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— ¡Mven Mas, su ayuda es de un valor inestimable!

— ¿Por la sola razón de que yo tengo algunos conocimientos de matemáticas? Su trabajo sí que es verdaderamente inestimable, pues usted conoce las culturas y los idiomas antiguos… ¡Veda, está usted demasiado absorbida por la Era del Mundo Desunido!

El africano soltó una carcajada tan bonachona y contagiosa, que Veda rió también. Y después de despedirse con un gesto, desapareció.

El día convenido, Mven Mas volvió a verla en el televisófono.

— No me diga nada, ya veo que la respuesta es desfavorable.

— Sí. La estabilidad es inferior al límite de seguridad… De seguir el procedimiento general, habría que excavar en la parte derruida un kilómetro cúbico de piedra calcárea.

— Dentro de nuestras posibilidades, no queda más que extraer por una galería las cajas de caudales de la segunda cueva — dijo tristemente Veda.

— ¿Vale la pena afligirse tanto por eso?

— Perdone, Mven, pero usted ha estado también ante una puerta tras la que se ocultaba un misterio. La de usted era grande, universal, mientras que la mía es pequeña.

Mas, desde el punto de vista emotivo, mi fracaso es igual al suyo.

— Los dos somos compañeros de infortunio. Puedo asegurarle que más de una vez hemos de tropezar aún con puertas de acero. Cuanto más audaz y fuerte sea el afán, con más frecuencia las encontraremos.

—.¡Alguna de ellas se abrirá!

— ¡Cierto!

— Pero ¿usted no ha renunciado definitivamente?

— Claro que no. Recogeremos nuevos hechos, indicadores de giros más precisos. La fuerza del Cosmos es tan enorme, que era una ingenuidad por nuestra parte lanzarse contra ella con un simple chuzo… Lo mismo que si usted intentase abrir con las manos esa peligrosa puerta.

— ¿Y si tiene que esperar toda la vida?

— ¿Qué significa mi vida personal en comparación con tales pasos hacia el saber?

— Mven, ¿dónde está su vehemente impaciencia?

— No ha desaparecido, pero está refrenada. Por el sufrimiento…

— ¿Y Ren Boz?

— Va mejor. Sigue las búsquedas para precisar su abstracción.

— Se comprende. Espere un momento, Mven. ¡Es algo importante!

Apagóse la pantalla llevándose a Veda en sus sombras. Cuando se encendió de nuevo, a Mven Mas le pareció que ante él se encontraba otra mujer, juvenil y despreocupada.

— Dar Veter desciende a la Tierra. El sputnik 57 ha quedado terminado antes del plazo previsto.

— ¿Tan pronto? ¿Han hecho ya todo?

— No, sólo el montaje exterior y la instalación de las máquinas energéticas. Los trabajos interiores son más fáciles. Le llaman para que descanse y analice luego el informe de Yuni Ant sobre una nueva forma de comunicación por el Circuito.

— ¡Gracias por la noticia, Veda! Será para mí una gran alegría volver a ver a Dar Veter.

— Lo verá sin falta… Pero no le he dicho aún todo. Merced a los esfuerzos del planeta entero, ya están preparadas las reservas de anamesón para la nueva astronave Cisne.

Usted…

— Iré. El planeta mostrará a la tripulación, como despedida, lo más hermoso y preciado de la Tierra. Como ellos también hubieran deseado ver la danza de Chara en la Fiesta de las Copas Flamígeras, ella misma irá a bailarla al cosmopuerto central de El Homra. ¡Allí nos encontraremos!

— ¡De acuerdo, querido Mven Mas!

Capítulo XV. LA NEBULOSA DE ANDRÓMEDA

En el África del Norte, al Sur del golfo de la Gran Sirte, se extendía la inmensa llanura de El Homra. Antes de la debilitación de los ciclos alisios y del cambio de clima, se encontraba allí una hammada, desierto sin hierba alguna, todo cubierto de pulidos guijarros y angulosas piedras de un matiz rojizo, origen del nombre del lugar: «Hammada la Roja.» En los días de sol, era un mar de cegadores destellos de fuego, y en las noches de otoño e invierno, un océano de fríos vientos. Ahora sólo quedaba de la hammada el viento; corría impetuoso por la firme planicie levantando olas en la alta hierba, de un color de plata con reflejos azules, trasplantada de la estepa de África del Sur. El ulular del viento y la hierba que se inclinaba, abatida por él, despertaban un sentimiento nostálgico y de afinidad del alma con la naturaleza esteparia, como si todo aquello se hubiera visto ya en la vida más de una vez y en diversas circunstancias: de dolor y de alegría, de pérdida y de hallazgo…

Cada partida y cada aterrizaje de una astronave dejaban en la llanura un calcinado círculo envenenado de cerca de un kilómetro de diámetro. Aquellos círculos se rodeaban de una cerca metálica, roja, y permanecían aislados durante diez años, plazo dos veces mayor que el de la disgregación de los gases de escape de los motores. Después de cada aterrizaje o despegue, el cosmopuerto era trasladado a otro lugar. Ello daba a las instalaciones y locales un carácter provisional y asemejaba el personal del mismo a los antiguos nómadas del Sahara que, hacía varios milenios, vagaban por allí montados en unos animales gibosos, de alzado cuello curvo y callosas patas, denominados camellos.

La planetonave Barion, que hacía su decimotercero raid de las obras del sputnik a la Tierra, trajo a Dar Veter a la estepa de Arizona, que continuaba desierta incluso después del cambio de clima, debido a la radiactividad acumulada en su terreno. En la Era del Mundo Desunido, en los albores del descubrimiento de la energía nuclear, habíanse efectuado allí multitud de experiencias y pruebas de nuevos tipos de maquinaria. Hasta el presente se conservaba el efecto nocivo de los productos de desintegración radiactiva, demasiado débil para causar daño al hombre, pero lo suficientemente fuerte para detener el crecimiento de los árboles y arbustos.

A Dar Veter le deleitaba no sólo el magnífico encanto de la Tierra — el cielo azul, con las galas nupciales de unas leves nubes blancas —, sino el polvoriento suelo, erizado de escasa hierba.

¡Caminar con paso firme por la Tierra, bajo un sol de oro, ofreciendo el rostro al aire fresco y seco! Solamente después de permanecer una temporada al borde de los abismos cósmicos, se podía apreciar toda la belleza de nuestro planeta, denominado en tiempos «Valle de lágrimas» por insensatos antepasados.

Grom Orm y Dar Veter llegaron a El Homra el día de la partida de la expedición.

Desde la altura, Dar Veter había advertido dos enormes espejos en la planicie, de un color gris mate, como de acero. El de la derecha, casi circular; el de la izquierda, en forma de oblonga elipse, afilada atrás. Aquellos espejos eran las huellas recientes de los despegues de los navíos de la 38a expedición astral.

El círculo lo había dejado el Tintazhel al partir hacia la terrible estrella T, cargado de enormes aparatos para asaltar con éxito el espirodisco venido de las profundidades del Cosmos. La elipse procedía de la Aella, que se había elevado siguiendo una trayectoria menos oblicua y llevando a bordo un nutrido grupo de científicos para averiguar los cambios de la materia en la enana blanca de la estrella triple Omicron 2 de Erídano. La ceniza del pedregoso terreno, en el lugar batido por la energía de los motores, que había penetrado a una profundidad de metro y medio, estaba impregnada de una sustancia ligante que le impedía esparcirse con el viento. No quedaba más que traer las cercas de los antiguos campos de despegue. Ello se haría en cuanto partiese el Cisne.

Pues bien, ya estaba allí el Cisne, del color del hierro fundido, con su coraza térmica que ardería al penetrar en la atmósfera. Luego seguiría volando protegido por su refulgente revestimiento, que rechazaba todas las radiaciones. Pero nadie le vería en su esplendor, excepto los robots-observadores que seguirían su avance. Aquellos autómatas darían tan sólo a los hombres las fotografías de un punto luminoso. La astronave volvería a la Tierra cubierta de una costra de óxido y surcada y abollada por las explosiones de pequeñas partículas de meteoritos. Pero ninguno de los presentes vería más al Cisne, porque todos ellos morirían antes de los ciento setenta y dos años que duraría el viaje: