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Esta orden ya impresa, apareció más tarde en puertas y muros de la ciudad, y mi transcripción es una copia literal de uno de esos anuncios.

Mi primer impulso fue apagar la radio, como para impedir que propalara más pruebas contra mi, y me escurrí hacia la puerta. En seguida, por supuesto, me detuve. Volví a la mesa junto a la chimenea, y me quedé allí, de pie. Ya no me sentía ni tranquilo ni resuelto. Tenía ganas de abrir mi valija, sacar el ansible, y enviar un mensaje urgente a Hain. Reprimí también este impulso, que era más insensato que el anterior. Por fortuna no hubo tiempo para otros impulsos. La puerta doble del extremo de la sala se abrió de par en par, y el guardia se hizo a un lado.

—Genry Ai —me anunció (mi nombre es Genly, pero los karhideros no pueden pronunciar la l) y me dejó en la Sala Roja donde me esperaba el rey Argaven XV.

Una habitación inmensa, alta y larga, aquella Sala Roja de la Casa del Rey. Quinientos metros abajo hasta las chimeneas. Quinientos metros arriba hasta el cielo raso de vigas de madera, de donde colgaban unos paños o estandartes, de color rojo, polvorientos, estropeados por los años. Las ventanas no eran más que ranuras o hendeduras en las anchas paredes, las luces escasas, elevadas y débiles. Mis botas nuevas chillaban ec, ec, ec, ec mientras yo iba caminando hacia el otro extremo del cuarto, hacia el rey; un viaje de seis meses.

Argaven estaba de pie, frente a la chimenea del centro, la mayor de las tres, y sobre un tablado bajo o plataforma: una figura breve, envuelta en un resplandor rojizo, algo rechoncha, muy tiesa, oscura, donde no se distinguía nada excepto el centelleo del anillo de sello que llevaba en el pulgar.

Me detuve al pie del tablado, como me habían advertido, y no dije ni hice nada.

—Arriba, señor Ai. Siéntese.

Obedecí, tomando la silla de la derecha, junto a la chimenea central. Me habían instruido en todo esto. Argaven no se sentó; se quedó a tres metros de distancia, con las llamas ruidosas y brillantes detrás, y dijo al fin: —Dígame lo que tiene que decirme, señor Ai. Usted trae un mensaje, cuentan.

La cara que se volvía hacia mí, envejecida y devastada por el resplandor del fuego y las sombras, era tan inexpresiva y cruel como la luna, la opaca luna bermeja de Invierno. Argaven parecía menos real, menos viril que cuando se lo veía de lejos, entre cortesanos. Hablaba con una voz fina, y torcía la fiera cabeza lunática en un ángulo de curiosa arrogancia.

—Señor, lo que tenía que decir se me ha olvidado. Acabo de enterarme de la desgracia del señor Estraven.

Argaven sonrió, mostrando los dientes en una mueca inmóvil, y en seguida rió, chillando, como una mujer enojada. que quiere parecer divertida. —Maldita sea —dijo —, ¡ese traidor orgulloso, falso y perjuro! ¿Usted cenó con él anoche, eh? y le dijo a usted qué poderoso era, y cómo manejaba al rey, y qué fácil le sería a usted tratar conmigo, pues él le estuvo hablando de mí, ¿no es cierto? ¿Es eso lo que él le dijo, señor Ai?

Titubeé.

—Le diré qué me dijo de usted, si le interesa. Me aconsejó que rechazara una audiencia con usted, que lo hiciese esperar, y hasta que lo mandara a usted a Orgoreyn o a las Islas. Todo el último medio mes ha estado diciéndomelo, ¡condenado insolente! ¡Es él quien ha ido a parar a Orgoreyn, ja, ja, ja! —Otra vez la falsa risa chillona; el rey juntó las palmas mientras reía. Un guardia apareció en silencio entre las cortinas del fondo de la plataforma. Argaven lo miró gruñendo y el hombre se esfumó. Todavía riendo y todavía gruñendo, Argaven se me acercó y me miró un rato. Los iris oscuros de los ojos le centellaron con un débil color anaranjado. Yo no había pensado que iba a tenerle tanto miedo.

No se me ocurrió qué curso podía seguir yo entre aquellas incoherencias, excepto el del candor, y dije:

—Sólo puedo preguntarle, señor, si se me considera implicado en el crimen de Estraven.

—¿Usted? No. —El rey me miró todavía desde más cerca. —No sé quién diablos es usted, señor Ai, una rareza sexual o un monstruo de artificio o un visitante de los dominios del Vacío, pero no es usted un traidor, sólo instrumento de un traidor. Y yo no castigo a instrumentos. Hacen daño sólo en manos de un torpe. Permítame que le dé un consejo. —Argaven dijo esto con un énfasis y una satisfacción raros, y aun entonces se me ocurrió que nadie, en los dos años últimos, había intentado darme algún consejo. Esa gente respondía a mis preguntas, pero nunca me recomendaba que hiciese esto o aquello, ni siquiera Estraven en los momentos de mayor camaradería. Quizá esto tenga alguna relación con el shifgredor, pensé. —No permita que otros se aprovechen de usted, señor Ai —me estaba diciendo Argaven —. Manténgase alejado de todas las facciones. Cuente usted sus propias mentiras, haga lo que le parezca. Y no confíe en nadie. Maldito sea ese traidor a sangre fría; no confíe en él. Le colgué la cadena de plata del condenado pescuezo, ojalá lo hubiera ahorcado. Nunca le tuve confianza. Nunca. No confíe usted en nadie. Que muera de hambre en los pozos de Mishnori buscando desperdicios, que los intestinos se le pudran, que nunca… —El rey Argaven se estremeció, se ahogó, retuvo el aliento con un estertor, y me volvió la espalda. Pateó unos leños de la chimenea mayor hasta que un torbellino de chispas subió de pronto y le cayó en el pelo y la túnica oscura, y nerviosamente se quitó las chispas de encima, golpeándose con las manos abiertas.

Habló de espaldas con una voz aguda y dolorida:

—Diga usted lo que tiene que decir, señor Ai.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?

—Si. —Argaven, de cara al fuego, se balanceaba apoyándose en uno y otro pie. Le hablé a aquella espalda.

—¿Cree usted que soy quien digo que soy?

—Estraven hizo que los médicos me enviaran decenas de grabaciones sobre usted, y otras más de los ingenieros de los talleres donde está su vehículo, etcétera. No es posible que todos mientan, y todos dicen que no es usted humano. ¿Bien?

—Eso significa, señor, que hay otros como yo. Es decir, que soy un representante…

—De esta unión, de esta tutoridad, sí, muy bien, ¿y usted quiere ahora que yo le pregunte por qué lo enviaron aquí?

Aunque Argaven podía no ser demasiado cuerdo o astuto, conocía bien las excusas y argumentos y sutilezas retóricas de aquellos hombres para quienes el propósito principal de la vida era alcanzar y mantener la vida de relación en un elevado nivel de shifgredor. Áreas enteras de esta relación me eran todavía desconocidas, pero yo ya sabía algo acerca de los aspectos competitivos y de prestigio que se presentaban a veces, y el posible resultado: un interminable duelo verbal. El hecho de que yo no estuviera discutiendo con Argaven, sino tratando de comunicarme con él, parecía en si mismo incomunicable.

—Nunca lo he ocultado, señor. El Ecumen desea una alianza con las naciones de Gueden.

—¿Para qué fines?

—Beneficio material. Mayores conocimientos. La expansión, en complejidad, e intensidad, del campo de la vida inteligente. El acrecentamiento de la armonía y la mayor gloria de Dios. Curiosidad. Aventura. Deleite.

Yo no le hablaba en el lenguaje de quienes gobiernan a los hombres: los reyes, conquistadores, dictadores, generales; en ese lenguaje la pregunta de Argaven no tenía respuesta. Hosco y distraído, el rey miraba el fuego, apoyándose primero en un pie y luego en otro.

—¿Qué dimensiones tiene este reino de Ninguna Parte, el Ecumen?

—Hay ochenta y tres planetas habitables en el dominio ecuménico, y en ellos alrededor de tres mil naciones o grupos antropomorfos.