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— ¿Sabe dónde queda el Polo Sur?

— Bueno… hum…

— ¿Y usted?

— Bueno… es por allá…

— ¿Y usted?

— Es al Sur

— Bravo. ¿Le gustaría ir?

— Este… No, por supuesto.

— ¿Por qué?

— Bueno, hace demasiado frío.

En la mesa en semicírculo, la madre Vignont menea la cabeza:

— ¡Lo que pueden ser de tontos para hacer semejantes preguntas — dice ella.

Reflexiona un segundo y agrega:

— Sobre todo que no debe hacer mucho calor… Vignont padre observa:

— ¡Lo que va a costar de dineros… Harían mejor en construir playas de estacionamiento…

La pantalla proyecta el plan audaz de Bernard..

— Sin embargo, es curioso encontrar eso en ese lugar — dice la madre.

— No es nuevo — dice, la hija—, es precolombino…

El hijo no mira. Está comiendo y leyendo las aventuras en dibujitos de Billy Bud. Su hermana lo sacude.

— ¡Mira un poco! Es divertido y con todo, ¿no?

— Son idioteces — contesta él.

Una máquina monstruosa se hundía en el flanco de la montaña de hielo, proyectando detrás suyo una nube de pedazos trasparentes que el sol atravesaba con un arco iris.

La montaña ya estaba perforada todo alrededor por unas treinta galerías en las cuales habían sido instalados, en pleno corazón del hielo, los almacenes y las emisoras de radio TV de la Expedición Internacional Polar, en siglas EPI. Era un nombre bello. La ciudad en la montaña se llamaba EPI 1 y la que estaba cobijada bajo el hielo de la planicie 612 se denominaba EPI 2.

EPI 2 comprendía todas las otras instalaciones, y la pila atómica que suministraba la fuerza, la luz y el calor a las dos ciudades protegidas, y a EPI 3, la ciudad de. la superficie, compuesta de hangares, de vehículos y de las máquinas que atacaban el hielo en todas las formas que la técnica había podido imaginar. Nunca una empresa internacional de una amplitud tal, había sido realizada. Parecía que los hombres, aliviados, hubiesen encontrado la ocasión deseada para olvidar los odios, y fraternizar en un esfuerzo totalmente desinteresado.

Francia era la potencia invitante, el francés había sido elegido como idioma de trabajo. Pero para hacer las relaciones más fáciles, el Japón había instalado en EPI 2, una Traductora universal de onda corta. Ésta traducía inmediatamente los discursos y diálogos que le eran trasmitidos, y emitía la traducción en diecisiete idiomas y diecisiete largos de ondas diferentes. Cada sabio, cada jefe de equipo y técnico importante había recibido un receptor no más grande que un poroto, ajustado al largo de onda de su lengua materna, que guardaba permanentemente en su oído, y una emisora alfiler que llevaba prendida sobre el pecho o sobre el hombro. Un manipulador de bolsillo, chato como una moneda, le permitía aislarse de la algarabía de las mil conversaciones, cuyas diecisiete traducciones se entrecruzaban en el éter como un plato de espaghetti de Babel, a la vez que no recibía sino el diálogo en el cual él tomaba parte.

La pila atómica era americana, los helicópteros pesados eran rusos, la ropa de abrigo acolchada era china, las botas finlandesas, el whisky irlandés y la cocina francesa. Había máquinas y aparatos ingleses, alemanes, italianos, canadienses, carne de la Argentina y fruta de Israel. El acondicionamiento de aire y el confort en el interior del EPI 1 y 2 eran americanos, y tan perfectos que se habla podido aceptar la presencia de las mujeres.

El pozo estaba cavado en el hielo traslúcido, en la vertical del punto donde había sido localizada la señal de la emisora. Tenía once metros de diámetro. Una torre de hierro parecida a un derrik lo dominaba, trepidante de motores, humeante de vapores, que el viento trasformaba en echarpes de nieve. Dos ascensores llevaban a los hombres y el material hacia las profundidades del corte, que se internaban un poco más cada día hacia el corazón del misterio.

A menos de 917 metros, los mineros del frío encontraron en el hielo a un pájaro.

Era rojo, con el vientre blanco, las patas color coral, un penacho del mismo color, despeinado, el pico amarillo, achaparrado, entreabierto, los ojos rojizos y negros brillantes. Con sus alas a medio desplegar, distorsionadas, su cola levantada en abanico, sus patas endurecidas como frenando, tenia el aspecto de debatirse en un vendaval de viento que venía desde atrás. Estaba erizado como una llama.

Recortaron alrededor suyo un cubo de hielo y lo mandaron a la superficie. El comité director de la expedición decidió dejarlo en su embalaje natural. Fue puesto en una refrigeradora trasparente, y los sabios empezaron a discutir sobre su sexo y su especie. La TV propaló su imagen en el mundo entero.

Quince días después, en plumas, en felpa, en seda, en lana, en duvet, en plástico, en madera, en cualquier cosa, había invadido la moda y las tiendas de juguetes.

En el fondo del pozo, las perforadoras de hielo acababan de alcanzar las ruinas.

El profesor Joao de Aguiar, delegado del Brasil, presidente en ejercicio de la Unesco, subió a la tribuna frente a la concurrencia. Estaba vestido de frac. En la gran sala de conferencias, se hallaban esa noche no sólo los sabios, los diplomáticos y los periodistas, sino también el «Tout Paris» muy parisiense y el «Tout Paris» internacional.

Por encima de la cabeza del profesor Aguiar, la pantalla de televisión más grande del mundo ocupaba casi toda la pared del fondo. Iba a recibir y mostrar en relieve holográfico la emisión trasmitida desde el fondo del Pozo, emitida por la antena de EPI 1, y relanzada por el satélite Trio.

La pantalla se iluminó. El busto gigantesco del presidente apareció, en colores. suaves, un poco favorecido, y en perfecto relieve.

Los dos presidentes, el pequeño en carne y hueso, y su imagen grande, levantaron la mano derecha en un gesto amistoso y hablaron. Esto duró siete minutos. He aquí el finaclass="underline"

«… Así que una sala ha podido ser tallada en el hielo, en el centro mismo de las ruinas extraordinarias que éste tiene aún prisioneras. Salvo algunos de los heroicos pioneros de la ciencia humana que han cavado el Pozo con su técnica y su coraje, nadie en el mundo las ha visto todavía. Y en un momento, el mundo entero, va a descubrirlas. Cuando yo apoye sobre este botón, gracias al milagro de las ondas, allá, en el otro extremo de la tierra, los proyectores se iluminarán, y la imagen revelada, de la que fue quizá la primera civilización del mundo, volará hacia los hogares de la civilización de hoy en día… Es con una profunda emoción…»

En su pequeña cabina, el supervisor vigilaba sobre la pantalla de control la imagen del presidente. Ambas bajaron el pulgar al mismo tiempo.

En el extremo del mundo, la sala de hielo se iluminó.

Lo primero que vieron todos los espectadores de la Tierra fue un caballo blanco. Estaba de pie, justo bajo la superficie del hielo. Se le vela delgado, grande, estirado. Parecía estarse cayendo de costado, relinchando de miedo, los labios estirados sobre los dientes. Su crin y su cola flotando, inmóviles, desde hacía 900.000 años.

El tronco quebrado de un árbol gigantesco estaba tirado al través, detrás suyo. Entre la palma de su follaje, al fondo de la sala, aparecían las fauces abiertas de un tiburón. Un tramo de enorme escaleras, o de gradas amarillas bajando de la oscuridad, se hundían en la noche.

En frente, una flor resplandeciente, grande como un rosetón de catedral, desplegaba las tres cuarto partes de la carnadura de sus pétalos purpúreos.

Sobre su derecha, se levantaba un tramo de tabique destrozado, color verde pasto, de una materia desconocida, no completamente opaca. Se abría en ella una especie de puerta o de ventana, a través de la cual estaban proyectados, inmóviles, un pequeño roedor con la cola como un pincel, con las patas en el aire, una bandada de erizos azules. más abajo, comenzaba la cúspide de una larga pista helicoidal hecha con un metal que se parecía al acero, situada en la bruma lechosa de un mundo helado.