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El impacto de la colisión le reverberó en la cabeza. Unas lucecitas blancas titilaron en su visión, como si las estrellas del firmamento se estuvieran astillando.

Antes de que supiera si el golpe de Kobori lo había alcanzado, el universo se sumió en la negrura y el silencio.

Reiko, Hirata, los guardias y los detectives atravesaron a la carrera la casa oscura y laberíntica.

– Tiene que haber una escalera que llegue al tejado -dijo Fukida.

El teniente Asukai, más adelantado, exclamó:

– ¡Aquí!

Subieron en tropel por la escalerilla. Marume abrió una trampilla y los hombres se encaramaron hasta el tejado. El teniente Asukai ayudó a Reiko a subir. El tejado de juncos era ancho, inclinado y gris a la luz de la luna. No oyó ningún sonido, ningún movimiento: la lucha había cesado. Entonces distinguió dos formas humanas tumbadas en la pendiente de un caballete, como si las hubiera lanzado allí el viento, los cuerpos descoyuntados.

– ¡Allí! -exclamó, señalando. El pavor le encogió el corazón.

Una de las figuras se movió y luego se puso en pie, insegura. Se irguió sobre el otro cuerpo postrado. El pánico de Reiko dio paso a un horror angustiante. Dos hombres habían luchado. Uno había ganado y sobrevivido. Creía adivinar cuál.

– ¡No! -chilló.

El eco de su voz resonó en las colinas. El superviviente se volvió poco a poco hacia ella. Reiko se preparó para ver el rostro de Kobori, el asesino de su marido. Sin embargo, la luz iluminó el rostro de Sano. Estaba tan maltrecho, ensangrentado e inflamado que a duras penas lo reconoció, pero era Sano, vivo y victorioso. Reiko sintió un alivio tan grande que estuvo a punto de desmayarse. Gimió y hubiese salido corriendo hacia su marido, pero éste levantó la mano.

– No te acerques -dijo-. Kobori está vivo.

La figura postrada se agitó. Marume y Fukida cruzaron el tejado y apresaron a Kobori, maniatándole las muñecas y los tobillos. Reiko se lanzó hacia Sano. El la sostuvo entre sus brazos mientras ella lloraba de alegría.

– ¡Creí que estabas muerto! -exclamó-. ¡Creí que el Fantasma te había matado!

Sano soltó una risita que se convirtió en un acceso de tos.

– Deberías tener un poco más de fe en mí.

Bajaron la vista hacia Kobori, amarrado como una presa de caza. Su cara no presentaba ninguna marca pero sí una palidez mortal, bañada en sudor. El aliento le salía jadeante entre los dientes apretados. Parecía a punto de perder el conocimiento, sus ojos como rescoldos apagados con agua. Sin embargo, alzó la mirada hacia Sano y una ironía malsana le animó las facciones.

– Creéis haber ganado -masculló-. Pero estabais derrotado antes de que empezara nuestro combate. ¿Recordáis la noche que entré en vuestra casa? -Se le hinchó el pecho en una carcajada insonora-. Pues bien: mientras dormíais os toqué.

Sano y Reiko lo contemplaron, demasiado estupefactos y horrorizados para hablar, y el Fantasma cerró los ojos. Su último aliento escapó con un suspiro.

Capítulo 34

El sol emergió del alba a través del cielo gris como una gota de sangre en un océano de mercurio. Las campanas de los templos resonaron de una colina a otra; Edo despertaba. Por el puente de Nihonbashi desfilaba un torrente de vecinos de camino al trabajo y viajeros cargados de fardos y armados con bastones. A lo largo de las orillas del canal, los pescadores descargaban sus capturas. Las gaviotas graznaban y se posaban en bandadas. Entre la muchedumbre que entraba en el mercado del pescado deambulaba un vendedor de noticias.

– ¡El Fantasma y su dama han sido derrotados! -anunciaba-. ¡Leed aquí la fascinante historia!

Los clientes le cogían las gacetas y las monedas cambiaban de manos. Cerca del pie del puente, un enjambre de curiosos se congregaba en el lugar donde se exhibía a los criminales ejecutados como escarmiento para los ciudadanos. Ese día había dos cabezas cortadas sujetas a sendos postes. Una pertenecía a una mujer; su larga melena morena se mecía con la brisa fresca y húmeda. La otra presentaba la coronilla tonsurada y el moño de un samurái. Las caras estaban marchitas, picoteadas por los pájaros y medio podridas tras varios días de exposición a los elementos, con las bocas abiertas y las cuencas oculares vacías. Las moscas zumbaban a su alrededor; los gusanos se retorcían en infectos orificios. Se distinguía el hueso pelado en las narices, las mejillas y las frentes. La tierra al pie de los postes estaba manchada de sangre seca. Unos carteles clavados en los postes identificaban a los criminales.

El de la mujer rezaba: «Yugao, asesina. Herida al resistirse a su detención. Sobrevivió para ser ejecutada»; el del hombre: «Kobori, asesino. Muerto en encarnizado enfrentamiento con las autoridades.»

Los niños correteaban alrededor de las cabezas, riendo y burlándose de ellas. Uno lanzó una piedra que rebotó contra la del hombre. Se alejaron a toda prisa.

En el castillo de Edo, los funcionarios salían por la puerta principal a pie, a caballo o en sus palanquines. Se dispersaban en abanico por el distrito administrativo de Hibiya, para cumplir con su trabajo, seguros de que el Fantasma ya no constituía ninguna amenaza y no se hallaban en mayor peligro del habitual. El viento que barría las calles transportaba las cenizas de las piras funerarias, un recordatorio de los caídos durante el enfrentamiento con Kobori. Las colgaduras negras de la puerta del castillo rendían tributo a su valor.

Dentro del complejo del chambelán, Masahiro estaba en el jardín. Llevaba ropas blancas; los dedos de sus pies desnudos asomaban entre la hierba. En una funda atada a su faja colgaba una espadita de madera. Tenía gesto solemne y concentrado. De repente esbozó una mueca de fiereza. Desenvainó la espada, emitió un rugido y arremetió contra un enemigo invisible.

– Eso ha estado muy bien -dijo Sano mientras Masahiro lo miraba pendiente de su aprobación-. Ahora prueba con esto.

Vestido a su vez con prendas blancas, desenvainó su propia espada de prácticas, de madera, e hizo una demostración de varios movimientos. Masahiro lo imitó con más exuberancia que gracia, pero Sano se enorgulleció de los primeros pasos de su hijo hacia el dominio de las artes marciales. Disfrutaba con los vistosos lirios violetas que florecían en torno al estanque, la dulce fragancia del jazmín, el frescor de la mañana y la voz de Reiko hablando con los sirvientes dentro de la casa. Se recreaba en el mero hecho de estar vivo.

Habían pasado cuatro días desde que derrotara a Kobori, y seis desde que éste se colara en su habitación. Cada noche, al acostarse había temido no ver un nuevo amanecer. Y durante el día había esperado la explosión interna de energía que le parara el corazón y apagara su conciencia. Había visto a Reiko observarlo con angustia, esperando a que cayera fulminado. Y aun así no había muerto, aunque hubiera sufrido heridas a manos del Fantasma.

Para cuando llegó a casa después del enfrentamiento, tenía tanto dolor que se desmayó a las puertas. A la mañana siguiente estaba cubierto de cardenales y tan rígido y dolorido que no podía moverse. La orina le salió colorada de sangre. Reiko lo alimentó dándole cucharadas de caldo, porque le dolía masticar. Lo mismo que respirar. Un médico lo trató con pociones y masajes medicinales; un sacerdote entonó oraciones por su recuperación. Los urgentes llamamientos del caballero Matsudaira y el sogún quedaron sin respuesta. Sano había abandonado el gobierno mientras yacía en lo que consideraba su lecho de muerte…

… hasta que empezó a recobrarse. El día anterior había logrado levantarse de la cama y tomar alimentos sólidos. Ese día ya podía moverse sin que el dolor fuera atroz. Los cardenales se estaban desvaneciendo. No había una constancia inequívoca de que el Fantasma le hubiera asestado el toque de la muerte, y cada vez se asentaba más la convicción de que las últimas palabras de Kobori habían sido un embuste destinado a aterrorizarlo, un malévolo intento de venganza. Tras el calvario vivido, celebraba cada momento como un regalo frágil y único. Mientras impartía a Masahiro su primera lección de espada, dio gracias a los dioses porque el lazo entre padre e hijo permaneciera intacto. Lo llenaba de gozo pensar que viviría para orientar a su niño en su camino hacia la madurez, para protegerlo y verlo crecer hasta convertirse en un samurái honorable, labrarse una reputación y tener sus propios hijos.