El rostro de Camargo se arrugó en una mueca sarcástica.
– Conviene llevarse bien con los hombres cuervo.
– ¿Con quiénes?
– ¡Con los curas! -le aclaró el banquero, haciendo sospechar a Manumatoma que tenía alguna cuenta pendiente con la jerarquía eclesiástica. Y debía de ser así porque, acto seguido, el propio Camargo reveló-: De jovencito ingresé en el Seminario de Comillas. No se imagina lo que fue aquella experiencia.
– Aquí, en Pascua, los religiosos hicieron de todo -generalizó el historiador, a modo de velada crítica-, aunque debo reconocer que algunos fueron excelentes etnógrafos y antropólogos. Antes de que los ingleses expoliasen «La rompedora de olas», realizaron un notable trabajo de campo con la población nativa, casi extinguida, con la que se habían encontrado a su llegada en 1860. Por entonces, la isla estaba casi desierta. Apenas un par de desnutridos centenares de individuos habían resistido las enfermedades y levas de esclavos a las guaneras de Perú. Los misioneros recopilaron testimonios y leyendas, pero sin hallar huellas de otros dioses. Ya no quedaban templos ni cultos en Rapa Nui. La ceremonia del hombre pájaro había caído en desuso. Estas mismas casas barco de Orongo habían sido abandonadas. Los religiosos dedujeron que los gigantescos moais derribados sobre los ahus no eran dioses, sino ancestros, jefes, antepasados… Hombres, en una palabra, líderes de carne y hueso, arikis, hechiceros, sabios capaces de leer la escritura rongo rongo en bustrófedon, no descifrada hoy en día. Hombres, don Francisco -concluyó Manumatoma, manteniendo en su mecenas una brillante mirada-, mortales adorados por otros mortales. Simples humanos, como también lo fueron los hombres pájaro. Para mí, ese es el gran misterio de la isla.
– ¿Cuál? -indagó Camargo, al no deducirlo fácilmente.
Había escuchado al arqueólogo con total concentración. De la intensidad de su expresión podía desprenderse hasta qué punto estaba interesado en adentrarse en los enigmas de Pascua y en conocer sus posibles respuestas.
La del arqueólogo fue:
– De qué modo un pueblo primitivo, aislado del resto del planeta, supo elevar al hombre, en su edad de piedra, a centro y medida del mundo. A Europa le costó dos mil años, recuérdelo. Y el Renacimiento no alcanzaría esa dimensión sino de manera imperfecta y tardía, y siempre bajo la tutela de la Corona y de la Iglesia.
Manumatoma hizo una pausa. La fuerza del viento lo estaba dejando sin respiración.
– Aquí, en cambio, en Rapa Nui, en «el ombligo del mundo», el hombre tuvo la oportunidad de crearse a sí mismo, a su imagen y semejanza. Corría, tallaba, pescaba. Aprendió a cultivar, a sobrevivir, a nadar entre las corrientes… En otro momento, don Francisco, le referiré historias de pescadores que sobrevivieron a naufragios ocurridos a muchas millas de la costa… Antes del colapso, cuando aún abundaba la vegetación, los indígenas fueron conscientes de estar habitando un paraíso terrenal. Aislado, de acuerdo, pero, al fin y al cabo, un trozo del divino jardín de la creación. Cada uno de aquellos rapa nui intuía que en su interior latía un dios, un moai, un hombre pájaro que se iría revelando a medida que ellos fuesen asimilando las leyes de la naturaleza y el origen del mana.
– Hábleme de ese poder -rogó Camargo, fascinado.
– ¿El mana? Es la lucidez, el aliento divino, la iluminación… Es la suprema sabiduría, cuya posesión autoriza a gobernar y a juzgar.
– ¿Quiénes poseían mana?
– Los sabios, los reyes, los hombres pájaro -enunció el arqueólogo.
Camargo ensayó una broma.
– Ese mana no nos vendría nada mal hoy en día. Debería poder fabricarse.
Manumatoma aprovechó para halagarle.
– En ese caso, seguro que lo comercializaba usted.
– No le quepa duda -rio el millonario; su risa no era muy diferente del rugido del viento-. ¡Eh! -añadió, señalando el cielo-. ¿Qué es eso?
El profesor se protegió la frente con la mano. Había dejado de llover y, ganando la batalla a las nubes, el sol asomaba con fuerza. Lo que Camargo acababa de ver parecía un gran pájaro. En cuanto se hubo acercado más, Manumatoma pudo identificar su especie.
– Es un albatros. -Y añadió, con melancolía-: A muchos nos gustaría ver manutaras, pájaros fragata y gaviotines como los que antaño anidaban en los islotes, pero el pasado nunca vuelve.
El banquero volvió a asombrarle:
– Y a mí me habría gustado ser un hombre pájaro.
– Entiendo -afirmó el arqueólogo, pero con la duda de haberle comprendido-. Hay una posibilidad de que cumpla su sueño -le apuntó-. Todos los años, a modo de conmemoración del mito, se celebra una fiesta popular, la Tapati. Los jóvenes se tatúan y suben hasta aquí, hasta Orongo, para recrear los cultos del tangata manu. Si usted desea participar…
Camargo le cortó en seco.
– Esa clase de sucedáneos no me interesa.
Su tono era áspero. Manumatoma decidió que era hora de poner fin a la visita.
– ¿Volvemos a Hanga Roa?
– Regresemos -aceptó el banquero, con un gutural tono de voz-. No crea que voy a echar en saco roto sus explicaciones, profesor, pero tiene que seguir hablándome de los hombres pájaro. Quiero saberlo todo acerca de ellos.
– Mis conocimientos están a su disposición -asintió Manumatoma, sin adivinar a qué podía obedecer exactamente su obsesión.
Camargo empezó a descender la montaña por delante del historiador. Las ruinas de Orongo le habían embrujado y decidió regresar allí en cuanto le fuese posible.
Capítulo 7
Felipe Pakarati, maestro de la pukuranga, o escuela, de la isla de Pascua, desvió la mirada hacia la ventana sin cristales del aula donde estaba enseñando historia de Polinesia. Un cormorán acababa de posarse en el tejado de la iglesia y su aleteo había llamado su atención.
Con mayor motivo, a Pakarati le hubiese sorprendido que se tratara de un pájaro fragata, porque hacía mucho tiempo que esa especie había desaparecido del entorno isleño. Siglos atrás, los primitivos clanes de Rapa Nui celebraban la puesta del primer huevo de manutara con la ceremonia del hombre pájaro, cuya rivalidad podía derivar en sangrientas guerras.
«Como la que libraron los orejas grandes contra los orejas pequeñas», recordó Pakarati, mirando distraídamente al cormorán.
Era raro verlos en las calles de Hanga Roa. Normalmente, no se alejaban de los islotes o del amparo de los acantilados, donde colgaban sus inaccesibles nidos.
Abstraído en sus pensamientos, Pakarati se quedó un rato contemplando la calle. Era día de mercado. A pesar del mal tiempo, había bullicio. Los perros ladraban al paso de orgullosos jinetes a lomos de caballos cuyas crines habían sido cepilladas con esmero. La mente del maestro sobrevoló las techumbres de vulcanita de las casas que rodeaban la escuela, proyectándose hacia el suroeste de la isla, hasta las ruinas del poblado de Orongo, en el volcán Rano Kau.
Ese lapsus tenía su explicación: Pakarati estaba escribiendo un ensayo sobre el mito del hombre pájaro. No tenía editor, pero alentaba la esperanza de que, en el futuro, el Consejo de Ancianos publicase su trabajo. Por pudor, pues él mismo formaba parte de la asamblea del Consejo, ni siquiera había llegado a plantear ese proyecto. Confiaba en que lo hiciera alguno de sus compañeros de lucha, cualquier otro líder de la comunidad rapa nui.
Felipe Pakarati era uno de esos líderes. Su rocosa personalidad y sus ideas extremistas le habían hecho destacar entre su etnia, pero no había logrado aún alcanzar su más ambicioso y secreto propósito: convertirse en un escritor reconocido entre las islas Marquesas y Nueva Zelanda, en Chile, en España y en otros lugares de un planeta que conocía más por su colección de documentales que por haber viajado al exterior de la isla de Pascua. Prácticamente, no había salido de su tierra natal.