—Mi señora es demasiado gentil con un pobre viajero.
Entretanto, la evaluó con tanta atención como si fuera una enemiga. Ella estaba sentada en un diván, tendida contra el respaldo blanco y oro, con una bata que realzaba en vez de mostrar. Tenía la inteligencia de enfatizar su persona, no su riqueza, y su espíritu más que su persona. Su figura era magnífica en un voluptuoso estilo oriental, pero Cadoc juzgó que también era ágil y fuerte. El rostro era simplemente elegante: ancho, de nariz recta, labios carnosos, ojos castaños bajo cejas arqueadas, pelo negro azulado recogido sobre la tez bronceada. No había conseguido esa casa gracias a su aspecto, sino gracias al conocimiento, la astucia, la percepción, fruto de una larga experiencia.
La risa de Athenais campanilleó.
—¡Ningún hombre pobre entra aquí! Ven, siéntate, toma algo. Conozcámonos. Había oído que ella nunca se apresuraba a entrar en el dormitorio, a menos que los clientes insistieran, y a éstos rara vez los recibía de nuevo. La conversación y la seducción formaban parte de un deleite que, según la fama, tenía una culminación incomparable.
—He visto maravillas, sí —declaró Cadoc—, pero hoy veo la mejor de todas. —Permitió que un sirviente le quitara la prenda de abrigo y se sentó junto a ella. Una muchacha se arrodilló para llenarles las copas. Ante un ademán de Alheñáis, todos los sirvientes se marcharon.
Ella parpadeó antes de continuar:
—Algunos hombres de Britannia son más refinados de lo que sugieren los rumores —murmuró—. ¿Vienes directamente de allá? —Él observó la agudeza de esa mirada tímida y supo que también ella lo estaba evaluando. Si quería una mujer que tuviera algo más que una boca, eso es lo que ella ofrecía.
Por lo tanto…
Le tembló el pulso. La miró, bebió un sorbo del exquisito vino y sonrió con un aplomo que era fruto de los siglos.
—No —dijo—, hace tiempo que no estoy en Britannia, o Inglaterra y Gales, como hoy la llaman. Aunque le dije a tu criada que ése era mi país cuando ella me preguntó, en realidad no soy de allá. Ni de ninguna otra parte, de hecho, en mi última visita oí rumores sobre ti que me hicieron regresar tan pronto como pude.
Ella iba a responder, se interrumpió y lo escrutó con mirada felina demasiado hábil para exclamar: «¡Zalamero!»
Él sonrió calculadamente.
—Debo decir que tus… visitantes… incluyen a algunos con diversas peculiaridades. Los gratificas o no según tu inclinación. Has de haber luchado duramente para ganar esta independencia. Pues bien, ¿complacerás mi capricho? Es del todo inofensivo. Sólo deseo hablar contigo un corto rato. Me gustaría contarte una historia. Quizá te resulte divertida. Eso es todo. ¿Me permites?
Ella no logró ocultar su tensión.
—He oído muchas historias, kyrie. Continúa.
Él se recostó y habló con soltura mirando hacia delante, observándola por el rabillo del ojo.
—Es la clase de historia que inventan los marineros durante las noches de vigilia o en las tabernas de la costa. Alude a un marino, aunque después hizo muchas otras cosas. Se creía un hombre común de su pueblo. Eso creían todos los demás. Pero poco a poco, año a año, notó algo muy raro en él. No enfermaba ni envejecía. Su esposa se hizo vieja y murió, sus hijos encanecieron, los hijos de ellos engendraron y criaron hijos y también fueron presa del tiempo, pero en este hombre nada cambió desde la tercera década de su vida. ¿No es notable?
Notó con satisfacción que la había atrapado. Athenais lo miraba con intensidad.
—Al principio parecía una bendición de los dioses. Pero el hombre no demostraba otros poderes, ni realizó actos especiales. Aunque hizo costosos sacrificios y luego, al borde de la desesperación, consultó a costosos magos, no obtuvo ninguna revelación, ni recibió ningún solaz cuando sus seres amados morían. Entretanto, el lento crecimiento del asombro entre su gente se transformó, con igual lentitud, en envidia, en temor, en odio. ¿Qué había hecho para merecer esa condena, o qué había vendido para recibir ese don? ¿Qué era él? ¿Hechicero, demonio, cadáver ambulante, qué? Apenas logró evadir los atentados contra su vida. Al fin las autoridades decidieron investigarlo y condenarlo a muerte. Sabía que podían herirlo, aunque se recobrase deprisa, y estaba seguro de que las peores heridas le resultarían tan fatales como a los demás. A pesar de su soledad, era un joven que amaba la vida y deseaba disfrutarla.
«Durante cientos de años ambuló por la faz de la Tierra. A menudo se dejó abrumar por la añoranza y se instaló en alguna parte, se casó, crió una familia, vivió como los mortales. Pero siempre debía perderlos, y al cabo de un tiempo desaparecer. En los intervalos, es decir casi siempre, buscaba oficios donde los hombres van y vienen inadvertidos. El de marino era uno de ellos, y lo ejerció en muchas partes del mundo. Siempre buscaba a otros iguales a él. ¿Era único en toda la creación? ¿O simplemente su especie era muy rara? Aquellos a quienes el infortunio o la malicia no destruían al principio sin duda aprendían a permanecer ocultos, como él. Pero si era así, ¿cómo los encontraría, o cómo lo encontrarían a él?
»Y si ésta era una suerte cruel y frágil, cuanto peor debía de ser para una mujer. ¿Qué podía hacer? Sin duda sólo las más fuertes y sagaces sobrevivían. ¿Cómo?
»¿Interesa ese enigma a mi señora?
Bebió vino, buscando un poco de serenidad. Ella miraba el vacío. El silencio se prolongó.
Al fin ella inhaló, lo miró a los ojos y dijo lentamente.
—Una historia muy curiosa, kyrie Cadoc.
—Una mera historia, desde luego, una fantasía para entretenerte. No me interesa que me encierren por loco.
—Comprendo. —Una sonrisa le cruzó el semblante—. Por favor, continúa. ¿Ese inmortal encontró alguna vez a otros?
—Eso queda por contarse, señora.
—Entiendo —asintió ella—. Pero háblame más de él. Todavía es una sombra para mí. ¿Dónde nació y cuándo?
—Imaginemos que fue en la antigua Tiro. Era un niño cuando el rey Hiram ayudó al rey Salomón a construir el templo de Jerusalén.
—¡Hace mucho tiempo! —jadeó ella.
—Dos mil años, creo. Él perdió la cuenta, y luego intentó consultar los documentos, que eran fragmentarios y contradictorios. No importa.
—¿Conoció al… Salvador? —susurró ella.
Él suspiró y meneó la cabeza.
—No, en ese momento estaba en otra parte. Vio ir y venir muchos dioses. Y reyes, naciones, historias. Por fuerza vivió entre ellos, con nombres adecuados, mientras ellos duraban y hasta que perecían. Nombres que se volvieron borrosos, como los años. Fue Hanno, Ithobaal, Snefru, Phaon, Shlomo, Rashid, Gobor, Flavio Lugo y muchos más de los que puede recordar.
Ella se irguió en el diván, como dispuesta a brincar, ya hacia él o para huir de él.
—¿Estará Cadoc entre esos nombres? —preguntó con voz gutural.
Él se mantuvo sentado, se reclinó, pero la miró a los ojos.
—Tal vez, así como una dama pudo haberse llamado Zoe, y antes Eudoxia, y antes…, nombres que quizás aún se puedan descubrir.
Ella se estremeció.
—¿ Qué quieres de mí ?
Él dejó la copa, sonrió, extendió las manos con las palmas para arriba y le dijo con voz muy suave:
—Lo que quieras ofrecer. Tal vez nada. ¿Cómo puedo obligarte, en el remoto caso de que ése fuera mi deseo? Si te desagradan los lunáticos inofensivos, no tienes que volver a verme ni oír hablar de mí.
—¿Qué… estás… dispuesto a ofrecer?
—Una fe compartida y duradera. Ayuda, consejo, protección, el final de la soledad. He aprendido mucho sobre la supervivencia, y prospero casi siempre, y tengo mis ahorros para los malos tiempos. En este momento dispongo de una modesta fortuna. Más importante aún, soy leal a mis amigos y prefiero ser el amante de una mujer y no su amo. Quién sabe. Tal vez los hijos de dos inmortales también lo sean.