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De esto se hablará en los capítulos siguientes. Ahora, para terminar con el francio, sólo hemos de añadir que, si bien nadie lo ha aislado en cantidades más o menos ponderables, de él se conocen bastantes datos. Por ejemplo, se sabe que es el metal más activo de todos los conocidos, que es un excelente conductor de la electricidad y que, como el mercurio, a la temperatura normal se halla en estado líquido.

Hablar de sus aplicaciones sería prematuro aún. Con todo, ya se ha establecido que, si se inocula una sal de francio a los enfermos de sarcoma, todo el francio introducido en el organismo se concentra en el tumor. Y como este elemento tiene propiedades radiactivas y sus emanaciones ejercen una acción destructora sobre el tejido canceroso, cabe esperar que el francio halle con el tiempo aplicación en la medicina.

Esto es cuanto queríamos decir respecto al elemento N° 87, el francio, el único del enigmático cuartero que ha sido descubierto en la Naturaleza, y no obtenido de un modo artificial.

El último en quitarse el antifaz, y, por cierto, de muy mala gana, fue el elemento N° 85. En 1940 sustituyeron en su casilla el signo de interrogación por el símbolo At, abreviatura de astato (también se le suele llamar astatinio). Este elemento fue obtenido también “alquimísticamente”, por transmutación artificial. Para ello bombardearon núcleos de bismuto con núcleos de helio. La aritmética de este proceso para nosotros ya es una cosa clara: el número atómico del bismuto es 83, y el del helio, 2; aunque nos sale una ecuación que, a primera vista, parece rara: bismuto + helio = …astato.

El astado es el último elemento de la familia de los halógenos. Los “veteranos” de la misma —flúor, cloro, bromo y yodo— han sido muy bien estudiados. Tanto más interesante era, por ello, conocer las propiedades del “recién nacido”. Como es sabido, los halógenos son típicos no metales. Sólo en el yodo se manifiestan tenuemente ciertas propiedades metálicas: el brillo característico, la conductividad eléctrica y la propiedad de formar determinadas sales, tales como nitratos, cloruros, etc.

El astato es ya un metal típico. Sus características son bastante conocidas; se sabe, por ejemplo, qué estados de oxidación presenta en las disoluciones acuosas y cuál es la composición de sus sales; incluso se ha establecido que se disuelve muy bien en el cloroformo. Sólo se desconoce una cosa: de qué color es. ¿Por qué? Muy sencillo: todavía nadie ha podido obtenerlo en cantidades que permitan distinguir su coloración. Para apreciar el color de una substancia es indispensable disponer de cantidades ponderables de la misma. Y en el caso del astato, nunca las ha habido.

No carecerá de interés señalar que las primeras investigaciones de las ‘propiedades químicas del astato se efectuaron con disoluciones cuya molaridad (concentración) era de 10–13; es decir, con disoluciones que contenían dos cienmilmillonésimas de gramo de la substancia disuelta, por litro.

Así terminó la historia de la gran “guerra” contra los signos de interrogación en el Sistema periódico de Mendeleiev, Esa fue una lucha llena de dramatismo, como toda investigación verdaderamente científica; una lucha por la conquista de lo que hasta entonces se había considerado una manifestación de ciertas “fuerzas naturales” singulares e ignotas, una lucha que acabó haciendo de la palabra “alquimia” un término científico moderno.

Entonces podría parecer que se habían acabado los enigmas del Sistema periódico y que los químicos, por fin, respirarían tranquilos. Pero ¿se puede apaciguar, acaso, la verdadera Ciencia? Aunque el Sistema periódico no guardara más enigmas, lo probable, y casi seguro, sería que más allá de sus límites los hubiera.

Y las búsquedas continuaron….

¿92? Y por qué no más?

Entre los elementos del Sistema (periódico hay muchos muy notables. Uno ¡se distingue por su propiedad de reaccionar vigorosamente con otras substancias; otro, por el contrario, podría jactarse de que no existe fuerza alguna capaz de hacerle entrar en reacción con otros elementos; el tercero es famoso porque se funde sólo a temperaturas muy altas, y además, con muchísimo trabajo; el cuarto llama la atención por lo difícil que resulta pasarlo del estado gaseoso al líquido. En una palabra, son muchos los elementos químicos que podrían ¡preciarse de algo. Pero hay uno que, sin duda alguna, está por encima de todos ellos. Es el uranio. No hay en la Tierra ningún elemento cuyo peso atómico sea mayor que el suyo. Por ello, el uranio cerró durante muchos años, y con perfecto derecho, el Sistema periódico de los elementos.

Que el uranio fuera el último llegó a ser algo habitual para los químicos. Por aquel entonces centraban su atención en los elementos todavía no descubiertos que debían ocupar espacios intermedios en la Tabla, entre el hidrógeno y el uranio. En cuanto a éste, por lo visto, había de ser siempre el último. Así nos habituamos a la estufa o al armario de nuestra habitación, sin podérnoslos ni imaginar en otro sitio.

Más de pronto surgió entre los científicos un “perturbador de la calma”, el cual inquirió, a ¡toda voz: “Perdonen Ustedes, pero ¿por qué razón el Sistema periódico tiene que terminar en el número 92? ¿Por qué no pueden existir los elementos N° 93, N° 94, etc., etc?”

“¡Efectivamente! —exclamaron muchos con asombro—. ¿Por qué no ha de existir el elemento N°93? ¿Por qué no buscarlo?

Esas ideas habían madurado para (principios de los años 30. Y entonces empezó lo bueno. Las fiebres “del oro” y “de los diamantes”, que en sus épocas estremecieran al mundo, no fueron nada en comparación con el estallido de las pasiones en torno al asunto “de los transuránidos”, como se denominó a los elementos que podían hallarse a continuación del uranio.

Es muy posible que ello se debiera a que, mientras que la existencia de los elementos de número atómico 43, 61, 85 y 87 no ofrecía ninguna duda a nadie, el descubrimiento de uno solo de los transuránidos entrañaba un interés cardinal para la Ciencia.

Es posible también, que los inquietos científicos se sintieran apretados en el estrecho marco de los cuatro espacios “sin desenmascarar” aún del Sistema periódico, y que empezaran a salir de las márgenes de éste, al principio cuatelosamente y después con creciente pujanza.

Por lo visto, en todas partes sucede lo mismo: lo que está más allá de un límite —ya sea el polo de la inaccesibilidad, la Luna o unos enigmáticos elementos químicos— atrae con singular fuerza. De ahí que la tenacidad con que eran buscados los elementos desconocidos de los espacios intermedios, no estuviera exenta de templanza: al evidenciar los errores, los científicos se corregían unos a otros cortésmente, se amonestaban con bondad, se elogiaban con indulgencia y bromeaban sin sarcasmo. En cambio, los elementos de “más allá del límite”, los transuránidos, eran buscados con frenesí. Entonces se denostaba, se discutía, se gritaba —si es que se (puede gritar desde las páginas de las revistas—, se hundía, se levantaba hasta las nubes, se fulminaba…

El mundo científico era estremecido cada año por un gran descubrimiento, y una buena media docena de “pequeños”, del elemento N° 93, a los que de momento no se daba mucha fe.

Nos limitaremos a evocar uno de esos casos sensacionales. El eminente físico italiano Enrico Fermi opinó en cierta ocasión que era posible (¡posible!) que, durante uno de sus experimentos, se hubiera formado el elemento N° 93.

Fermi no se refería a nada concreto, pero su noticia fue interpretada torcidamente por la prensa ávida de sensacionalismo. Uno de los periodicuchos más desbocados llegó hasta el punto de idear y describir una recepción en Palacio, en la que, según él, el propio Fermi había ofrecido a la Reina con toda solemnidad un frasquito que contenía el elemento N° 93.