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– ¿Y viene usted…?

– Vengo a traerle unos papeles para que los guarde junto a otros que tiene, y a decirle quizá hasta mañana.

Metió la mano en el bolsillo, sacó unos papeles doblados, se los tendió al fraile.

– Guárdeselos. Léalos si quiere, pero guárdelos. Mi pensamiento sobre la Historia Antigua se interrumpe ahí. Dirán que es una obra genial. Yo sé hasta dónde llega su valor. Que esté conclusa o inacabada, ¿qué más da? Aunque es posible que se publique acabada. Él la terminará: tiene notas mías y el estilo es fácil de imitar. Entonces, si este libro se publica, es cuando usted debe sacar a relucir los capítulos que guarda y armar el escándalo. Porque se armará, ya lo creo. Pero, por si las cosas salieran mal, hoy he mandado a Madrid mis papeles. No esos que usted guarda, sino las notas y proyectos de lo que será mi obra. No se deben abrir esos papeles hasta los veinte años de mi muerte. ¿Se imagina usted la sorpresa, el susto de quien me ha robado, de quien me ha quitado la vida? Veinte años: le harán falta para escribir todo lo que puede sin oírme… Pero ya me oyó bastante como para poder suplantarme, a mi obra, quiero decir. Son unas precauciones a largo plazo, pero también una venganza. ¿Imagina usted lo que es ver cómo se desbarata una carrera que parecía segura?

– Pero si él le mata…

El Decano se levantó, recabó su abrigo. Mientras se lo ponía, dijo:

– No sé con qué cautelas se prepara este crimen, pero usted sabe que pocos quedan impunes. Si a él le meten en la cárcel, si lo condenan, le encomiendo a usted el cuidado de su mujer. Vea usted la manera de que le den un trabajo, que no se muera de hambre. Es una criatura delicada e inocente. Ella no participa en la envidia de su marido, ya se lo dije alguna vez. No tiene por qué pagar las consecuencias. Ella, además, me estima.

– Y usted la ama.

– Sí. Es lo único que me importa de este mundo que probablemente voy a dejar… Aunque, ¿quién sabe?, a lo mejor es una fantasía, y pasado mañana estaré otra vez aquí, con este frío, a entregarle más papeles y a decirle que el gran momento se ha aplazado…

Cogió el paraguas. El fraile se había levantado y le tendió la mano.

– No quiero insistir en lo que otras veces le dije, pero Dios es misericordioso, y con un acto de fe, un acto de arrepentimiento, aunque sea en los estertores…

El Decano recibió su mano y la apretó con efusión.

– Gracias. Usted sabe que sé a qué atenerme, si llega el caso, aunque no creo que llegue. No creo, creo… ¿Quién sabe?

– Rezaré por usted toda la tarde.

El Decano atravesó el zaguán de piedra, abrió el paraguas y se lanzó, pausado, bajo la lluvia. El fraile le contempló desde la puerta, hasta perderlo de vista. Se santiguó, entró en el convento y cerró tras de sí.

Al llegar al comienzo de la plaza, el Decano se detuvo ante la superficie desierta, golpeada por el viento: se metió por el arco, rodeó la Catedral y por las callejas llegó a la Universidad. No había nadie a la puerta, y en el zaguán empezaba a lucir el farol del alumbrado. Lisardo, el bedel, ajetreaba en su zaquizamí. Le saludó.

– Buenas tardes, señor Decano. Aunque llamarle buenas…

– Llueve. ¿Tiene algo de extraño?

– Aquí, no, desde luego. Pero ya llevamos muchos días así.

– Me molesta más el frío que la lluvia. ¿Ha visto usted a don Enrique?

– En la biblioteca estaba hace un momento.

– Voy a verlo. Mientras tanto, enciéndame la estufa y espere en el decanato a que yo vaya.

– Ahora mismo, señor Decano.

El bedel torció a la izquierda, hacia el decanato. El Decano dejó el paraguas en un rincón, escurriendo, y se marchó a la biblioteca. No había nadie en el claustro, y al final rojeaba un farol. Don Enrique leía en un rincón. No se dio cuenta de que el Decano había entrado hasta que lo tuvo cerca. Se levantó.

– ¿No es muy tarde para usted a estas horas?

– Tengo unos papeles pendientes. Lisardo me dijo que estaba usted aquí, y se me ocurrió invitarle a cenar.

Don Enrique puso cara de disculpa.

– No está prevenida Francisca.

– Tiene usted tiempo de avisarla. Me gustaría hablar con usted de alguna cosa. Mire: váyase a casa mientras yo despacho esos papeles, y nos encontraremos… ¿le parece bien a las nueve? en casa de Ramallo.

– ¿En casa de Ramallo?

– Se me antoja cenar empanada de lamprea…

– Usted no suele cenar fuerte.

– Un día es un día. ¿A las nueve, entonces?

Don Enrique asintió resignadamente.

– Aunque tarde un poco no importa. Y procure no mojarse.

Salió de la biblioteca. Don Enrique permaneció de pie un rato. Luego, cerró el libro y lo devolvió al anaquel.

Lisardo estaba en cuclillas, atizando la estufa.

– Deje eso ya. Póngase el impermeable. Vaya a la pastelería esa de ahí cerca y que le den la mejor caja de bombones que tengan.

Tendió un billete a Lisardo.

– Que se la den bien empaquetada, que no se moje. Y me la trae aquí.

Lisardo hizo un saludo y salió.

Tenía buen aspecto, aquel bedeclass="underline" cara alargada, inteligente, un poco pálida, de rasgos nobles, y el aire de un señor venido a menos. Cerró la puerta sin ruido. El Decano, en cuclillas, abrió la puertecilla de la estufa y recibió la bocanada de calor. Cerró, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en el perchero. Luego abrió una puerta disimulada en el panel de roble que llegaba casi hasta el techo, la puerta que escondía un retrete.

Echó una meadita breve, forzada, y, antes de cerrar, contempló la taza blanca con melancolía. Cerró de golpe. Sobre la mesa había un montón de papeles: los repasó, firmó unos cuantos, apartó otros, en montones bien delimitados. Encendió un cigarrillo y se sentó. Se levantó inmediatamente, apagó la luz del techo: la estancia quedó iluminada con la lámpara de la mesa y el resto envuelto en gris oscuro, el color del aire que entraba por la ventana. Vuelto al sillón, agotó el cigarrillo en chupadas lentas y espaciadas. Lo apagó, se oyeron golpes en la puerta. Dijo “Adelante” y entró Lisardo con un paquete de buen tamaño.

– Esto es lo mejor que había según me dijeron.

– Póngalo por ahí encima. Y, ahora, déme mi cuenta.

– Todavía no acabamos el mes, señor Decano.

– No importa. Llevo ahora dinero. Mañana me abre otra cuenta.

– Como quiera.

El Decano le tendió un billete. Lisardo lo cogió, lo miró.

– No tengo cambio. Ya me pagará mañana.

– O mañana me da usted la vuelta, ¿no le parece?

Lisardo se guardó el billete.

– Como quiera. Sobra más de la mitad.

Vio los papeles ordenados.

– Esto era la firma para mañana.

– Pues ya está despachada. Lléveselo todo y archive lo que sea de archivar.

Lisardo cogió los papeles, unos encima de otros, pero cruzados los montoncitos.

– ¿Manda algo más?

– Que se cuide. Está malo el tiempo.

– Hago lo que puedo, y, de momento, no creo que me maten ni el viento ni la lluvia.

Salió sin hacer ruido. El Decano cogió el paquete de los bombones, lo sopesó, lo volvió a su lugar. Se sentó y encendió otro cigarrillo. Poco a poco, la escasa luz que entraba por la ventana se fue oscureciendo, apagó la lámpara de sobremesa y quedó a oscuras. Se veía ir y venir la punta del cigarrillo. De repente se levantó, encendió la luz del techo, sacó unos papeles del cajón y los quemó en la estufa, uno a uno, cuidadosamente.

Dejó sin quemar dos o tres cuartillas que devolvió al cajón. Después se puso el abrigo y el sombrero y salió. Al pasar por delante de Lisardo, recogió el paraguas, casi seco.

– Hasta mañana, Lisardo.

– Hasta mañana, señor Decano.

Había cesado el viento, y la lluvia que caía era fina y mansa.