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—¡Me parece increíble que mi hermano se haya suicidado!

Poirot intervino:

—¿Cree posible otra alternativa, señorita?

—¿Quiere decir... asesinato?

Hizo una pausa antes de continuar:

—Es verdad. Esta idea parece casi tan descabellada como la otra.

—Pero no tanto, ¿verdad?

—No, porque, ¡oh!, en el primero de los casos yo les hablo de algo que conozco, esto es, el estado de ánimo de mi hermano. Sé que no tenía esa idea en el cerebro, y que no había ninguna razón para que se quitara la vida.

—¿Le vio usted esta mañana, antes que empezara su trabajo?

—Sí, a la hora del desayuno.

—¿Y estaba como de costumbre? ¿No le encontró alterado?

—Lo estaba un tanto, pero no en el sentido que usted alude. Simplemente estaba contrariado.

—¿Y por qué causa?

—Le esperaba una mañana de mucho trabajo, y su secretaria y ayudante había tenido que marcharse.

—¿Se trata de miss Nevill?

—¿Cuál es su trabajo?

—Lleva toda su correspondencia y, claro está, anota en la agenda la hora que corresponde a cada cliente, y sus fichas. También se ocupa de esterilizar el instrumental, preparar los empastes y ayudarle en su trabajo.

—¿Hacía tiempo que trabajaba con él?

—Tres años. Es una chica de toda confianza, y nosotros... la apreciamos mucho.

—Me dijo su hermano que tuvo que marcharse por tener una parienta enferma —comentó Poirot.

—Sí. Recibió un telegrama diciendo que su tía había sufrido un ataque. Se fue a Somerset en el primer tren.

—¿Y eso es lo que contrariaba tanto a su hermano?

—Sí...—hubo cierta vacilación en la respuesta de miss Morley, que se apresuró a proseguir—: No deben creer que mi hermano fuese insensible. Es solo que por un momento pensó...

—¿Qué, miss Morley?

—Pues que pudieran haberlo planeado premeditadamente. ¡Oh, comprendan! Yo estoy se-gura de que Gladys no haría nunca una cosa así, y se lo dije a Henry. Pero el caso es que está prometida a un joven bastante indeseable, cosa que contrariaba a mi hermano, y se le ocurrió que ese joven pudiera haberla convencido para que se tomara un día de fiesta.

—¿Y eso es probable?

—No. Estoy segura de que no. Gladys es una chica consciente.

—Pero ¿es algo que podría haber salido de ese joven?

Miss Morley sorbió.

—Eso sí.

—¿A qué se dedica ese muchacho? A propósito, ¿cuál es su nombre?

—Carter, Francis Carter. Es, o era, empleado de Seguros, según tengo entendido. Perdió su trabajo hace unas semanas y parece que no es capaz de encontrar otro. Henry decía, y me atrevo a añadir que con razón, que es un indeseable. Gladys le prestaba algunos de sus ahorros, cosa que disgustaba a Henry.

Japp preguntó con intención:

—¿Trató su hermano de convencerla para que rompiera su noviazgo?

—Sí, lo hizo. Me consta.

—Luego es muy posible que Francis Carter estuviese resentido con su hermano.

—¡Qué tontería! Si es que quiere sugerir que Francis Carter mató a Henry... Es cierto que mi hermano le aconsejó que le dejase, pero ella no le hizo caso; está locamente enamorada de Francis.

—¿Existe alguna otra persona que usted considere capaz de odiar a su hermano?

Miss Morley negó con la cabeza.

—¿Se llevaba bien con su socio, mister Reilly?

—¡Todo lo bien que puede uno llevarse con un irlandés!—repuso agriamente miss Morley.

—¿Qué quiere usted decir, miss Morley?

—Pues que los irlandeses tienen un genio muy vivo; se acaloran por cualquier cosa. A mister Reilly le gustan las discusiones sobre política.

—¿Eso es todo?

—Sí. Mister Reilly tiene sus cosas, pero es muy hábil en su profesión, o por lo menos eso decía mi hermano.

Japp insistió:

—¿Qué cosas?

Miss Morley vacilaba.

—Bebe demasiado; pero, por favor, no lo digan a nadie.

—¿Hubo algún disgusto entre él y su hermano por este motivo?

—Henry le hizo un par de indicaciones. Para ser dentista—continuó miss Morley—se necesitauna mano firme, y un aliento alcohólico no inspira confianza.

Japp inclinó la cabeza, asintiendo. Luego, dijo:

—¿Puede decirnos algo referente a la posición económica de su hermano? Tengo entendido que era uno de los dentistas que más ganaban.

—Henry tenía buenos ingresos, que depositaba en su cuenta corriente. Los dos poseemos una pequeña renta que nos dejó nuestro padre.

Japp carraspeó ligeramente.

—¿Sabe si su hermano deja testamento?

—Sí. Y puedo decirles su contenido. Deja cien libras a Gladys, y el resto pasa a mi poder.

—Ya. Ahora...

Llamaron a la puerta con fuerza, apareciendo tras ella la cara de Alfred. Sus inquietos ojos repasaban a los dos visitantes al anunciar:

—Es miss Nevill. Ha regresado... muy apenada. Pregunta si puede pasar.

Japp asintió.

—Dile que entre, Alfred —respondió miss Morley.

—Muy bien —repuso el botones antes de desaparecer.

Miss Morley suspiró, y sin duda con mayúsculas silabeó:

—Este Muchacho Es Una Dura Prueba.

4

Gladys Nevill era una joven de unos veintiocho años, alta, rubia y algo anémica. Aunque no ocultaba su congoja, veíasela capaz e inteligente.

Con el pretexto de dar un vistazo a los papeles de mister Morley, Japp bajó con la joven a la salita contigua a la clínica, alejándola de miss Morley.

La muchacha fue repitiendo varias veces:

—¡No puedo creerlo! Es increíble que mister Morley hiciera una cosa así.

No parecía preocupada ni turbada.

—Hoy tuvo usted que marcharse fuera, miss Nevill... —comenzó a decir Japp.

—Sí, y la verdad es que ha resultado todo una broma poco graciosa. Es imperdonable que hagan estas cosas.

—¿Qué quiere decir, miss Nevill?

—Pues que no le ha pasado nada a mi tía. Nunca estuvo mejor. Se sorprendió al verme aparecer de repente. Claro que yo me alegré..., pero me puse furiosa. Mandar un telegrama y asustarme de ese modo.

—¿Conserva el telegrama?

—Lo tiré. Creo que en la estación. Solo decía: «Su tía ha sufrido un ataque esta noche. Por favor, venga en seguida.»

—¿Está usted segura... (¡Bueno...!) —Japp carraspeó—, de que no fue su amigo mister Carter quien lo envió?

—¿Francis? ¿Y para qué? ¡Oh! Comprendo; quiere usted decir que fue una broma entre nosotros. No, inspector. Ninguno de los dos haríamos una cosa semejante.

Su indignación parecía bastante natural, y a Japp le fue difícil calmarla. Al preguntarle por los pacientes de aquella mañana volvió a ser dueña de sí.

—Están anotados en la agenda. Me atrevo a decir que ya los habrá usted mirado. Los conozco a casi todos. A las diez, mistress Soames; vino a ponerse la dentadura postiza. Diez y media, lady Grant; es ya de edad y vive en la plaza Lowndes. Once, mister Hércules Poirot; viene con regularidad. ¡Oh, claro, pero si es usted! Lo siento, mister Poirot. ¡Estoy tan trastornada! Once y media, mister Blunt; ya sabe, el banquero; cuestión de poco rato, porque mister Morley le había limpiado las caries la última vez. Luego, miss Sainsbury Seale. Había telefoneado a última hora quejándose de dolor de muelas, y mister Morley le hizo un hueco. Es muy parlanchína, nunca calla. Después, a las doce, mister Amberiotis; es un paciente nuevo; pidió hora desde el Hotel Savoy. Mister Morley tenía muchos clientes extranjeros y americanos. Doce y media, miss Kirby. Viene desde Worthing.

Poirot quiso saber:

—Cuando yo llegué estaba aquí un militar alto. ¿Quién sería?

—Supongo que uno de los pacientes de mister Reilly. Puedo traerle su lista. ¿Quiere usted?

—Gracias, miss Nevill.

Tras breves instantes de ausencia regresó con un libro parecido al de mister Morley. Leyó: