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Poco a poco, el enigma de “los cuatro espacios” dejó de asombrar; y es que todo lo extraordinario, si se prolonga mucho, acaba por convertirse en algo trivial. Mas aún, en las esferas químicas se empezaron a considerar de mal gusto las discusiones sobre dichos espacios. Los razonamientos relativos a elementos aún no descubiertos empezaron a ser mirados como los inventos del “perpetuum mobile”.

Hasta que un buen día, en medio de esta calma estalló, como una bomba, la noticia: ¡la “fortaleza de los cuatro” ha caído! Por cierto que, en apariencia, todo fue modesto a más no poder. En 1937 la revista “Informaciones de la Academia de Ciencias de Italia” publicó un artículo muy conciso diciendo que los científicos italianos Segre y Perrier habían obtenido por vía artificial el elemento N° 43. Constaba el suelto de unas cien palabras, y una buena cuarta parte de ellas eran adverbios indefinidos por el estilo de “posiblemente”, “probablemente”, “seguramente”, etc. ¡Pero, a pesar de todo, lo relativo al nuevo elemento era indiscutible!

Y los periódicos… Los periódicos italianos se ocupaban entonces de cosas muy distintas: que si el concurso de los cuatro Tarzanes, que si la próxima actuación del divino Gigli, que si la erupción del Vesubio en cierne; es decir, de todo, menos del extraordinario descubrimiento de los químicos del país.

El nuevo elemento fue obtenido por bombardeo del molibdeno, cuyo número atómico es 42, con átomos de hidrógeno, de número atómico 1. La suma de los números atómicos del “blanco” y del “proyectil” da precisamente 43, el número atómico correspondiente al tecnecio, pues así fue denominado el primero de los representantes del misterioso cuarteto.

El nombre de “tecnecio” a dicho elemento no se lo dieron por casualidad. Sus descubridores partieron de la palabra griega “technicós”, que significa “artificial”, subrayando así la procedencia del mismo.

¿Habrá que decir que las propiedades vaticinadas para el tecnecio coincidieron en absoluto con las evidenciadas por medio de la experimentación? Verdad es que las primeras cantidades obtenidas del elemento fueron tales, que no hubieran podido ser registradas por la balanza más sensible que conocemos.

Una vez abierta la primera brecha en el llamado “enigma de los cuatro”, las investigaciones prosiguieron con más firmeza. Al año de haberse obtenido el tecnecio, los químicos del mundo entero pudieron borrar de las tablas periódicas que usaban en sus laboratorios otro signo de interrogación, inscribiendo en su lugar el símbolo Pm, correspondiente al prometio, elemento cuyo número atómico es 61.

El prometio fue obtenido por el mismo procedimiento que el tecnecio. Echando una mirada al Sistema periódico es fácil adivinar de qué modo se procedió. En efecto, el elemento bombardeado con átomos de hidrógeno fue el de número atómico 60, el neodimio.

El elemento N° 61 recibió el nombre de prometio, en honor del mitológico Prometeo, que robó el fuego de los dioses para entregárselo a los hombres. Como es sabido, Zeus discurrió para él un castigo terrible: encadenado a una roca, Prometeo veía llegar cada día hasta él un águila enorme que le devoraba las entrañas. El nombre era una alegoría del duro y dramático camino que había llevado a los hombres de ciencia, desde el signo de interrogación hasta el símbolo del elemento químico.

Más adelante tendremos todavía ocasión de extendernos acerca de las propiedades de los metales pertenecientes a la sorprendente familia de las tierras raras, de la que forma parte el prometio. Aquí ¡nos limitaremos a señalar que, en absoluta concordancia con su situación en el Sisltema periódico, el prometio resultó, en cuanto a sus propiedades, muy parecido a los demás miembros de dicha familia.

Después le llegó el turno al elemento de número atómico 87. El signo de interrogación que figuraba en su correspondiente espacio de la Tabla traía muy preocupados a los químicos, que sentían verdadero interés por conocer las propiedades que el elemento 87 tendría. Volvamos a ver la Tabla de Mendeleiev. Aquí está el espacio 87, en el primer grupo, en la misma serie vertical que los elementos litio, sodio, potasio, rubidio y cesio. Los hemos enumerado todos y por orden deliberadamente, puesto que su actividad química crece con rapidez del litio al cesio. Dichos elementos, que son metales, desplazan el hidrógeno del agua, dando álcalis, por lo cual recibieron el nombre de alcalinos.

Los metales alcalinos son los más activos de todos los del Sistema periódico, destacándose entre ellos el cesio. La reacción del litio con el agua es relativamente tranquila, pero la que se produce al echar al agua un pedacito de cesio es semejante a una explosión.

El desconocido elemento N° 87, por estar en el Sistema periódico debajo del cesio debía presentar aún mayor actividad.

De ahí que fuera tan importante hallarlo: existía un gran interés por saber si se confirmarían las predicciones o no.

Dicho elemento fue descubierto en 1939, de un modo casual, en los productos de la desintegración radiactiva del uranio. Cuando se empezaron a estudiar las propiedades del francio —éste fue el nombre que recibió—, quedó claro el porqué los investigadores no habían podido dar con él durante tanto tiempo. En primer lugar, el francio, como todos los demás elementos de número atómico superior a 83, es radiactivo. No obstante, difiere mucho de sus “hermanos” radiactivos, por desintegrarse con suma rapidez. Su período de semidesintegración (es decir, el tiempo que tarda en desintegrarse la mitad de una cantidad dada del elemento radiactivo) es sólo de 22 minutos. Explicaremos lo que significa esto. Supongamos que en un instante dado tenemos 1 gramo de francio. A cabo de 22 minutos quedará de él sólo la mitad; pasada una hora, una octava parte. A las cuatro horas, no restará más que un pedacito de dos diezmilésimas de gramo, invisible a simple vista, y transcurrida otra hora más no quedará del gramo inicial más que “el grato recuerdo”, como se decía en las novelas antiguas.

De todos modos, la causa fundamental de que los investigadores no lograran obtener el elemento N° 87 durante tanto tiempo no era su corto período de semidesintegración. Si los científicos hubieran dispuesto de un gramo del elemento, de seguro que hubieran conseguido estudiar bien sus propiedades en ese par de horas. Todo lo malo era, que, para obtener dicho gramo hubieran tenido que elaborar —¡fíjense bien en la cifra!— dos mil quinientos millones de toneladas de uranio nativo.

—Alto ahí —nos dirá el lector atento—, eso significa, pues, que en el gramo de uranio nativo hay 4·10–16 gramos francio. ¿De qué modo se pudo registrar una cantidad tan pequeña, que incluso cuesta enunciarla? El número 10–16 no tiene nombre propio, ¡nadie lo ha ideado aún! Decimos que 10–6 una millonésima; que 10–9 es una milmillonésima; pero 10–16 sigue denominándose “diez elevado a menos dieciseis”. De cantidades tan ínfimas no hemos tratado en el capítulo anterior. ¿Qué métodos emplearon los químicos para separar esas cantidades imponderables, en el verdadero sentido de la palabra?