúmenos, cuyas fronteras están separadas de las nuestras por cien años luz, puedan tenernos un poco de paciencia.

—Los ecúmenos estables tienen mucha paciencia, señor. Esperarán cien años o quinientos a que Karhide y el resto de Gueden deliberen y consideren si se unirán o no al resto de la humanidad. Hablo así porque quisiera tener esperanzas, y porque me siento decepcionado de veras. Se me había ocurrido que con el apoyo de usted…

—También yo lo pensé. Bueno, los glaciares no se forman de un día para otro… —Los lugares comunes le venían fácilmente a la boca, pero Estraven tenía la cabeza en otra parte. Reflexionaba. Sentí que el guedeniano me movía de aquí para allá junto con otros peones en una partida por el poder. —Ha venido usted —dijo al fin —en momentos extraños. Todo está cambiando; hemos tomado una nueva senda. No, no tanto; pero el camino nos ha llevado muy lejos. Pensé que la presencia de usted, su misión, impediría que nos equivocáramos, dándonos una nueva posibilidad. Pero en el momento adecuado, y en el sitio adecuado. Todo es muy azaroso, señor Ai.

Estas generalidades me impacientaron todavía más:

—¿Quiere decir —pregunté —que no es este el momento adecuado? ¿Me aconseja usted que cancele la audiencia?

Mi falta de tino sonaba peor aún en karhidi, pero Estraven no sonrió, ni pestañeó.

—Temo que eso sea privilegio del rey —dijo con voz suave.

—Oh Dios, si. No me expresé bien. —Me llevé un momento las manos a la cabeza. Acostumbrado a la sociedad terrestre, abierta y libre, nunca dominaría el protocolo, o la impasividad, tan valorizada por los karhideros. Yo no ignoraba lo que era un rey; la historia misma de la Tierra está poblada de reyes; pero no tenía ninguna experiencia propia a propósito de privilegios, ningún tacto. Recogí el vaso y tomé un trago fuerte y caliente. —Bueno, le diré al rey menos de lo que pensaba decirle, cuando contaba con el apoyo de usted.

—Bien.

—¿Por qué bien? —pregunté.

—Señor Ai. Usted no está loco, yo no estoy loco. Pero ninguno de los dos es un rey, se da usted cuenta… Supongo que iba a decirle a Argaven, de un modo claro y racional, que la misión de usted es la de intentar una alianza entre Gueden y el Ecumen. Y, de un modo claro y racional, ya está enterado, porque como usted sabe yo mismo se lo he dicho. Le presenté el caso de usted, traté de interesarlo. Todo se hizo mal, en un mal momento. Olvidé, estando tan interesado yo mismo, que Argaven es un rey, y no ve las cosas de modo racional sino como un rey. Todo lo que le dije significa para Argaven que su poder está amenazado, que el reino es una mota de polvo en el espacio, y una fruslería para hombres que gobiernan un centenar de mundos.

—Pero el Ecumen no gobierna, coordina. No tiene otro poder que el de los mundos y estados miembros. Aliado al Ecumen, Karhide estará menos amenazado que nunca, y será mucho más importante.

Estraven calló un rato. Se quedó mirando el fuego, y las llamas centelleaban reflejadas en el vaso y la ancha y brillante cadena de plata que el guedeniano llevaba sobre los hombros. La vieja casona estaba en silencio. Durante la cena nos había atendido un sirviente, pero los karhíderos, no teniendo instituciones que hagan posible la esclavitud o lazos de servidumbre, alquilan servicios, y no gente, y a esta hora los sirvientes se habían ido todos a sus casas. Un hombre como Estraven debía de tener guardianes, pues el asesinato político es una costumbre común en Karhide, pero yo no había visto ni oído a ningún guardia. Estábamos solos.

Yo estaba solo, con un extranjero, entre los muros de un palacio sombrío, en una nevosa ciudad extranjera, en el corazón de la Edad de Hielo, y en un mundo extraño.

Todo lo que yo había dicho, esta noche y desde el instante en que había llegado a Invierno, me pareció de pronto increíble y estúpido. ¿Cómo podía esperar yo que este hombre, o cualquiera, creyese mis historias de otros mundos, de otras razas, de un vago y benevolente gobierno instalado en el espacio exterior? Todo era un disparate. Yo había aparecido en Karhide en una nave rara, y en algunos aspectos era distinto de los guedenianos. Esto necesitaba de una explicación. Pero mis explicaciones habían sido arrogantes y absurdas. En este momento ni yo mismo las creía.

—Yo le creo a usted —me dijo Estraven, el extranjero, el extraño que estaba a solas conmigo; y yo había estado tan absorto en mis preocupaciones que alcé sorprendido los ojos —. Temo que Argaven también le crea. Pero no confía en usted. En parte porque ya no confía en mí. He cometido errores, me mostré descuidado. Ni siquiera puedo pedirle a usted que me tenga confianza, pues lo he puesto en peligro. Olvidé lo que es un rey, olvidé que el rey se siente Karhide, olvidé el patriotismo, y que el rey es por necesidad el perfecto patriota. Permítame una pregunta, señor Ai: ¿Sabe usted por propia experiencia, lo que es el patriotismo?

—No —dije, —sacudido por la fuerza de esa intensa personalidad que ahora se volcaba enteramente sobre mi —. No me parece. Si por patriotismo no entiende usted el amor al sitio natal, pues eso sí lo conozco.

—No, no hablo del amor, cuando me refiero al patriotismo. Hablo del miedo. El miedo del otro. Y las expresiones de ese miedo son políticas, no poéticas: odio, rivalidad, agresión. Crece en nosotros, ese miedo, crece en nosotros año a año. Nuestro camino nos llevó demasiado lejos. Y usted, que procede de un mundo donde las naciones desaparecieron hace siglos, que apenas entiende de qué hablo, que nos ha mostrado el nuevo camino… —Estraven calló, un rato, y luego continuó diciendo, dueño otra vez de si mismo, tranquilo y cortés: —Es ese miedo lo que ahora me impide apoyarlo a usted en la corte. Pero no miedo por mi, señor Ai. No estoy actuando patrióticamente. Al fin y al cabo hay otras naciones en Gueden.