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—De la comensalía —dijo mi amigo con una sombra de su sonrisa de nutria. —Dan trabajo a todas las unidades, ya sabe usted. No sería un problema. Pero me agradaría quedarme en Karhide… si en verdad se le ocurre algo…

Habíamos conservado la estufa chabe, la única cosa de valor que nos quedaba. Nos fue útil, de un modo o de otro, hasta el fin del viaje. En la mañana que siguió a nuestro arribo a la granja de Dessicher, tomé conmigo la estufa y fui en esquíes hasta el pueblo. Estraven, por supuesto, no vino conmigo, pero me había explicado lo que yo tenía que hacer, y no hubo problemas. Vendí la estufa en el comercio del pueblo, y fui con el dinero al pequeño colegio de tráfico, donde estaba instalada la estación de radio, y compré diez minutos de «transmisión privada a recepción privada». Todas las estaciones reservaban diariamente un cierto tiempo a estas transmisiones de onda corta; en su mayor parte eran utilizadas por mercaderes que se comunicaban así con agentes o clientes de ultramar, en el Archipiélago, Sid, o Perunter; el costo es bastante alto, pero no disparatado. Menos, de cualquier modo, que el valor de una estufa chabe de segunda mano. Mis diez minutos serían temprano en la tercera hora, a media tarde. Yo no quería pasarme el día esquiando entre Sassinod y la granja, ida y vuelta, de modo que decidí quedarme en el pueblo, y me pagué un buen almuerzo, barato y copioso, en una de las tiendas de calor. Era evidente que la cocina karhidi estaba muy por encima de la orgota. Recordé mientras comía el comentario de Estraven sobre este asunto, y recordé cómo había dicho la noche anterior: —Preferiría quedarme en Karhide… —Y me pregunté, no por vez primera, qué es el patriotismo, en qué consiste realmente el amor a un país, cómo nace esa anhelosa lealtad que le había sofocado la voz a mi amigo, y cómo un amor tan verdadero puede convertirse, demasiado a menudo, en un fanatismo tan vil e insensato. ¿Dónde estaba el error?

Luego del almuerzo me paseé por Sassinod. La actividad del pueblo, las tiendas y mercados y calles, animados a pesar de las ráfagas de nieve y la temperatura bajo cero, me daban la impresión de estar mirando una pieza de teatro, irreal, sorprendente. Yo aún no había salido de la soledad del Hielo. Me sentía intranquilo entre esa gente desconocida, y extrañaba continuamente la presencia de Estraven a mi lado.

Remonté la calle empinada y cubierta de nieve cuando la tarde empezaba a irse; entré en el colegio y me mostraron cómo se manejaba el transmisor público. A la hora señalada envié la señal de alerta al satélite automático que giraba en una órbita estacionaria a quinientos kilómetros de altura sobre Karhide del Sur. Estaba allí para ayudarme en situaciones como ésta: mi ansible había caído en otras manos, de modo que no podía pedirle a Ollul que advirtiese a la nave, y yo no tenía tiempo ni equipo para establecer contacto directo con la órbita solar. El transmisor de Sassinod era más que suficiente, pero como el satélite no estaba equipado para responder, excepto con un mensaje a la nave, yo no podría saber si mi llamada había sido recibida y reenviada a la nave. Yo no sabría si había hecho bien. Había aprendido a aceptar estas incertidumbres con ánimo tranquilo.

Nevaba mucho cuando iba a dejar el colegio, y decidí pasar la noche en el pueblo, pues no conocía tan bien los caminos como para aventurarme en la nieve y la oscuridad. Como aún me quedaba un poco de dinero, pregunté por una posada, e insistieron en que me quedara en el colegio; cené con un grupo de animados estudiantes, y pasé la noche en uno de los dormitorios. Me quedé dormido con una agradable impresión de seguridad, la convicción de que la gente de Karhide era de una extraordinaria y sostenida bondad con los extranjeros. Yo había descendido al principio en el país adecuado, y ahora estaba de vuelta. Así me dormí, pero desperté muy temprano y salí para la granja de Dessicher, habiendo pasado una noche agitada y con pesadillas.

El sol naciente, pequeño y frío en el cielo claro, enviaba sombras al oeste desde todas las quebraduras y salientes de la nieve. Nadie se movía en los campos nevados, pero allá lejos por el camino se acercaba una figurita, deslizándose levemente como un esquiador. Mucho antes de verle la cara reconocí a Estraven.

—¿Qué pasa, Derem?

—Tengo que llegar a la frontera —me dijo sin ni siquiera detenerse cuando nos encontramos. Estaba ya sin aliento. Me volví y los dos fuimos hacia el Oeste, y yo tuve que esforzarme para no quedar atrás. Cuando llegamos a la curva que llevaba a Sassinod, Estraven se lanzó esquiando a través de los campos sin cercas. Cruzamos el Ey helado a unos dos kilómetros al norte del pueblo. Los terraplenes eran empinados, y cuando llegamos arriba tuvimos que detenernos a descansar. No estábamos en condiciones para esta clase de carrera.

—¿Qué pasó? ¿Dessicher?

—Si. Lo oí cuando hablaba por su transmisor inalámbrico. Al alba. —El pecho le subía y le bajaba a Estraven en jadeos, como cuando estaba tendido en el hielo junto a la hondonada azul. —Tibe debe de haber puesto precio a mi cabeza.

—¡Condenado y desagradecido traidor! —balbuceé, no refiriéndome a Tibe sino a Dessicher, que había traicionado una amistad.

—Si, lo es —dijo Estraven —, pero le pedí demasiado, puse demasiado en aprietos a un pequeño espíritu. Escucha, Genry. Vuelve a Sassinod.

—Al menos quiero verte del otro lado de la frontera, Derem.

—Puede haber guardias orgotas allí.

—Me quedaré de este lado. Por amor de Dios…

—Estraven sonrió. Todavía respirando con dificultad, se incorporó y se puso en marcha, y yo fui con él.

Esquiamos cruzando bosquecillos helados y las lomas y campos del valle en disputa. No había ningún escondrijo a la vista, ningún techo. Un cielo luminoso, un mundo blanco, y dos manchas móviles de sombra, que huyen. La elevación del terreno nos ocultó la frontera hasta que estuvimos a unos doscientos metros. Entonces la vimos claramente señalada con una cerca; sólo medio metro de los postes emergía sobre la nieve, las puntas pintadas de rojo. No se veían guardias en el lado orgota. Del lado de aquí había huellas de esquíes, y más al sur unas figuritas que se movían.

—Hay guardias de este lado. Tendrás que esperar a la noche, Derem.

—Inspectores de Tibe —jadeó Estraven, amargamente, y se volvió.

Subimos de nuevo a la elevación, y nos escondimos en el primer lugar arbolado que encontramos. Allí pasamos todo aquel largo día, en un claro, entre la vegetación espesa de un bosque de hémmenes; las ramas rojizas pendían alrededor de nosotros bajo la carga de la nieve. Discutimos la conveniencia de ir hacia el norte o hacia el sur a lo largo de la frontera para salir de esta zona particularmente perturbada, o tratar de subir a las lomas, al este de Sassinod, y aun volver al norte, al desierto, pero todos estos planes tuvieron que ser vetados. Descubierta la presencia de Estraven no podíamos viajar abiertamente por Karhide, como hasta ahora. Ni podíamos tampoco viajar en secreto; no teníamos tienda, ni comida, ni mucha fortaleza. No quedaba otra solución que una rápida arremetida a través de la frontera; todos los otros caminos estaban cerrados.

Nos quedamos allí en la hueca oscuridad, bajo los árboles oscuros, en la nieve, apretados y juntos, buscando calor. Alrededor del mediodía Estraven dormitó un rato; yo tenía demasiada hambre y demasiado frío para poder dormir. Me quedé tendido junto a mi amigo en una especie de estupor, tratando de recordar las palabras que él me había citado una vez: Las dos son una, vida y muerte, tendidas juntas… Era un poco como estar dentro de la tienda, en el Hielo, pero sin techo, sin comida, sin descanso; lo único que nos quedaba era la compañía del otro, y esto terminaría pronto.