Me transportaba con mis baulitos metálicos y mi portafolio, este último conteniendo, además de mi cepillo de dientes y mis pijamas, los microfilms de los relevamientos y del plan audaz de Bernard, la banda magnética y cartas de Grey y de Pontailler autenticando todo eso.
Llevaba también sin darme cuenta el virus de la rubeola, que iba a dar la vuelta al mundo bajo el nombre de rubeola australiana. Los laboratorios farmacéuticos han fabricado a toda prisa una nueva vacuna. Han ganado mucho dinero.
No he llegado a París sino dos días después. Ignoraba que se había hecho muy difícil atravesar los océanos.
En nuestro aislamiento de hielo habíamos olvidado los odios miserables y estúpidos del mundo. Éstos se habían inflado y endurecido más aún en estos tres años. La monstruosa imbecilidad de los hombres evocaba en mí la imagen de perros enormes encadenados los unos frente a los otros, cada uno tirando de su cadena, gruñendo de furia y no pensando más que en romperla para ir a degollar el perro de enfrente. Sin razón. Simplemente porque es otro perro. 0 quizá porque le tiene miedo…
Leí los diarios australianos. Había pequeños incendios bien alimentados en el mundo, un poco por todos lados. Habían crecido desde mi partida para la Antártida. Y se habían multiplicado. Sobre todas las fronteras, a medida que se levantaban las barreras aduaneras, las barreras policiales las reemplazaban. Desembarcado en el aeródromo de Sydney, no fui autorizado ni a salir de él, ni a reembarcarme. Faltaba no sé qué visación militar en mi pasaporte. Necesité treinta y seis horas de gestiones furiosas para poder tomar al fin el jet con destino a París. Temblaba que metieran las narices en mis microfilms. ¿Qué hubieran podido imaginarse? Pero nadie me pidió que abriera mi portafolio. Lo mismo hubiera podido transportar planos de bases atómicas. No les interesaba. Era necesaria la visación. Era la consigna. Era estúpido. Era el mundo organizado.
En cuanto Simon hubo desempaquetado el contenido de su portafolio, Rochefoux, el jefe de Expediciones Polares Francesas, tomó el asunto con su energía habitual. Tenía cerca de ochenta años, lo que no le impedía pasar todos los años algunas semanas en la proximidad de uno o del otro polo.
Su cara color ladrillo, coronada de cabellos cortos de un blanco resplandeciente, sus ojos azul cielo, su sonrisa optimista, lo hacían idealmente fotogénico en la televisión, que no perdía una ocasión de hacerle entrevistas, de preferencia con primeros planos.
Ese día, convocó a todas, las del mundo entero, y toda la prensa al finalizar la reunión de la Comisión de la Unesco. Había decidido que el secreto había durado bastante, y tenía la intención de sacudir la Unesco, como un foxterrier sacude una pata, para obtener toda la ayuda necesaria, y en el acto.
En una gran oficina del séptimo piso, organizadores del Centro Nacional de Investigaciones Científicas acababan de instalar aparatos bajo la dirección de un ingeniero. Rochefaux y Simon de pie frente al gran ventanal miraban a dos oficiales trotar sobre caballos color tostado, en la perspectiva rectangular del patio del Colegio Militar.
La plaza Fontenoy estaba llena de jugadores de petanca que soplaban sus dedos antes de recoger sus bochas.
Rochefaux gruñó y se dio vuelta. No le gustaban ni los ociosos ni los militares. El ingeniero le informó que tole estaba listo. Los miembros de la Comisión empezaron a llegar y a tomar su lugar a lo largo de la mesa, frente a los instrumentos.
Eran once, dos negros, dos amarillos, cuatro blancos, y tres cuyo color iba del café con leche al aceite de oliva. Pero sus once sangres mezcladas en una copa no hubiesen hecho más que una sola sangre roja. En cuanto Rochefoux comenzó a hablar, su atención y su emoción fueron únicas.
Dos horas más tarde, sabían todo, habían visto todo, le habían hecho cien preguntas a Simon, y Rochefoux sacaba deducciones, mostrando en una pantalla un punto del mapa que estaba proyectado ahí:
— Acá, en el punto 612 del Continente Antártico, sobre el paralelo 88, bajo 980 metros de hielo, hay restos de algo que ha sido construido por una inteligencia, y ese algo emite una señal. Desde hace 900.000 años, esta señal dice: «Estoy aquí, los llamo, vengan…» Por primera vez, los hombres acaban de oírla. ¿Vamos a titubear, Hemos salvado los templos del valle del Nilo. El agua que subía, en el dique de Assuan, nos empujaba desde atrás. Acá, evidentemente no hay necesidad no hay urgencia. Pero hay una cosa más grande: está el deber. El deber de conocer; de saber. Nos llaman. Hay que ir. Esto exige recursos considerables. Francia no puede hacerlo todo. Ella hará su parte. Les pide a las otras naciones de unirse a ella.
El delegado norteamericano deseaba mayor precisión. Rochefoux le pidió que tuviera paciencia, y continué:
— Esta señal, ustedes la han visto baje la forma de una Simple línea inscripta sobre un cuadriculado. Ahora, gracias a mis amigos del C.N.R.S. que la han auscultado de todas las formas posibles, se las voy a hacer oír…
Le hizo una señal al ingeniero, que conectó un nuevo circuito.
Sobre la pantalla del osciloscopio, hubo primero una línea tendida como la cuerda mi de un violín, mientras que estallaba un silbido sobreagudo que le provocó una mueca a Simon. El negro más blanco pasó su lengua rosada sobre sus labios agrietados. El blanco más rubio puso el auricular derecho en su oreja y lo agitó violentamente. Los dos amarillos cerraban completamente las ranuras de sus ojos. El ingeniero del C.N.R.S. dio vuelta lentamente un botón. El sonido sobreagudo se volvió agudo. Los músculos se distendieron. Las mandíbulas se descrisparon. El agudo bajó maullando, el silbido se hizo un trino. La concurrencia empezó a toser y carraspear. Sobre la pantalla del osciloscopio, la línea recta era ahora ondulada.
Lentamente, lentamente, la mano del ingeniero hacía bajar la señal, del agudo al grave, toda la escala de las frecuencias. Cuando llegó al límite de los infrasonidos, fue como una maza de fieltro golpeando cada cuatro segundos el cuero de un tambor gigantesco. Y cada golpe hacía temblar los huesos, la carne, los muebles, las paredes de la Unesco hasta sus fundamentos. Era igual al latido de un corazón enorme, el corazón de una bestia inimaginable, el corazón de la Tierra misma.
Títulos de la prensa francesa: «El descubrimiento más grande todos los tiempos», «Una civilización congelada», «La Unesco va a derretir el Polo Sur».
Título de un diario inglés: «¿Quién o qué?»
Una familia francesa cenando: los Vignont. El padre, la madre, el hijo y la hija están sentados del mismo lado de la mesa en semicírculo. La pantalla de televisión, colgada de la pared, frente a ellos, difunde el diario televisado. Los padres son gerentes de una tienda de ventas de la Unión Europea de Zapatos. La hija sigue los cursos de la Escuela de Arte Decorativo. El hijo va rezagado entre el segundo y tercer año de bachillerato.
La pantalla difunde la entrevista a una etnóloga rusa, trasmitida directamente por satélite. Ella habla en ruso. Traducción inmediata.
— Señora, usted ha pedido formar parte de la expedición encargada de elucidar lo que llaman el misterio del Polo Sur. ¿Espera entonces encontrar rastros humanos bajo 1.000 metros de hielo?
La etnóloga sonríe.
— Si hay una ciudad no ha sido edificada por pingüinos… No hay pingüinos tan al Sur, no hay más que pájaros bobos. Pero una etnóloga no está obligada a saberlo.
Entrevista al secretario general de la Unesco. Anuncia que los Estados Unidos, la U.R.S.S., Inglaterra, China, Japón, la: Unión Africana, Italia, Alemania, y otras naciones, han hecho saber que aportarán su pleno concurso material a la empresa de descongelar el punto 612. Los preparativos van a ser acelerados. Todo estará en el lugar de la obra para el principio del próximo verano polar.
Entrevistas a los que caminan por los Champs Elysées: