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Abrió el paraguas y se echó a andar, con el paquete de los bombones bajo el brazo. Llegó a la rúa y se metió bajo los soportales cuando pasaban dos chicas, estudiantes, metidas en sus impermeables transparentes, con los paraguas cerrados. Le saludaron, después de haber pasado el Decano, una dijo:

– No hay más que ver lo guapo que es y la facha que tiene.

– Y lo bien que viste -dijo la otra.

El Decano las oyó y sonrió, pero era una sonrisa triste. Deambuló un buen rato, por esta rúa y por la otra, a veces se detenía ante un rincón o ante un reflejo de la luz en las losas mojadas. Consultó la hora un par de veces.

Cuando dieron las nueve en el reloj de la catedral, apuró el paso y fue hasta la taberna de Ramallo.

Don Enrique aún no había llegado.

Le recogieron los avíos y se puso a leer una revista que sacó del bolsillo. Don Enrique tardó unos minutos.

– Estaba viendo ese trabajo de Méndez. Todo lo que dice aquí, como descubierto por él es archisabido.

Empujó hacia don Enrique la caja de los bombones.

– Esto es para Francisca, con mis respetos. Compensación por haberle robado el marido un par de horas.

– Le doy las gracias.

Don Enrique dejó el impermeable y la gorra encima de una silla, y se sentó en una banqueta, frente al Decano. Había llegado un mozo en mangas de camisa y chaleco oscuro. Esperaba, mudo, con lápiz y papel en la mano. El Decano le pidió, para empezar, una ración de empanada de lamprea; luego, ya vería. Don Enrique se limitó a un plato de merluza con patatas.

– ¿No se decide usted por la lamprea?

– La encuentro muy fuerte para la noche. Ya le dije…

– Y yo le respondí que un día es un día. El de hoy lo dedico a los excesos. ¿Sabe usted que anoche pasé más de tres horas con una puta?

– Debía usted casarse.

– Eso no resuelve nada más que a los temperamentos tranquilos, como el de usted. Los inquietos nunca han hallado remedio en el matrimonio. El primer año, sí, y hasta puede que alguno más, depende de muchas cosas. Pero después renace la inquietud, y le viene a uno ganas de hacer experiencias. Y eso siempre es malo para la mujer propia. Prefiero no hacer mal a nadie y resolverlo a mi modo.

Había regresado el camarero con una fuente que colocó delante del Decano: venía en ella media empanada. La merluza tardaría un poco más: había que cocerla.

– ¿Y de beber?

Pidieron un blanco del país.

De llegada, el Decano se bebió dos tazas: había comido ya un buen bocado de la empanada.

– Yo no digo que sea Dios, pero algún espíritu superior juntó estos sabores que tan bien se complementan, ¿no le parece? Claro que usted va a comer esta merluza puritana… ¿No es usted demasiado puritano, don Enrique?

– En cualquier caso, le aseguro que mi conducta no contraviene ningún principio. Es espontánea.

– Ahora se está estudiando la genética como explicación de muchas particularidades psicológicas. Un nuevo determinismo del que por aquí no se han enterado. Pero yo lo he leído en alguna parte, en una revista americana, si no recuerdo mal. Los años que vienen nos reservan muchas sorpresas.

– Y eso, ¿influirá en la Historia?

– Si influye en los individuos, y los individuos hacen la Historia…

– Entonces, todo lo que hagamos ahora será provisional, y habrá que revisarlo. Aunque, como usted sabe, yo no soy determinista, y puedo pasar de la biología.

– De todas maneras, no deje usted de enterarse de lo que pasa. Se lo he dicho más veces.

– Sí, y no lo eché en saco roto.

– Después, cuando usted me acompañe, podré prestarle esa revista. Es un artículo largo, bien informado. Le será útil, aunque quizá no inmediatamente. No conocemos aún el procedimiento… No conocemos aún el procedimiento para investigar los genes de Diocleciano. Los hechos están ahí, aunque pueden cambiar las interpretaciones, y no hay quien los mueva. Ya ve usted: cuando apareció lo de Freud, creíamos que iba a cambiar radicalmente nuestra visión de la Historia. Han pasado varios años, y lo más que tenemos son algunas hipótesis más o menos divertidas. Lo mismo sucedió con otras doctrinas. ¿Cree usted que hemos avanzado mucho sabiendo que Inocencio Iii era un resentido?

No esperó respuesta: se había liado con el último trozo de empanada y daba cuenta de él. Cuando vino el camarero con la merluza de don Enrique, le encargó otra ración igual, y más vino. Don Enrique le recomendó moderación. Él repitió: “un día es un día, ya se lo dije, el de hoy es especial”.

Llevaba don Enrique su merluza por la mitad, cuando el Decano volvió a hablar:

– No crea que eso de que hoy es un día especial se lo digo por decir. Hoy, por ejemplo, he pensado en algo que nos atañe.

Don Enrique levantó la cabeza, con los cubiertos del pescado en el aire.

– Sí, no me mire con esa cara. He pensado algo que le atañe principalmente a usted. Tiene que ver con sus oposiciones.

– ¿No se sabe nada de ellas?

– Pero está al caer la convocatoria. Y usted sabe mucho, eso tiene que reconocerlo cualquier tribunal, pero le falta obra. Y he pensado que ese libro que íbamos a firmar a medias, lo firme usted solo. Yo le pondré un prólogo.

Don Enrique soltó los cubiertos.

– ¡Pero eso no es justo! ¡Usted…!

– Yo no escribí ni una sola línea.

– Pero el pensamiento…

– ¿Está usted seguro de que no es también suyo? No le digo que, en el origen, allá muy lejos, no haya algo mío, pero eso sucede con lo que piensa el discípulo, y usted lo fue mío. ¿No hemos hablado muchas veces de lo que hay de Hegel en Marx? Pero ya piensa por su cuenta. Recuerde nuestro convenio cuando acordamos firmar el libro juntos: se trataba simplemente de que mi apoyo quedase bien visible. Pero eso se logra también con un prólogo, ¿no le parece? Un prólogo extenso, en que el maestro presenta al discípulo y hace el primer juicio. El que usted se merece, ya lo conoce. Lo dejaré bien claro.

– Pero, ¿y su obra? Yo iré siempre a la zaga.

– Recuérdeme después que le hable de eso. Ahora me gustaría que me hablase usted del matrimonio. No es que piense casarme… ¡Dios me libre!, pero siempre conviene conocer la opinión contraria. Y usted tiene la experiencia que yo no tengo y que probablemente no tendré nunca.

– Yo no puedo generalizar.

– Usted es un hombre inteligente que puede reflexionar sobre su experiencia… sin que se note que es suya. Yo no le pido que me hable de su matrimonio, sino del matrimonio.

– Acabo de decirle que eso precisamente es lo que no puedo.

– Hay aspectos íntimos en los que ni quiero ni debo meterme: eso es lo que puedo imaginar… porque es lo más vulgar, y, a pesar de su intimidad, lo más conocido. Pero hay otros aspectos… No es lo mismo el matrimonio de un hombre como usted que el de un escribiente de Secretaría. Usted, por ejemplo, lleva diez años casado y, que yo sepa, no sólo no ha tenido aventuras, sino que su tiempo se divide entre el estudio y su mujer. Usted no tiene una peña de amigos con los que escape a lo cotidiano, ni juega al chamelo en los altos del casino. Usted no tiene tiempo libre, no se aburre. ¿Conoce usted a don Eustaquio, el catedrático de Obstetricia? Ahí tiene un caso vulgar. Y cuidado que su mujer es bonita y joven. A los dos años de casado empezó a escapar de ella. Ahora, es un marido como otro cualquiera: tiene su tertulia en el casino después de comer, y, por las tardes, su partida de póker. A ella la tiene preñada un año tras otro, para que no le ponga los cuernos, como la del catedrático de Histología, que no duerme con el marido y que anda con uno y con otro, como todo el mundo sabe.

– El adulterio como institución social, está pasado de moda. Si algo lo sostiene, es la literatura, sobre todo la teatral.

– No lo dirá usted por las comedias que vemos.

– La censura prohíbe las comedias de adulterio, pero es por razones morales. Las mías son más profundas.