Sus facultades “médicas” atraían a decenas de enfermos, y al cabo de poco tiempo el patio del monasterio, a las horas de visita, hacía recordar el famoso mercado de Bessarabka, de Kíev, en las horas de mayor animación. El clamoreo levantado por los santos padres acabó atrayendo aun a enfermos que hasta entonces no habían hecho caso de la religión.
Todo ello impelió a la redacción de un periódico de las Juventudes Comunistas a prestar atención a aquel galeno de nuevo cuño. Y un buen día de abril, a los “dolientes” que se agolpaban a la puerta de la celda del Padre Jonás sumóse un reportero de dicho periódico, Nikolai Karlishev, que se había presentado allí sin un plan determinado. Para empezar quería observar sólo a los enfermos, fijándose de paso en el milagrero. Mas cuando el famoso curandero salió y se puso a impartir su bendición a los enfermos, Nikolai tuvo una ocurrencia: ¿y si se hacía el enfermo? Dicho y hecho. Encorvándose como un arco y gimiendo con muy poca naturalidad, se puso al final de la larga cola. Cuando llegó junto al Padre Jonás, besó la mano al milagrero —mejor dicho, hizo que la besaba—, recibiendo igual que los demás la bendición y un frasquito de agua bendita, después de lo cual corrió de nuevo a la cola. Aquel día Nikolai recibió tres frasquitos de agua bendita; el siguiente, cuatro.
y en varios días posteriores, otros cinco. Total, 12 frasquitos del “remedio”, casi un litro.
Nikolai llevó su botín al profesor Bobrishev, famoso especialista de Kíev en enfermedades internas, el cual, después de examinar el agua “bendita” a la luz y paladear un sorbito, declaró categóricamente que aquella agua era del río Dniéper y que, exceptuada la “bendición divina”, no contenía ninguna adición.
El profesor hizo todo eso en media hora. Pero las tres siguientes tuvo que estar oyendo los ruegos de Nikolai, que trataba de persuadirle para que probara los efectos del agua en uno de sus enfermos. El profesor se negaba rotundamente, alegando que la ingestión de un agua que se sabía a ciencia cierta procedente del Dniéper no podía surtir ningún efecto. Pero Nikolai, que anhelaba ver confirmada la ineficacia absoluta del agua bendita en un certificado médico firmado por Bobrishev, seguía insistiendo. Hacia el término de la tercera hora, el profesor echó una mirada de impaciencia al reloj y acabó accediendo.
Pasadas tres semanas Nikolai volvió a la clínica de Bobrishev. El artículo estaba ya listo. El dictamen del profesor Bobrishev ocupaba en él bastante lugar. La población de Kíev creería a Bobrishev, y en cuanto al dictamen del profesor, no dejaba lugar a dudas.
El profesor le recibió en su despacho; pero a diferencia de la vez anterior, no ocupaba su sillón, sino que recorría inquieto la habitación, evitando, no sabía porqué, el mirarle a los ojos.
Con voz velada le informó de que había ensayado el “preparado”, es decir, el “agua” —se corrigió—, que le había sido entregada para la prueba pericial, en dos enfermos de gastritis muy avanzada y en otro que padecía de úlcera, y de que en los tres casos había podido constatar, no el restablecimiento absoluto, eso no, pero sí una indudable mejoría. Eso era todo. Y abriéndose de brazos con un ademán de culpabilidad, masculló algo sobre los inexplicables enigmas de la Naturaleza y salió, dejando a Nikolai a solas con su propia perplejidad.
Un segundo análisis químico, esta vez muy meticuloso, volvió a confirmar la identidad del agua bendita con la del Dniéper. Verdad es que el análisis bacteriológico de la primera puso de manifiesto la ausencia casi absoluta de microbios en ella, si bien esto podía explicarse suponiendo que se debía al efecto de una ebullición previa.
Un monaguillo del monasterio, sobornado, resultó bastante locuaz. Explicó que cada día llevaba a la celda del Padre Jonás nueve baldes de agua, que éste vaciaba en una tina grande, en cuyo fondo había “mu-u-chas” monedas de plata.
El no sabía nada más. El artículo que debía desenmascarar al “santo curandero” quedóse sin publicar. Lo fue más tarde, al cabo de tres años.
Y a su publicación contribuyeron también ciertas circunstancias de las que se tratará en los capítulos siguientes.
Estas son las dos historietas que, a juicio nuestro, había que narrar al lector. Prevemos unas preguntas muy lícitas: en primer lugar, ¿por qué las peripecias de un infortunado especulador y un supuesto santo se publican en las páginas de un libro dedicado a los problemas de la química moderna? y, en segundo, aun suponiendo que el autor las haya incluido para solaz del lector, ¿qué tienen los relatos de común entre sí? Esperamos que en los siguientes capítulos de esta parte el lector hallará las respuestas.
Una substancia pura… no es cosa fácil
En la parte del libro titulada “La Alquimia del siglo XX”, el lector ha podido hacerse una idea de la tenacidad y constancia que mostraron los químicos en la persecución de las cantidades ínfimas de la materia. De átomo en átomo y de microgramo en microgramo, reunían pacientemente pequeñísimas porciones de elementos químicos. Aquellos “cazadores” sabían que los microgramos de los nuevos elementos que aislaban aportarían a la química “toneladas” de datos importantísimos.
En este capítulo se hablará también de los químicos “cazadores”. Y lo mismo que allí, se describirá la caza de cantidades pequeñas e ínfimas de las substancias.
Empero, en este capítulo los “cazadores” no se ocuparán de las pequeñas porciones de substancias con el fin de reunirías, sino que, por el contrario, su finalidad será expulsarlas de la substancia sometida a investigación.
Mas para el orden de la exposición habría que empezar, evidentemente, por el químico Kohlrausch, eminente investigador alemán que trabajó en los últimos 25 años del siglo pasado. Varios años de sus actividades científicas Kohlrausch los dedicó… a la destilación múltiple de una misma porción de agua.
Para el final del cuarto año, el director del Instituto donde trabajaba Kohlrausch no se atrevía ya a llevar visitantes al laboratorio de este investigador. El sabía muy bien que en cada grupo de visitantes siempre habría sin falta un chistoso incorregible que se pondría a evocar la Academia de Ciencias de Laputia.
Y no obstante, los conocedores de “Los viajes de Gulliver” ejercitaban su ingenio en vano. A diferencia de los sabios de la isla voladora de Laputia, Kohlrausch perseguía fines verdadera mente científicos: intentaba purificar la más posible el agua.
No nos cabe ninguna duda de que el lector se habrá formulado ya las preguntas: ¿Es que la purificación del agua es un asunto tan complicado como para dedicarle varios años de vida? ¿No estará confundido el Autor? Ni mucho menos. No lo estamos.
Veamos el ejemplo más ordinario en las actividades cotidianas del químico investigador. Supongamos que hemos llegado al laboratorio y que nos hace falta agua pura. ¡No tan pura, ni mucho menos, como la que trataba de obtener, y obtuvo por fin, Kohlrausch! Necesitamos sencillamente agua pura para preparar una disolución de una substancia cualquiera, en lo posible libre de impurezas.
Abrimos la llave y llenamos un matraz de agua, de un agua que, desde nuestro punto de vista, desde el punto de vista del químico, no sólo está sucia, sino que es algo así como una especie de fango. Esa agua contiene muchas sales de sodio, potasio, calcio y magnesio; al circular por las tuberías, ha arrastrado gran cantidad de hierro, que, si bien resulta inapreciable para el que la bebe, es la suficiente para que podamos descubrir su presencia mediante la prueba con sulfocianuro de potasio. Como en la central de purificación fue sometida a cloración, la concentración de cloro en ella es suficiente para que, al añadirle varias gotas de nitrato de plata, se produzca la precipitación de cloruro de plata, lo cual le confiere un aspecto lechoso. El agua de las tuberías lleva, además, una cantidad considerable —también bajo el punto de vista del químico— de substancias orgánicas en suspensión: diminutas partículas de procedencia vegetal, bacterias, etc. Contiene asimismo una cantidad no ya grande, sino colosal, de aire disuelto: todo el que deje reposar en la habitación un vaso de agua fría tomada de la llave, podrá cerciorarse de que las paredes del vaso se llenan de burbujas de agua.