Por supuesto, así es. Pero, ¿es acaso esa combinación la única posible? Imaginémonos un átomo en cuyo núcleo los protones con carga positiva hayan sido sustituidos por antiprotones negativos, y los electrones, por partículas positivas de igual masa. Por cierto que tales partículas se conocen también. Entonces tendremos el átomo de un antielemento. ¿Qué propiedades tendrá ese elemento? ¿Quién se atreverá a predecirlas? Y sin embargo, la creación de tal elemento es muy posible desde el punto de vista teórico.
¿Y qué sucedería si en los elementos “corrientes” sustituyéramos un electrón, o algunos de ellos, por otras partículas cargadas negativamente, pero más pesadas que el electrón? Semejantes partículas se conocen también. ¿Y qué propiedades tendría un elemento en cuyo núcleo sustituyéramos una parte de los protones por otras partículas de carga positiva?
Como vemos, las preguntas se multiplican. Pero no son ociosas. Tales problemas han sido objeto de investigaciones teóricas, e incluso experimentales, en los últimos años. No obstante, por ahora se ha hecho todavía muy poco.
Así, pues, la Ciencia a la que con todo fundamento hemos llamado Alquimia del siglo XX, sólo empieza su gloriosa existencia. Y a los jóvenes que deseen hacerse alquimistas (¡sin comillas!) se les puede garantizar un trabajo lleno de sugestivas y apasionantes búsquedas, como es toda investigación verdaderamente científica.
Lo grande en lo pequeño
¿Qué hay de común?
Empezaremos por dos historietas.
Las tarjetas de visita de Eugene O’Winstern decían con caracteres grabados en oro: negociante. Los prácticos del puerto, bien enterados de las actividades de O’Winstern y con escasos conocimientos de las reglas de urbanidad, le llamaban “especulador”, lo cual, aunque no sonaba muy fino, era indudablemente más cierto. En justicia también se ha de consignar que Eugene O’Winstern no estaba dotado de singular inteligencia: pero compensaba su falta con el atrevimiento. Eso era seguramente lo único que poseía en 1937 nuestro “negociante” londinense, puesto que su última operación de compra de trigo canadiense (antes de ser segado) le había costado toda su fortuna.
De ahí que O’Winstern se decidiera a enviar a la India una partida de máquinas herramienta confiando en que con su venta, o mejor dicho, con su reventa, pordía enderezar sus negocios. De máquinas herramienta Eugene entendía poco, pero todavía tenía menos nociones de la India. A decir verdad, exceptuando el que de allí exportaban plátanos y malaria, nuestro “negociante” no sabía nada de aquel inmenso país, rumbo al cual iba con toda su carga.
Estaría de más el describir las primeras impresiones de O’Winstern sobre la India. Si nos hemos puesto a hablar de él no ha sido con la intención de describir al lector los bares y oficinas de Bombay, únicos sitios que frecuentaba nuestro héroe. Por lo cual, pasaremos sin más a explicar lo que vio en el patio de mercancías de la estación ferroviaria de Delhi.
El espectáculo fue abrumador. Cuando la pequeña brigada de cargadores sacó de los vagones la primera máquina, O’Winstern percatóse de que aquello no estaba en orden: por todas las rendijas del embalaje de madera se escurría un viscoso líquido de color pardo. Alarmado, el “negociante” mandó romper uno de los cajones; el cuadro que se ofreció a su vista era simplemente desolador.
La máquina parecía un montón de herrumbre. Esta había formado una pátina tan espesa sobre las piezas metálicas, que éstas parecían recubiertas de nieve sucia.
O’Winstern corrió a la máquina y echó mano a una pieza, que al instante se desprendió y cayó al suelo con ruido sordo. Cuando abrieron los otros veinte cajones, aclaróse que las demás máquinas no se hallaban en mucho mejor estado.
¿A quién culpar de ello? ¿A la supina ignorancia de O’Winstern, quien llegaba hasta el punto de no saber que los objetos metálicos que se han de transportar a puntos lejanos deben ser engrasados abundantemente antes? ¿O al jefe de la sección de transportes por vía férrea de la India, por la gracia del cual estuvieron las máquinas abandonadas durante dos meses en el puerto de Bombay, esperando su envío a Delhi? ¿O habría que quejarse de la atmósfera de la India, tan calurosa y húmeda que parecía que se podía cortar?
El infortunado “negociante” culpaba al participante más directo de su “negocio”, a Dios. Musitando contra el Altísimo imprecaciones que podrían ocasionar un colapso aun al misionero más imperturbable, se pasaba los días vagando por la ciudad, esperando la respuesta del gobernador al telegrama en el que le pedía un subsidio para regresar a Londres.
Precisamente entonces, durante uno de sus paseos, O’Winstern se fijó en la famosa columna de Delhi: un enorme obelisco alzado en medio de una gran plaza, y que estaba casi siempre rodeado de fieles. Como no tenía nada que hacer, se abrió paso por entre la muchedumbre de hindúes y miró distraídamente la columna. Su base estaba pulida hasta un brillo mate por los labios de los creyentes, y la parte superior era tan lisa como un tablero. Sin darse cuenta de lo que hacía pasó un dedo por ella… luego le dio unos golpecitos con la mano… después con el puño. La columna era de hierro. ¡De hierro, sin duda alguna! Mas ¿cómo diablos se conservaba?
De seguro que aquellos hindúes habían añadido algo a la fundición. Pero ¿qué?
En vano el “negociante” londinense procuró hallar la respuesta a la segunda pregunta en el transcurso de toda la semana siguiente. Mas cuando recibió el modesto giro y el pasaje para un barco que zarparía cuatro días después con rumbo a Londres, decidióse.
Aquella misma noche consiguió una lima y, temblando de miedo, cortó con ella un pedacito de hierro de la base del obelisco y después lo escondió en el fondo de su maletín. ¡En Londres ya le ayudarían a esclarecer de qué material era la columna y qué se había añadido al hierro para impedir su corrosión!
Al cabo de un mes y medio O’Winstern envió la muestra de hierro, para su análisis, a un laboratorio londinense. Iba adjunta a una carta en la que pedía —él mismo se admiró de su astucia mientras la escribía— que efectuaran el análisis de aquel hierro, pues pensaba hacer de él una caja fuerte para su uso personal.
Y cuando en lugar del análisis recibió una carta rogándole que se presentara en el laboratorio, se puso en guardia, como es natural; sin duda, querían sonsacarle la procedencia de aquella admirable aleación, pero él no se dejaría atrapar: no diría ni palabra.
Sin embargo, el jefe del laboratorio, el enjuto y miope profesor Holl, después de pedir mil perdones al asombrado, por tanta amabilidad, O’Winstern, preguntó que de dónde había sacado, el “honorable míster” un hierro tan fenomenalmente puro. Y añadió que, a pesar de que llevaba ya treinta años dedicado al análisis, era la primera vez que veía una muestra exenta en absoluto de impurezas: aquel hierro era puro, ab-so-lu-ta-mente puro.
Perdidas sus esperanzas de organizar la producción de aleaciones capaces de resistir el húmedo clima de la India, O’Winstern dedicóse a la compra y venta de artículos de contrabando, actividades que al poco tiempo dieron con su persona en la cárcel.
Y el profesor Holl informó, en una sesión científica, de haber realizado el análisis de una muestra de hierro de procedencia desconocida, en la que no pudo hallar impureza alguna porque el hierro era puro, ¡ab-so-lu-ta-mente puro!
En los años 20 apareció en la Laura de Kievo-Pecherskaia un tal Padre Jonás. Este clérigo de nombre bíblico y barbas de santo se hizo pronto célebre en todo Kíev y en muchas leguas a la redonda. Según los anuncios colgados en las puertas del monasterio, escritos, por cierto, en caracteres de lo más mundano, el Padre Jonás administraba diariamente a los fieles, para librarles del “mal de las entrañas”, agua que había bendecido él mismo.