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—¿Por qué nunca me dijo nada de esta nave mayor?

—Porque no lo sabía. Nunca se lo dije a nadie hasta que llegué a Orgoreyn.

—Y buena compañía eligieron para parlotear, ustedes dos. Estraven trató de que los orgotas recibieran a la misión. Ya desde antes venia trabajando con los del Comercio Libre. ¿Y no es esto traición?

—No. Estraven sabia que cualquiera fuese la nación que se aliara primero con el Ecumen, las otras la seguirían en seguida, como también los seguirán a ustedes ahora los pueblos de Sid y Perunter y el Archipiélago, hasta que todos estén unidos. Estraven amaba mucho su país, señor, pero no era sirviente de usted o del país. Servia al amo que yo sirvo.

—¿El Ecumen? —dijo Argaven, sobresaltado.

—No. La humanidad.

Yo no sabía entonces si lo que estaba diciendo era cierto. Cierto en parte; un aspecto de la verdad. No había sido menos cierto decir que los actos de Estraven habían nacido de una lealtad personal, un sentido de responsabilidad y de amistad en relación con un ser humano particular, yo mismo. Ni esto sería tampoco toda la verdad.

El rey no respondió. La cara arrugada, abotagada, sombría, se había vuelto otra vez hacia el fuego.

—¿Por qué llamó a esa nave suya antes de avisarme que había vuelto a Karhide?

—Para obligarlo a actuar, señor. Un mensaje a usted hubiese llegado también a manos de Tibe, quien quizá me hubiese entregado a los orgotas, o hubiese ordenado que me mataran. Como hizo que mataran a mi amigo.

El rey no dijo nada.

—Mi propia supervivencia no importaba tanto, pero tengo y tenía entonces un deber para con Gueden y el Ecumen, una tarea que cumplir. Envié primero una señal a la nave para asegurarme la posibilidad de cumplirla. Este fue el consejo de Estraven, y acertó.

—Bueno, no se equivocó. Por lo menos descenderán aquí, seremos los primeros… ¿Y todos son como usted, eh? ¿Todos perversos, siempre en kémmer? Extraño grupo, y nos disputamos el honor de recibirlos… Dígale al Señor Gorchern, el canciller, cómo esperan que se los reciba. Cuide de que no haya ofensa ni omisión. Se alojarán en palacio, en el sitio que le parezca a usted conveniente. Que sientan que se los recibe con honor. Me ha dado usted un par de satisfacciones, señor Ai. Primero mostrando que los comensales son unos mentirosos, y luego unos tontos.

—Y ahora, aliados de usted, mi señor.

—¡Sí, lo sé! —chilló el rey. —Pero Karhide primero. ¡Karhide primero!

Asentí con un movimiento de cabeza.

Luego de un momento. Argaven dijo: —¿Cómo fue ese viaje por el Hielo?

—Nada fácil.

—Estraven era el hombre adecuado para un viaje tan extravagante. Era duro como hierro. Y nunca perdía la cabeza. Lamento que haya muerto.

No encontré respuesta.

—Recibiré a… sus compatriotas en audiencia mañana a la tarde, a la segunda hora. ¿Hay algo más?

—Mi señor, ¿revocará usted la orden de exilio, limpiando así el nombre de Estraven?

—No todavía, señor Ai. No se apresure. ¿Algo más?

—Nada más.

—Vaya, entonces…

Hasta yo lo traicioné. Le había dicho que no traería la nave hasta que le levantaran la proscripción, y le devolvieran sus derechos. Yo no podía ahora echar a perder aquello por lo que Estraven había muerto, insistiendo en esa condición… Yo no podía sacarlo ahora del exilio.

Pasé el resto del día con el Señor Gorchern y otros, arreglando los detalles de la recepción y el alojamiento. A la hora segunda partimos en trineo de motor a los pantanos de Adten, a unos cincuenta kilómetros al noreste de Erhenrang. El sitio de descenso estaba al borde de una región extensa y desolada, un pantano de turba demasiado cenagoso para levantar granjas o viviendas, y ahora, en pleno irrem, una planicie helada cubierta por una espesa capa de nieve. La señal de radio había funcionado todo el día, y la nave había contestado confirmando su presencia. En las pantallas, mientras descendían, los tripulantes debían de haber visto claramente el limite de la sombra sobre el gran continente a lo largo de la frontera, desde la bahía de Guden al golfo de Charisune, los picos de Kargav todavía a la luz del sol, una cadena de estrellas. Pues era aún el crepúsculo cuando nosotros, alzando la cabeza, vimos la estrella que descendía.

La nave llegó envuelta en luz y ruido, y cuando los estabilizadores tocaron el lago de agua y barro que se formó en seguida bajo el fuego de los cohetes, un vapor blanco subió alrededor: debajo el suelo escarchado era duro como el granito, y la nave se posó allí serenamente, y quedó enfriándose sobre el lago que se fundía con rapidez; un pez grande y delicado que se sostenía erguido sobre la cola, plata oscura en el crepúsculo de invierno.

Junto a mí, Faxe de Oderhord habló por vez primera, luego del sonido y el esplendor del descenso:

—Me alegra haber vivido para verlo —dijo. Eso mismo había dicho Estraven mirando el Hielo, la muerte, y lo hubiese dicho también esta noche. Para alejarme de la amarga nostalgia que me asaltaba, eché a caminar por la nieve hacia la nave, que ya estaba cubierta de escarcha a causa de los refrigeradores del casco. Me acercaba todavía cuando se abrió la portezuela alta, y asomó la escalera; una curva delicada que descendía hacia el suelo. La primera figura fue la de Lang Heo Hew, sin cambios, por supuesto, tal como yo la había visto tres años antes en mi vida, y un par de semanas en la suya. Heo Hew me miró, miró a Faxe, y a los Otros de la escolta que se habían acercado conmigo, y se detuvo al pie de la rampa, y dijo solemnemente en karhidi: —He venido como amiga. —A los Ojos de ella, todos éramos extraños. Dejé que Faxe la saludara primero.

Faxe me señaló a ella, que se me acercó y me tomó la mano derecha según la costumbre de mi pueblo, mirándome a la cara. —Oh Genly —dijo —, ¡no te reconocí! —Era raro escuchar una voz de mujer después de tanto tiempo. Los Otros salieron también de la nave, de acuerdo con mis consejos: en este momento cualquier signo de desconfianza hubiese humillado a la escolta karhidi, impugnando su Shifgredor Salieron de la nave, y saludaron a los karhíderos con una hermosa cortesía. Pero a mí todos me parecían extraños, hombres y mujeres, aunque los conocía bien. Las voces me sonaban raras: demasiado graves, demasiado agudas. Eran como una tropa de animales desconocidos, monos corpulentos de ojos inteligentes, todos ellos en celo, en kemmer… Me tomaban las manos, me tocaban, me abrazaban.

Conseguí dominarme, y decirles a Heo Hew y a Tulier lo que necesitaban saber con mayor urgencia acerca de la situación. Hablamos durante el viaje en trineo, de vuelta a Erhenrang. No obstante, cuando llegamos al palacio tuve que ir enseguida a mi albergue.

El médico de Sassinod entró a verme. La voz tranquila y la cara seria de este joven, no la cara de un hombre ni de una mujer, una cara humana, fueron para mi un alivio, algo familiar, adecuado. Pero luego de ordenarme que me fuera a la cama y de darme un tranquilizante suave, el médico me dijo: —He visto los Enviados compañeros de usted. Es maravilloso, la venida de hombres de las estrellas. ¡Y durante mi vida!

Allí estaba otra vez el deleite, el coraje, tan admirables en el espíritu karhidi —y en el espíritu humano —y aunque yo no pudiera compartirlos con él negarlos hubiese sido un acto innoble. Dije sin convicción, pero con una sinceridad absoluta: —Es también maravilloso para ellos, la venida un mundo nuevo, a una nueva humanidad.

Al final de la Primavera, en las Postrimerías de tuva, cuando las inundaciones del deshielo ya decrecían, y los viajes eran otra vez posibles, dejé mi pequeña embajada en Erhenrang y fui al este de vacaciones. La gente de la nave se había desparramado por todo el planeta. Como se nos había autorizado a utilizar las máquinas voladoras, Heo Hew y tres de los otros habían volado a Sid y el Archipiélago, naciones del hemisferio oceánico que yo había dejado de lado. Otros estaban en Orgoreyn, y dos, de mala gana, en Perunter donde el deshielo no comenzaba hasta después de tuva, y todo se vuelve a helar (dicen) una semana más tarde. Tulier y Ke´sta se las arreglaban bien en Erhenrang, y no tendrían problemas. No había prisa. Al fin y al cabo una nave que saliera en seguida del más próximo de los nuevos aliados de Invierno no podría llegar antes de diecisiete años de tiempo planetario. Invierno es un mundo marginal, en los límites de los planetas habitados.