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Poirot negó con la cabeza.

—Absolutamente nada. Estaba... ¿Cómo le diré yo?... Muy normal.

—Luego es muy extraño, ¿no le parece? De todas formas, ¿cree usted que un hombre se suicidaría en sus horas de trabajo? ¿Por qué no esperar hasta la noche? Eso es lo más lógico.

Poirot asentía.

—¿Cuándo ocurrió?

—No puede precisarse. Parece ser que nadie oyó el disparo, y lo creo. Hay dos puertas entre esta habitación y el pasillo, y las dos están forradas de bayeta, supongo que para ahogar los gritos de los pacientes.

—Es muy probable. A veces meten mucho ruido.

—Cierto. Y además hay mucho tráfico en la calle y no debería gustarle que se oyera desde aquí.

—¿Cuándo le descubrieron?

—Cerca de la una y media. Lo encontró Alfred Bigg, el botones. Aunque no es un dato muy seguro. Según él, la paciente de las doce y media protestó de que la hicieran aguardar tanto. Sobre la una y diez el botones llamó a la puerta del consultorio. No obtuvo respuesta y no quiso entrar. mister Morley le había reñido varias veces y temía no obrar correctamente. Volvió a bajar y la paciente marchóse furiosa a la una y cuarto... No se lo reprocho. Estar esperando cuarenta y cinco minutos a la hora de la comida...

—¿Quién era?

Japp hizo una mueca.

—Según el botones, miss Shirty; pero en la agenda consta como Kirby.

—¿ Qué sistema seguía para introducir a los clientes?

—Cuando Morley se disponía a recibir al siguiente tocaba ese timbre que ve usted allí y el botones le acompañaba hasta esta habitación.

—¿Y cuándo llamó Morley por última vez?

—A las doce y cinco, y el botones subió con mister Amberiotis, del hotel Savoy, según consta en la mencionada agenda.

Una ligera sonrisa bailó en los labios de Poirot al comentar:

—¡Dios sabe lo que diría el muchacho en vez de un nombre tan difícil!

—¡Figúrese! Se lo preguntaremos si quiere reírse un poco.

Poirot preguntó:

—¿Y a qué hora salió mister Amberiotis?

—El botones no le acompañó a la puerta, así que no lo sabe. Por lo visto muchos pacientes no bajan en el ascensor, y salen solos.

Poirot asintió.

Japp prosiguió:

—Telefoneé al hotel Savoy. Mister Amberiotis ha sido muy exacto. Dijo que había mirado su reloj al salir de la casa y que eran las doce y veinticinco exactamente.

—¿No le ha dicho nada de importancia?

—No, solo que el dentista estuvo muy natural, en sus ademanes y en su aspecto.

Eh bien!—dijo Poirot—. Entonces está claro. Entre las doce y veinticinco y la una y media tuvo que suceder algo, seguramente más cerca de las doce y media.

—Cierto, porque en otro caso...

—En otro caso hubiera tocado el timbre para que subiera otro cliente.

—Exacto. El informe del forense concuerda: el doctor examinó el cuerpo a las dos y veinte y dice que no pudo morir más tarde de la una, probablemente mucho antes, aunque no quiere asegurar nada.

El detective dijo, pensativo:

—Luego a las doce y veinticinco nuestro hombre es un dentista normal, alegre y educado, competente. Y después, ¿qué? Desesperación, ruina...; lo que sea, y se dispara un tiro.

—Es curioso—dijo Japp—. Tiene que admitir que es curioso.

—Curioso no es la palabra.

—Es verdad, pero es lo que se acostumbra decir. Diré: es extraño, si es que le parece mejor así.

—¿Era suyo el revólver?

—No. No tenía pistola. Nunca la tuvo. Si hemos de creer a su hermana, en su casa no había cosa semejante. Como no la hay en la mayoría. Claro que pudo comprarla si había decidido quitarse la vida. De ser así, pronto lo sabremos.

Poirot preguntó:

—¿Le preocupa algo más?

Japp rascóse la nariz.

—Pues sí. La posición en que le encontramos. Yo no digo que no pudiera caer así, pero no es demasiado real. En la alfombra hay un rastro..., como si hubiesen arrastrado algo.

—Eso es muy sugestivo.

—Sí, a menos que no lo hiciera ese muchacho atolondrado. Tengo el presentimiento de que intentaría mover a Morley cuando le encontró. Claro que lo niega porque está asustado. Es un estúpido. De esos que siempre están metiendo la pata y recibiendo reprimendas, y por eso se acostumbran a mentir casi automáticamente.

Poirot fue observando la estancia pensativo.

El lavabo adosado a la pared detrás de la puerta, la salita que se veía por ella, el sillón y los aparatos quirúrgicos cerca de la ventana; luego, la chimenea, el lugar donde yaciera el cuerpo y la puerta.

Japp siguió su mirada.

—Solo hay una salita pequeña—y abrió la puerta de par en par.

Era, como dijo, una habitación reducida, con un escritorio, una mesa con un quinqué, un servicio de té y algunas sillas. No tenía más puertas.

—Aquí es donde trabaja su secretaria, miss Nevill —explicó Japp—. Parece ser que hoy está ausente.

Sus ojos encontraron los de Poirot, que dijo:

—Eso me contó, ahora que recuerdo. Eso... puede ser un punto contra la idea de suicidio.

—¿Quiere decir que la quitaron de en medio?

Japp hizo una pausa.

—Si no es suicidio, fue asesinato. Pero ¿por qué? Esta idea parece tan descabellada como la otra. Era un sujeto tranquilo e inofensivo. ¿Quién querría asesinarle?

Poirot rectificó:

—¿Quién pudo haberle asesinado?

Japp repuso:

—¡Casi nadie! Su hermana pudo bajar del piso de arriba y matarle, o uno de sus criados lo mismo. Su socio, Reilly, también. El botones. O alguno de sus pacientes, y entre ellos Amberiotis con más facilidad que los demás.

Poirot asintió.

—Pero, en ese caso..., tenemos que hallar la causa.

—Exacto. Hemos llegado al problema básico. El porqué. Amberiotis se hospeda en el Savoy. ¿Piara qué iba a venir un griego acaudalado a matar a un dentista inofensivo?

—Este va a ser el hueso. ¡El móvil!

Poirot encogióse de hombros al decir:

—Parece como si la muerte se hubiese equivocado de hombre. El griego enigmático, el rico banquero, el detective famoso, es natural que cualquiera de los tres hubiese sido asesinado, porque los extranjeros misteriosos pueden estar mezclados en espionaje; los ricos banqueros, tener parientes a quienes beneficiar con su muerte, y los detectives famosos, ser un peligro para los criminales.

—Mientras que el pobre Morley no era un peligro para nadie —observó Japp lú-gubremente.

—Eso creo.

Japp dio una vuelta en torno al detective.

—¿Qué está usted pensando?

—Nada. Cierta observación.

Y le refirió el comentario de mister Morley sobre su facilidad para recordar las caras y el paciente que puso por ejemplo.

Japp pareció meditar.

—Es posible; era algo aventurado. Pudo ser alguien que no quiso ser reconocido. ¿No notó nada de particular en otros pacientes esta mañana?

—Observé a uno de ellos en la sala de espera, un joven, que tenía todo el aspecto de un asesino —repuso Poirot.

—¿Como?—dijo Japp, sorprendido.

Poirot sonrió.

Mon cher, era cuando llegué. Estaba nervioso, fantaseaba; en fin, aprensiones. Todo me parecía siniestro: la sala de espera, los pacientes, hasta la alfombra de la escalera. Ahora creo que al joven debían de dolerle mucho las muelas. Eso es todo.

—Sí, puede ser—aceptó Japp—; sin embargo, investigaremos acerca de ese nombre y de todo el mundo, sea o no suicidio. Creo que lo primero que hay que hacer es volver a interrogar a miss Morley. Solo hemos cruzado unas palabras. Ha sido un gran golpe para ella; pero no es persona que se deje abatir. Vayamos ahora a verla.

3

Arrogante y afligida, Georgina Morley escuchaba a los dos hombres respondiendo a sus preguntas con énfasis: