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En ese instante, tras la cortina de nieve, se oyó el sonido de una piedra al caer al vacío. Martina alzó la vista. Como una lúgubre y amenazante aparición, vislumbró, encaramada a las rocas, una figura humana que parecía estar a punto de abalanzarse contra ella.

Su corazón se desbocó. La subinspectora desenfundó el arma.

– ¡No se mueva! ¡No haga un solo movimiento o disparo!

Capítulo 8

Ahora, dos meses y pico después de su llegada a Bolscan, Sonia Barca estaba allí, con Juan Monzón, en un zaquizamí del barrio gótico, caliente como una gata en celo, pero resignada a embutirse en un uniforme parecido al de su macho, sólo que de menor talla y de color verdoso, en lugar del tono tabaco que gastaba él.

Todo en Juan era grande. Las manos cuadradas -¡de uñas limpísimas!- los anchos hombros, la sonrisa blanca, la palanca que le colgaba entre las piernas, todo menos, ¡ay!, esa voz suya como de gnomo apresado en la encarnadura de un trasgo, como el silbido de un pífano brotando de la caja de resonancia de un violoncelo. Una voz de pájaro, chillona, infantil.

«Qué más dará su voz -pensaba Sonia-. Es buena gente, y chinga como dios.»

Miró el reloj. Eran las ocho y media de la noche del primer lunes de 1984. La resaca de Fin de Año le duraba ya dos días.

«¡Año nuevo, vida nueva!», había exclamado al sonar las campanadas de Nochevieja y brindar con champán barato. Su novio trabajaba esa madrugada, pero Alfredo Flin, que se alojaba -¡lo que eran las cosas!- en el Hotel Palma del Mar, junto con el resto de los integrantes de la Compañía Nacional de Teatro, la había invitado a salir. Toni Lagreca, el famoso actor, que en Antígona iba a encarnar el papel de Tiresias, se había sumado a la celebración. Sonia los citó en el Stork Club, donde había encontrado un empleo suplementario como bailarina y chica de alterne; un extra alimenticio que, por el momento, ocultaba a Juan, pues en alguna circunstancia ya había tenido ocasión de comprobar que Monzón se ponía violento cuando le dominaban los celos.

Los actores y ella lo habían pasado en grande en el Stork Club, casi como en los viejos tiempos de Los Oscuros. Antes de llevársela al hotel, Alfredo la había magreado en el vestuario de las strippers. ¡Vida nueva, sí, pero…! En el fondo, Sonia no deseaba cambiar nada. En todo caso, le gustaría tener dinero. Ese era el motivo por el que echaba en falta a Larry. También, para qué engañarse, por su largo y sinuoso falo, que tanto placer le había regalado.

Pero, con el tiempo, tampoco a Larry le habría sido fiel. La promiscua naturaleza de Sonia habría seguido su curso.

En Bolscan, durante el último trimestre de 1983, hubo otros hombres, además de Juan Monzón.

Estaba Sócrates, el camarero negro, dominicano, de El León de Oro, con quien se había apareado un par de veces, antes de abrir el local, en la bodega, entre las cajas de licores. Estaba el periodista, Belman, cliente del Stork Club, a quien los domingos por la noche Sonia transportaba a los paraísos del sado en su mugriento apartamento, con las toallas sucias y la ropa siempre tirada; un piso tan tétrico que los polvos masocas, como los llamaba Belman, parecían desarrollarse más en una cuadra que en una mazmorra urbana.

Y estaba también aquel maduro y solitario caballero, el cincuentón de los trajes grises, chalecos y camisas de rayas, el iluso que le regalaba flores, el policía que solía aparecer por El León de Oro a última hora de la tarde y en su día libre (los jueves) invitarla a cenar.

Al principio, el policía le había dado un nombre falso. Noches después, cuando se sintió atraído, le confesó que se llamaba Conrado. En un inicio, al madero no le gustaban los juegos. Pero, poco a poco, Sonia se iría adueñando del ámbito de su dormitorio, de su regia cama y del anexado baño, y le acostumbraría a jugar desnudos con el revólver entre las sábanas. «Además de tirotear a alguien, es increíble las cosas que se pueden hacer con una pistola, ¿no te parece?», le había soltado Sonia cuando calculó que ya tenían confianza.

Pero El León de Oro, con sus camareros y clientes, y con su escasa nómina mensual, había quedado atrás. Sonia pensaba despedirse asimismo del Stork Club. Faltaba sólo media hora para que comenzase su turno en el Palacio Cavallería, donde haría el relevo en calidad de guarda jurado. Confiaba que aquel trabajo honrado inaugurase una etapa distinta en su vida.

Juan Monzón había hablado con el gerente de su empresa de seguridad para conseguirle el empleo. Se había producido una baja laboral en el hermoso edificio de la plaza del Carmen, un palacio renacentista que hacía las veces de Museo de la Ciudad y Sala de Exposiciones, y Juan pidió el puesto para ella. Sonia fue contratada a prueba, durante un mes.

¿Sería capaz de cortar de raíz su alocado estilo de vida, de moderar su ansia erótica? Sonia no lo sabía, pero sí que debía darse prisa en salir del cuarto de Juan, si quería presentarse puntual en el Palacio Cavallería. Juan se levantaría una hora más tarde, para dirigirse a unas naves de distribución alimentaria, situadas en el extrarradio.

A diferencia de Sonia, Juan disponía de permiso de armas. Recientemente, había utilizado su pistola contra un par de extraños a quienes sorprendió merodeando por el muelle de los almacenes a su cargo. Juan había gritado a los intrusos que se identificaran, pero, como no lo hicieron, amartilló el arma. De pronto, oyó un estampido. La bala debió de pasarle muy cerca, tanto que pudo percibir cómo el proyectil hacía saltar pintura del hangar. Juan apuntó hacia un coche cuyo motor acababa de ponerse en marcha y vació el cargador. Los asaltantes consiguieron huir. La policía barajó la posibilidad de que se tratase de un comando dispuesto a escarmentar a una empresa que se resistía a pagar el impuesto revolucionario, pero nada pudo probarse. Monzón, en cualquier caso, recibió la felicitación de su agencia de seguridad y una gratificación: la de colocar a Sonia como guarda jurado. «¿De verdad es tu novia?», le había preguntado el gerente. «¿Vais en serio?» «Claro», había afirmado Monzón. «Respondo de ella.»

En la cargada atmósfera de la habitación de Juan, que ya era la suya, Sonia acabó de anudarse los cordones de los zapatos y buscó su documentación. Guardaba su cartera en la mesilla de noche, junto al carnet de una amiga suya, Camila Ruiz, otra bailarina del Stork Club con la que solía coincidir en sus noches de alterne.

Ni a Camila ni a ella les había costado reanudar su amistad porque ambas eran de la misma comarca de La Clamor y -¡lo que eran las cosas!- habían coincidido en el Instituto de Los Oscuros.

También Camila, en consecuencia, había pasado por los brazos de Alfredo Flin, pero su relación, según ella, fue fugaz, y carente de la pasión carnal que Sonia le reveló sólo a medias, cuando ambas, en clave de confidencias, se contaron lo que una y otra habían hecho con su profesor de teatro. Su encuentro íntimo tuvo lugar en esa misma habitación de la calle Cuchilleros, pero en ausencia de Juan. Sonia no se lo había nombrado a Camila porque estaba descubriendo en su novio otra personalidad oculta, taciturna, posesiva. Temía, además, que Camila lo tomara por un chulo.

Camila y ella se habían tumbado en la cama, habían fumado unos petas y charlado de las cosas que hacían con Alfredo Flin y con otros chicos del Instituto, y después habían comenzado a acariciarse y a quitarse la ropa. Camila tenía una piel suave moteada de pecas y un cabello sedoso, como el de las muñecas que anunciaban esos días de Navidad. Al vestirse, Camila se había olvidado la fundita de plástico donde llevaba algún dinero y el documento de identidad. Sonia había guardado la fundita en la mesilla. Había tenido oportunidad de devolvérsela, pero se le había olvidado.