Выбрать главу

Los hombres de ciencia, en cambio, se sentían sugestionados por el aspecto científico del descubrimiento de los esposos Curie. La radiactividad había demostrado que el átomo no era algo inmutable, indivisible. Luego la conversión de unos elementos en otros resultaba posible.

Y siendo así, ;.no se podría comprender, estudiando bien el fenómeno de la radiactividad, la configuración de los átomos de las substancias?

Los años subsiguientes reportaron a los hombres de ciencia todo lo crue ellos habían podido desear. En efecto, el estudio de la radiactividad resultó ser el único camino por el que se podía penetrar en los secretos de la estructura de la materia.

Cuando el fenómeno de la radiactividad —es decir, de la transmutación natural de los elementos—, fue estudiado con plenitud, surgió una nueva cuestión: si la transformación espontánea de unos elementos en otros era posible, ¿por qué no intentar la provocación de dicho proceso por vía artificial?

La respuesta no se hizo esperar. El ritmo del desarrollo de la Ciencia en el siglo XX no era va el mismo de los tiempos pasados. Veintitantos años después del descubrimiento de la radiactividad sucedieron hechos que hicieron salir a las páginas de las revistas científicas la anticuada y ya casi dada al olvido palabra “alquimia”.

Aunque, por otra parte, es bastante difícil hallar algo de alquimístico en el aparato construido en 1919 por el eminente físico inglés Rutherford. Dicho aparato permitía observar, mediante un dispositivo de aumento, las propiedades radiactivas de los pocos elementos radiactivos conocidos por aquella época. La radiactividad se podía observar por la aparición de destellos en una pantalla de sulfuro de zinc. La razón es que cuando una partícula emitida por el núcleo de un elemento radiactivo incide sobre los cristales de sulfuro de zinc, aparece un pequeño destello, que se puede observar con un dispositivo de aumento. Los preparados radiactivos se hallaban en un soporte, en el centro del aparato.

Como vemos, todo era muy sencillo, y no había en ello nada digno de admiración. Tampoco fue motivo de asombro el descubrimiento de Rutherford de que el centelleo dejaba de observarse si entre la pantalla y el elemento radiactivo se interponía una laminilla metálica o de mica. Estaba bien claro que los rayos radiactivos no podían atravesar el obstáculo.

Sería difícil explicar qué movió a Rutherford a llenar de hidrógeno la cámara, en uno de sus experimentos. Entonces sí que se observaron cosas verdaderamente increíbles. A pesar de la barrera metálica interpuesta entre la fuente de las emanaciones radiactivas y la pantalla.

el centelleo seguía produciéndose en ésta como si no existiera dicho obstáculo. Por cierto, que los destellos cesaban en cuanto se extraía el hidrógeno.

La explicación del fenómeno no se halló el acto. Como suele suceder con frecuencia, las ideas que se ¡les ocurrían, a los científicos de aquella época, eran de lo más increíble, aunque, en realidad, la clave del enigma era asombrosamente sencilla y muy significativa.

Los elementos radiactivos naturales (en aquel caso fue el polonio) emanan los llamados rayos alfa, que son núcleos de átomos de helio. El helio tiene un peso atómico igual a 4: por consiguiente, sus átomos son cuatro veces más pesados que los de hidrógeno, cuyo peso atómico es 1. Las partículas alfa, al chocar con los núcleos atómicos del hidrógeno, llamados protones, les comunican su energía. Y como la masa de los protones es pequeña en comporación con la de la partícula alfa, aquéllos adquieren grandes velocidades, que les permiten atravesar el obstáculo.

Tal es la causa de que el hidrógeno haga a la laminilla metálica, pudiéramos decir, penetrable para las radiaciones. ¿Sencillo? ¡Sencillísimo! Pero lo más interesante estaba todavía por venir.

Cuando la cámara se llenó con otro gas (nitrógeno), volvieron a surgir los destellos en la pantalla, exactamente igual que si el aparato hubiera contenido hidrógeno. Eso resultaba ya incomprensible por demás, puesto que los núcleos atómicos del nitrógeno son mucho más pesados que las partículas alfa (unas 3.5 veces), y si el tabique era impenetrable para el helio, más lo debería ser para el nitrógeno.

Pero, de todos modos, ¿por qué aparecía el centelleo en la pantalla? ¿Como atravesaban las partículas radiactivas un tabique que, en el mejor de los casos, sólo podía dejar pasar a los núcleos de hidrógeno? ¿No podría ser que al nitrógeno se hubiera mezclado casualmente hidrógeno? Entonces llenaron la cámara de nitrógeno bien exento de impurezas, y sobre todo, de vestigios de hidrógeno. Y no obstante, el centelleo se reprodujo en la pantalla con la misma regularidad de antes.

Sólo se podía suponer, que el hidrógeno, por lo visto.

se formaba en la cámara, de algún modo, a partir del nitrógeno y por la acción de las emanaciones radiactivas. Al principio la idea parecía descabellada. Pero experimentos ulteriores demostraron, sin dejar lugar a dudas, que la suposición era justísima. ¡En efecto, a partir del nitrógeno se formaba hidrógeno!

Así fue realizada la primera reacción nuclear, que de haberla presenciado cualquer honorable químico de mediados del siglo pasado, se hubiera estado un buen rato encogiéndose de hombros con perplejidad y hubiera terminado por irse sin haber comprendido nada. He aquí dicha reacción:

N + He = O + H.

Sí, aquí todo está bien. La carga nuclear del átomo de nitrógeno equivale a 7, y la de la partícula alfa (núcleo del átomo de helio), a 2. La suma, pues es igual a 9. Con la misma facilidad se puede calcular que la suma de las cargas nucleares de los átomos a la derecha de la ecuación es también igual a nueve, puesto que la del hidrógeno equivale a 1, y la del oxígeno, a 8.

Esa fue la primera de los cientos de reacciones nucleares conocidas hasta el día de hoy, una reacción en la que un elemento se transforma en otro; y esto, como ya sabemos, es el objetivo de la más verdadera alquimia. Esta es toda la historia de la aparición del “rayo de luz”.

Nos veríamos obligados a desviarnos mucho del objetivo de nuestro relato, si nos pusiéramos a describir detalladamente todos los medios con los que cuenta la Ciencia para transformar unos elementos en otros.

Bastará con indicar que todos ellos se basan en el “bombardeo” de los núcleos atómicos de los elementos que se someten a transmutación, con “proyectiles” constituidos por partículas nucleares, tales como protones, neutrones y partículas alfa.

Esa nueva rama de la Ciencia, que fue denominada Química Nuclear, brindó la posibilidad de crear artificialmente aquellos elementos que los químicos no habían podido hallar de ningún modo en la Naturaleza.

Los químicos tachan los signos de interrogación

La Ley periódica descubierta por el gran químico ruso Mendeleiev permitió a los químicos determinar las propiedades de los elementos de número atómico 43, 61, 85 y 87, lo mismo que si ellos hubieran podido ver y tocar repetidamente dichos elementos y sus compuestos. Pero, de todos modos, eso no les daba derecho a quitar de los correspondientes espacios de la tabla los signos de interrogación. Eso lo hubiera podido hacer sólo quien hubiese obtenido una centésima, o por lo menos una milésima o una cienmilésima de gramo de alguno de dichos elementos. Pero nadie pudo obtener ni siquiera esas cantidades. Hoy sabemos perfectamente que todos los intentos de separar los enigmáticos elementos de los minerales o rocas, estaban condenados al fracaso, ya que ninguno de ellos se halla en la corteza terrestre en cantidades en cierto modo apreciables.

A menudo parecía que se tocaba el éxito, que se había obtenido el elemento ignorado. Con frecuencia el investigador, al separar un compuesto que, a su parecer, difería bastante de lo corriente, lo atribuía a un elemento nuevo. Entonces tomaba a toda prisa la pluma y escribía una carita al director de una de las revistas químicas, pidiéndole que publicara “cuanto antes la noticia del descubrimiento de un nuevo elemento”. Y el director, claro está, la publicaba, puesto que también le lisonjeaba la idea de que su revista fuera la primera en notificar tan relevante éxito de la Ciencia. Tal fue la razón de que en da literatura química aparecieran decenas de nombres de “nuevos” elementos químicos. Pero las noticias relativas a todos esos “masurios”, “ilinios”, “florencios” y “moldavios” eran refutadas irremisiblemente después por los químicos que se ponían a comprobar los datos publicados acerca del “nuevo” elemento en cuestión.