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—¿Sabe una cosa? Hace mucho tiempo que le conozco... ¿Veinte años? Más o menos. Y aún no sé adonde quiere ir a parar. Sé que le preocupa Francis Carter. Por alguna razón no quiere que sea culpable.

—No. No. Está usted equivocado—dijo Hércules Poirot, meviendo la cabeza con energía—. Hay otra razón...

—Creí que, a lo mejor, era por esa... rubita. En cierto modo es usted un sentimental...

—No soy yo el sentimental—Poirot se indignó—. ¡Ese es un defecto inglés! Es Inglaterra la que llora por los jóvenes enamorados, madres fallecidas y niños infelices. Yo soy lógico. Si Francis Carter es un asesino, no seré lo bastante sentimental como para desear que se una en matrimonio a una joven bonita, pero vulgar, que si le ahorcaran le olvidaría al cabo de uno o dos años por cualquier otro.

—Entonces, ¿por qué no quiere creer en su culpabilidad?

—Yo sí quiero. ,

—¿Es que ha encontrado algo que pruebe su inocencia? ¿Por qué esconderlo entonces? Debe jugar noblemente con nosotros, Poirot.

—Yo soy leal con usted. Muy en breve le daré el nombre y la dirección de un testigo que será definitivo. Su evidencia hará que no tenga escapatoria.

—Pero entonces, ¡oh!, me estoy armando un lío. ¿Por qué tiene tanto afán por verle?

—Para mi satisfacción—repuso el detective.

Y no le pudo sacar más.

3

Francis Carter, pálido, ojeroso, pero con ganas de fanfarronear, recibió a su inesperado visitante con declarado disgusto.

—¿Es usted, hombrecillo extranjero? ¿Qué es lo que quiere?

—Verle y charlar con usted.

—Pues ya me ve, pero no quiero charlar y menos sin mi abogado. Esto es legal, ¿verdad? Tengo derecho a no hablar a no ser en presencia de mi defensor.

—Cierto. Puede enviar a buscarle..., pero preferiría que no lo hiciese.

—Ya. Cree que voy a dejarme coger en la trampa haciendo concesiones peligrosas.

—Recuerde que estamos solos.

—Eso no es lo corriente. ¿A que tiene a sus agentes escuchando?

—Se equivoca. Esta entrevista es privada.

Francis Carter soltó ía carcajada. Pero no parecía hallarse muy a gusto. Dijo:

—¡Vamos! ¡No va a engañarme con ese cuento!

—¿Recuerda a una muchacha llamada Agnes Fletcher?

—Nunca oí ese nombre.

—Creo que la recordará, aunque no se haya fijado mucho en ella. Es la doncella del número cincuenta y ocho de la calle Reina Carlota.

—Y bien, ¿qué?

Hércules Poirot dijo, despacio:

—La mañana en que Morley fue asesinado, la muchacha estaba mirando, por casualidad, desde la barandilla del piso alto, y le vio parado en la escalera, escuchando o aguardando, hasta que se dirigió a la clínica de mister Morley. La hora era de las doce y veintiséis en adelante.

Francis Carter se puso a temblar. Su frente se perló de sudor y su mirada, más huidiza que nunca, vagaba de un lado a otro.

—¡Es mentira! ¡Es mentira! Usted le ha pagado..., o la Policía, para que diga que me vio.

—A esa hora, según usted, había salido de la casa y paseaba por la calle Marylebone.

—Y allí estaba. Esa chica miente. No pudo haberme visto. Es un juego sucio. Si fuese verdad, ¿por qué no lo dijo antes?

—Se lo dijo a su amiga y colega, la cocinera. Estaban preocupadas y aturdidas y no supieron qué hacer. Cuando se enteraron del veredicto de suicidio decidieron, aliviadas, que ya no era necesario decir nada.

—No creo ni una palabra. Estarían de acuerdo. Vaya un par de farsantes y...

Les dedicó unos cuantos improperios.

Hércules Poirot aguardó y, cuando se hubo calmado, dijo con voz lenta y mesurada:

—El enfurecerse no le servirá de nada. Esas muchachas lo contarán y las creerán, porque dicen la verdad. Agnes Fletcher le vio. Estuvo en la escalera en aquellos momentos y usted no había salido de la casa. Y usted entró en el gabinete de mister Morley —hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Qué pasó entonces?

—¡Le digo que es mentira!

Hércules Poirot sintióse cansado..., viejo. No le agradaba Francis Carter. Según su opinión era un matón, mentiroso, estafador... El tipo de hombre que estorba en el mundo. Él, Hércules Poirot, si dejaba que aquel joven persistiera en sus falsedades, la Humanidad no se vería libre de uno de sus peores miembros. Pero... le dijo:

—¿Por qué no me dice la verdad?

Comprendía a Francis Carter. Era un estúpido, pero no tanto como para no ver que su única solución era seguir negando. Si confesaba por un solo momento que entró en el gabinete a las doce, y veintiséis, habría dado un paso más hacia la muerte. Porque después todo lo que dijese sería considerado falso...

Si le dejaba persistir en su negativa, su tarea habría concluido. Francis Carter sería ahorcado como asesino de Henry Morley... y pudiera ser que justamente.

Solo tenía que ponerse en pie y marcharse.

—¡Es mentira! —repitió Francis Carter.

Se hizo un silencio. Hércules Poirot no se levantó ni se marchó. Hubiese querido hacerlo..., pero se quedó e, inclinándose hacia adelante, puso en su voz toda la fuerza de su poderosa personalidad.

—No le engaño. Le pido que me crea. Si no ha matado a Morley, su única esperanza es contarme la verdad de lo sucedido aquella mañana.

Su rostro mezquino se alzó para mirarle indeciso. Se mordió los labios mientras sus ojos vagaban de un lado a otro como los de un animal aterrorizado. Y de pronto, sugestionado por la personalidad del detective, reaccionó.

—Está bien, se lo diré. ¡Dios le castigue si me engaña ahora! Fui allí, subí la escalera y aguardé hasta asegurarme de que estaba solo. Entró y salió un hombre gordo. Estaba a punto de decidirme a bajar cuando salió otra persona del gabinete de Morley. Había que obrar aprisa. Bajé y entré sin llamar. Tenía pensado lo que iba a decirle: que por qué molestaba a mi novia y la predisponía contra mí... ¡Maldito!...

—¿Y luego? —dijo Hércules Poirot, y su voz seguía siendo apremiante.

—Y le vi tendido allí... muerto. Es cierto, ¡Le juro que es verdad! En la posición qué dijeron en el proceso. Al principio no quise creerlo y me acerqué a él. Pero estaba muerto. Su mano estaba fría como una piedra, y vi el agujero de la bala en la sien con un círculo de sangre seca...

El recuerdo hizo perlar de sudor su frente.

—Entonces comprendí que estaba en un apuro. Dirían que lo hice yo. No había tocado más que su mano y el pomo de la puerta. Los limpié con mi pañuelo y salí. Bajé la escalera tan aprisa como pude. No encontré a nadie en el vestíbulo y abandoné la casa no sabe usted en qué estado de ánimo.

Hizo Una pausa para mirar asustado a Poirot.

—Esa es la verdad. Le juro que es la verdad... Ya estaba muerto... ¡Tiene que creerme!

Poirot levantóse y dijo con voz cansada:

—Le creo —y se dirigió a la puerta.

—Me ahorcarán —gritó Francis Carter—, me ahorcarán si saben que estuve allí.

—Por haberme dicho la verdad se ha salvado de la horca.

—No sé. Dirán...

Poirot le interrumpió:

—Su relato ha confirmado mi teoría. Deje este asunto en mis manos.

Y salió. No estaba satisfecho.

4

A las seis cuarenta y cinco llegó a casa de mister Barnes, en Ealing. Recordó que era buena hora para visitarle.

Mister Barnes hallábase trabajando en el jardín, y le dijo a modo de saludo:

—Necesitamos lluvia, mister Poirot..., y con urgencia —le miró pensativo—. No tiene usted buen aspecto, mister Poirot.

—A veces no me gusta mi trabajo.

—Lo comprendo.

Mister Barnes asintió con simpatía.

Hércules Poirot contempló el esmerado arreglo de los arriates.