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– ¿Queda lejos el poblado? -preguntó el banquero, después de haber estado a punto de resbalar. La cortina de agua no le dejaba ver edificación alguna.

– Unos repechos más -repuso Manumatoma, girando el cuello porque el vendaval sofocaba su voz-. Enseguida distinguirá las ruinas.

Apenas un par de minutos más tarde, el contorno de las primeras casas barco se dibujó ante ellos. Tenían forma de quilla invertida, con sus bóvedas claramente inspiradas en el casco de una canoa.

Como refugios, eran amplios. Habituado a estimar cualquier volumen mensurable en relación con su rendimiento, Camargo calculó que una casa barco era capaz de albergar a una familia entera, tal vez a un clan.

Sin ventanas, sin siquiera una aspillera por la que se colara la luz, las casas de Orongo ofrecían un hermético y defensivo aspecto. A sus claustrofóbicas habitaciones se penetraba por estrechos arcos de piedra.

– Gateras -dijo Camargo.

– Solo agachándose es posible entrar -coincidió el profesor-. Los más corpulentos, y recuerde que los primitivos pascuenses eran bastante altos, reptando. -Parado en medio de la lluvia, Manumatoma recordó-: El escritor y viajero francés Pierre Loti estuvo aquí, en Orongo, hace más de un siglo. Era muy joven, un simple guardiamarina sediento de aventuras. Con los rapa nui iba a vivir una que tardaría en olvidar. Durante el día exploró la isla y vio a los grandes moais derribados en el polvo, pero no pudo regresar al barco por culpa de la marea y para cobijarse de la helada noche tuvo que refugiarse en una de estas casas barco. En el interior, a la luz de las brasas, distinguió extraños ídolos y mazas de combate, paos, talladas con efigies de hombres pájaro. Más asustado que otra cosa, intentó conciliar el sueño entre mujeres y hombres semidesnudos que le observaban en la oscuridad, entonando salmodias y tallando pedazos de madera con cuchillos de obsidiana. Loti llegó a temer que lo matasen durante el sueño, pero nada le ocurrió. Si sus anfitriones eran caníbales, la francesa y sonrosada carne del extranjero no les abrió el apetito. Por la mañana, Loti tomó apuntes para sus acuarelas. Una de las más inspiradas, con guerreros tatuados entre los caídos moais, se la regalaría a Sarah Bernhardt.

– ¿A quién? -preguntó Camargo.

– Una famosa actriz de la época, de la que el romántico Loti estaba prendado. Lo cual, dicho sea de paso, no debía de ser nada difícil. La Bernhardt era bellísima.

La metálica voz del banquero se impuso al clamor de la lluvia:

– Consígame esos testimonios.

Manumatoma asintió dócilmente. El banquero parecía tan motivado por las ruinas de Orongo como si acabase de descubrir la tumba de un faraón. A nuevas preguntas suyas, el profesor continuó explicándole que el uso de las casas barco no era permanente, sino estacional.

– Se utilizaban en primavera -concretó Manumatoma, alumbrando con una linterna el interior de una de ellas.

– ¿En calidad de viviendas?

– Eventuales, como residencias de verano para cobijar a los asistentes a las ceremonias del hombre pájaro.

En los meses de mayo, siguió explicando el historiador, los clanes isleños se desplazaban festivamente desde sus poblados para hospedarse en Orongo. Danzas, torneos y fiestas los entretenían a la espera de la llegada de las aves migratorias y de que las hembras de los pájaros fragata, los manutara, pusieran sus primeros huevos en los islotes. Hasta esos roques golpeados por un mar batiente eran destacados vigilantes, hopu, responsables de escudriñar los cielos hasta avizorar las bandadas de pájaros fragata, y de custodiar los nidos para advertir a Orongo, mediante señales, de las primeras puestas.

– En cuanto estas se producían -prosiguió Manumatoma-, daba comienzo la gran prueba. Los guerreros más fuertes, uno por clan, debían descender el acantilado, cruzar a nado el brazo de mar, trepar por los islotes, atrapar ese mágico primer huevo y regresar al poblado de Orongo para depositarlo en manos del ariki, el rey.

El interés de Camargo iba en aumento.

– ¿Qué consecuencias tenía todo eso?

– El clan del vencedor gobernaría la isla y él mismo, el gran héroe, sería designado delante de la familia real y de los sabios pascuenses como tangata manu, hombre pájaro -disertó Manumatoma, tal como habría explicado en sus clases de la Universidad Católica de Santiago; pero, sobre el terreno, en contacto con el mito, su voz se teñía de emoción, como si ante sus ojos estuviera representándose la ancestral ceremonia.

– ¿Para siempre?

– Durante un año. El nuevo hombre pájaro permanecería encerrado los trescientos sesenta y cinco días en una cueva con mujeres vírgenes, a fin de procrear hijos, futuros guerreros y defensores de la isla, herederos de su fortaleza y arrojo.

Camargo asintió, impresionado, y se giró hacia la cara interior del volcán Rano Kau como buscando la misteriosa caverna que había servido de nido a los hombres pájaro. La mirada del oligarca erró por el cráter. En su fondo, una verdosa laguna reflejaba el vuelo de las nubes. Como en un estanque japonés, el agua estancada hacía aflorar una exuberante vegetación, más propia de un mundo perdido. El viento inclinaba los tallos de los juncos como los cabellos de un ahogado titán.

– Esto es soberbio -calificó Camargo, buscando adjetivos que hicieran justicia al paisaje; no los encontró y reiteró-: Soberbio.

El viento arreció, racheando la lluvia. Alarmado por la violencia del temporal, el arqueólogo apremió a continuar la ruta.

– En esta parte de la isla no parece haber moais -observó el banquero, aludiendo a las grandes estatuas diseminadas por el resto de la costa.

– El terreno es abrupto -razonó el arqueólogo-. ¿De qué modo, sin otras herramientas que estacas y cuerdas, habrían podido subir hasta aquí estatuas de muchas toneladas? Pero sí hubo un moai entre las casas barco. Una estatua muy especial.

– ¿Una dama de piedra, tal vez? -sonrió Camargo.

La repentina aparición de un hombre pájaro no habría cogido a Manumatoma más de sorpresa. No era habitual que quienes visitaban el poblado de Orongo conocieran ese dato.

– El moai a que me refiero representaba a una mujer, es verdad. Fue bautizada como «La rompedora de olas».

– Hoa Haka Nana Ia, en su lengua vernácula -precisó Camargo, parpadeando con un ojo. Tenía un tic y le costaba controlarlo.

El arqueólogo se quedó atónito. Las rachas de aire les impedían entenderse y elevó la voz.

– ¡Permítame felicitarle, don Francisco!

El banquero no tuvo necesidad de forzar el timbre. Su voz era poderosa.

– ¿Por qué?

– Antes de venir a Pascua se ha documentado a fondo.

– No me ha sido difícil. «La rompedora de olas» se encuentra en el British Museum.

– Lo sé. ¿Conoce sus salas?

– Cómo no… Recientemente, he adquirido un par de bancos británicos y debo viajar con frecuencia a Londres. A veces los negocios son… Ahora que nos estamos haciendo amigos, profesor, le revelaré un pequeño secreto. En cuanto mis obligaciones me lo permiten, busco refugio en algún lugar retirado. Una biblioteca, una iglesia, un museo.

– ¿Como una terapia?

– Algo parecido. Mi museo preferido es el British. Queda cerca de mi oficina londinense y voy con frecuencia. Esa beldad polinésica, «La rompedora de olas», posee algo muy especial.

El historiador enfatizó:

– Es una talla única. Los moais con tatuajes son excepcionales. Dígame una cosa, don Francisco. En sus visitas al British Museum, ¿se fijó detalladamente en «La rompedora de olas»?

– Ya lo creo.

– ¿Recuerda los relieves de su espalda?

– Sí. Soles y pájaros.