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Horacio enmudeció. Subieron a los coches. Martina arrancó el Saab, haciéndolo patinar sobre la nieve. El Volkswagen del archivero lo siguió dando tumbos.

Deshicieron el antiguo vial de carga de la refinería, una pista de tierra invadida por el barro y la maleza. Martina aceleró mucho más de la cuenta. A punto estuvo de caer por las laderas, pero no moderó la velocidad.

Al desembocar en la autovía, sobrecargada por un tráfico infernal, la subinspectora se lanzó a tumba abierta, obligando al archivero a conducir de manera suicida.

No habían pasado veinte minutos cuando ambos estacionaban en el patio de la Jefatura Superior de Policía de Bolscan.

Capítulo 10

Cuando Sonia Barca llegó al Palacio Cavallería, situado en el centro histórico de la capital, los últimos curiosos apuraban su visita a la exposición titulada «Historia de la Tortura». La muestra, compuesta por valiosas piezas, presentadas con rigor científico, estaba registrando un éxito de público, atraído por la originalidad y el morbo de la propuesta.

La instalación ocupaba buena parte de la planta del palacio. El eje temático había sido panelado en salas, cuyo itinerario quedaba establecido por flechas luminosas.

Sonia reparó en que la sala azteca, con los sagrados cuchillos de obsidiana, de doble filo, apoyados en sus peanas, y con el ara sacrificial instalada sobre una acordonada tarima junto a la escultura del dios Xipe Totee, también conocido como Nuestro Señor El Desollado, seguía reclamando el interés de los visitantes. Una vez finalizado el recorrido, algunos grupos habían vuelto sobre sus pasos para admirar de nuevo las armas y los ídolos del pueblo precolombino que creyó en la redención de la sangre.

Días antes, Sonia había visto la muestra de manera fugaz, durante el par de ocasiones en que su novio la había acompañado para enseñarle el recinto y presentarle al otro guarda, un tal Raúl Codina, a quien tendría que dar relevo durante los turnos de noche.

A Sonia le había impactado la guillotina, cuya fúnebre maquinaria se erguía entre las columnas de la sala de la Revolución Francesa como un diabólico pájaro de mal agüero. Le impresionó la horca, que pendía de un travesaño y hacía oscilar su siniestro lazo a la más leve corriente de aire. Los artilugios de tortura de la Inquisición y las estacas turcas destinadas a empalar prisioneros le causaron escalofríos, y un inconfesable y desvergonzado placer. Pero lo que en mayor medida llamó su atención fue la sala azteca. Y, entre sus contenidos, los cuchillos ceremoniales de obsidiana y la mirada de piedra, entre piadosa y burlona, casi simpática, del dios Xipe Totee.

El pétreo torso de Su Majestad El Desollado aparecía revestido de un manto de piel humana. Sus cuatro manos, dos de las cuales, las que le eran ajenas, colgaban a sus costados, le hacían tributario de la purificación del tormento, como si, gracias a las cruentas ofrendas de cautivos, a quienes se les arrancaba el corazón, el ídolo azteca hubiera resuelto, en complicidad con la muerte, a favor de la muerte, el cónclave de la eternidad.

Juan Monzón le había sugerido a Sonia que no se molestara en contemplar las piras, los potros, las ruedas, los cadalsos, los cepos, las tenazas, el garrote vil, porque en las solitarias noches de vigilia que la aguardaban en el interior del palacio tendría tiempo sobrado hasta para memorizar las leyendas que ilustraban el origen, uso y función de tan crueles ingenios. De manera que, asesorada por el otro vigilante, Raúl Codina, Sonia se había concentrado en la seguridad del edificio, a fin de que, una vez se encontrase sola y aislada allí dentro, fuera capaz de responder a cualquier contingencia relacionada con las alarmas o con el cuadro eléctrico.

Edificado en la segunda mitad del siglo XVI por una adinerada familia judía, los Cavallería, cuyos miembros llegaron a desempeñar la función de banqueros de la realeza, el palacio circunscribía su limpio y renacentista esplendor a una planta cuadrada de una sola y exenta nave que se elevaba hasta unos quince metros de altitud. En su interior, distribuidas en hileras, se alzaban majestuosas columnas ornamentadas con bajorrelieves mitológicos, en una profana sinfonía de ecos y signos.

Al margen de la galería de arquillos corridos bajo el rico artesonado, los ciegos muros carecían de otras aberturas que unas estrechas troneras situadas en los puntos cardinales. Dichas aspilleras, como los pequeños arcos que, a modo de friso, discurrían encima, aparecían selladas por láminas de alabastro translúcido que filtraban la claridad del sol, tenue y cenital, catedralicia y mistérica, pero insuficiente para iluminar un recinto de tal amplitud. A causa de la escasez de luz natural, el sistema de iluminación eléctrica debía activarse en horarios de atención al público. Durante la noche, para ahorrar energía, sólo permanecían encendidos los apliques de la exposición, quedando en penumbra las áreas muertas de la planta, y en tinieblas la parte alta.

No había red de vídeo. La intervención municipal había licitado la instalación, pero la empresa que se alzó con el concurso no había concluido el período de pruebas. Las cámaras y monitores, cuyas carcasas se amontonaban bajo las perchas de guardarropía, todavía no prestaban servicio. Provisionalmente, una simple cámara grababa la entrada en plano fijo, sorprendiendo a los visitantes al reflejarles en una pantalla en blanco y negro situada sobre la puerta de cristal blindado.

Delante de esa transparente barrera se conservaban las recias hojas de roble de un portón original de principios del siglo XIX. Requiriendo un cierto esfuerzo, debido a su peso, se cerraban cada noche, una vez desalojado el museo, y no volvían a abrirse hasta la mañana siguiente. Otro portón similar, atravesado, asimismo, por una barra de acero, clausuraba la fachada posterior, franqueándose tan sólo cuando se hacía necesario ejecutar tareas de carga o descarga de embalajes.

En la esquina suroeste del Palacio Cavallería existía una tercera puerta, mucho más pequeña, cuyo uso se remontaba a la primera mitad del siglo XVII, cuando el fastuoso inmueble, inacabado en su primitiva fábrica, sufrió la decadencia económica de la familia que lo había soñado, fue adquirido por el concejo, vio desmontar sus pisos superiores y pasó a convertirse en lonja de mercaderes.

Por esa discreta puerta lateral hacían su aparición los inspectores de tasas, dispuestos a garantizar la correcta actividad comercial, a requerir los permisos portuarios y a prevenir fraudes en medidas y pesos. Dos herrumbrosos cerrojos reforzaban una cerradura que, a juzgar por las telas de araña y el polvo de argamasa acumulado en los quicios, no se había manipulado en muchos años. Era dudoso que los conserjes consistoriales fuesen capaces de recordar cuándo se había abierto por última vez aquella desapercibida puerta. ¿Y quién podía saber dónde se conservaba en la actualidad la llave de hierro que más de trescientos años atrás pendería del cinto de algún alguacil?

En los años cincuenta, el Palacio Cavallería, en pésimo estado de conservación tras los bombardeos de la Guerra Civil, que demolieron su techumbre, fue restaurado. Su sótano pasó a albergar el Museo de la Ciudad, mientras la planta superior se reservaría para usos protocolarios y artísticos. A partir de la década de los sesenta, se celebraron en su magno salón las recepciones oficiales y las cenas de gala donde eran elegidas las reinas de las fiestas y sus damas de honor.

De manera complementaria, el palacio transcurriría, hacia los primeros años setenta, a albergar sucesivas exposiciones. La Unidad de Patrimonio, y la propia Policía, lo consideraban uno de los edificios más seguros de la ciudad.

De hecho, nunca hubo que lamentar un solo desperfecto o hurto, el menor disgusto con las compañías aseguradoras. Y eso que, en las últimas temporadas, se habían exhibido muestras tan valiosas como colecciones de iconos rusos, una antològica goyesca, con ambas Majas enfrentadas en un pícaro diálogo, en un juego de adivinanzas, o un itinerante homenaje a Pablo Picasso que incluía préstamos procedentes de los principales museos del mundo.