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Los resultados superaron todas las esperanzas, incluso las más osadas.

Se empezó por la destilación del benceno. Según es sabido, el punto de ebullición del benceno “corriente” es 80°C. Aquél, empezó a hervir a los 106°C. Después no hubo ya tiempo para exteriorizar la sorpresa, ya que a Baker y a sus colaboradores les faltaba tiempo para registrar en los diarios de trabajo nuevos y sorprendentes hechos: el éter dietílico hervía a la temperatura de 83°C, en lugar de hacerlo a la de 35°C, que era la “ordinaria”, la que le correspondía; el bromo iniciaba la destilación a 118°, mientras que el bromo “corriente” lo hace a los 59°C; el mercurio hervía a 459°C, y no a 357°C, como debía, y el sulfuro de carbono, a 80°C (cuando el punto de fusión “normal” de dicho compuesto es 46°C). Asimismo, los primeros indicios del comienzo de la destilación del alcohol se observaban a tal temperatura de 138°C, mientras que el alcohol purificado por los métodos ordinarios hierve a la de 78,4°C.

De igual modo se comportaron las demás substancias sometidas a la prolongada deshidratación. En total fueron estudiadas once substancias.

Cuando al cabo de unos días Baker informó de los nuevos hechos ante sus eruditos colegas, éstos lo acogieron de diversos modos: unos se carcajeaban francamente, tan absurda les pareció la noticia; otros ponían los ojos en blanco cual sumidos en profunda meditación, y cuando Baker se apartaba, se encogían de hombros con perplejidad; y los más “sagaces” trataban de persuadirle diciéndole:

—¡Me deja Usted admirado, querido colega! ¿Cómo no se da cuenta de que ocurrió el corrientísimo fenómeno de sobrecalentamiento, debido al cual los líquidos muy puros pueden subsistir como tales durante cierto tiempo a temperaturas superiores a su punto de ebullición?

—El sobrecalentamiento, señores —tenía que impugnar Baker—, ha quedado excluido por completo en mis experimentos. En primer lugar, en el fondo del matraz empleado para la destilación había pedacitos de porcelana porosa, lo cual, como es sabido, excluye toda posibilidad de sobrecalentamiento. Y en segundo, ¿cómo se podría explicar la ebullición del líquido, si éste hubiera estado realmente en estado de sobrecalentamiento? Los líquidos permanecen quietos en apariencia hasta que su creciente temperatura sobrepasa, en unos cuantos grados, el punto de ebullición; y entonces, de un modo súbito y enérgico, empiezan a hervir, adquiriendo todo el contenido del matraz un aspecto espumoso. En nuestro caso, honorables colegas, la ebullición empezaba muy poco a poco, y todo el proceso de la destilación se desarrollaba de la misma suerte. Además, no debe olvidarse que el sobrecalentamiento, por lo general, se observa en un intervalo de tres o cuatro grados, diez a lo sumo; mientras que en nuestro caso el intervalo de temperatura es de ¡setenta a ochenta grados! ¡No, señores; eso no es un sobrecalentamiento!

Los “señores” se habían percatado ya de que aquel fenómeno no tenía nada de común con el sobrecalentamiento. Tales situaciones solían poner fin a los debates científicos, y en lo sucesivo la conversación empezaba a girar en torno a los muchos quebraderos de cabeza en esta vida.

Así, pues, se trataba de un nuevo y relevante descubrimiento científico, y todo hubiera marchado bien, a pedir de boca, si… si el propio Baker hubiera tenido alguna idea, por pequeña que hubiera sido de cómo la prolongada desecación de una substancia podía ocasionar consecuencias tan sorprendentes, tan difíciles de encuadrar en el marco de las concepciones científicas corrientes.

Además, unos días después fueron establecidos aún nuevos hechos. Las substancias sometidas a intensa desecación presentaban, también, unos puntos de fusión que discrepaban de los corrientes. El azufre rómbico fundía a 117,5° C, en lugar de hacerlo a 112,8° C; el yodo, a 116°C, y no a 114°C, como era de esperar. En cuanto a su punto de congelación, era también más elevado: el bromo se congelaba a una temperatura 2,8° C mayor que su punto de congelación “corriente”, y el benceno, a 0,6° C más de lo que “debía”.

Como vemos, bastaban los motivos para el desconcierto. Por una parte, el inmenso material experimental, acumulado por varias generaciones de miles y miles de químicos. Por otra, un hecho evidentísimo, que se observaba y repetía en el laboratorio una y otra vez. ¿Cuál de las dos cosas correspondía a la realidad? ¿Poseía cada substancia unas propiedades definidas, o no? Aunque, por otra parte, si la substancia desecada contiene agua como impureza, quiere decir que ya no es una substancia individual. Pero entonces ¿por qué todos los científicos siempre hallaban en el benceno, por ejemplo, unos mismos valores de sus constantes físicas, y sólo mediante una desecación realizada durante varios años logróse averiguar la alteración de sus propiedades? Preguntas, preguntas y más preguntas.

Todo esto ha de ser analizado sistemáticamente. Hay que determinar qué es lo que en este asunto está ya claro.

Lo claro por ahora es poco, poquísimo. No cabe duda de que la “culpable” de todo es la humedad, puesto que tal efecto sólo se consigue mediante el pentóxido de fósforo u otras substancias tan “amigas” del agua como él. Demostración de ello puede ser el que cuando los líquidos desecados se dejan en contacto con el aire, aunque no sea más que cinco minutos, su punto de ebullición empieza a bajar con rapidez, hasta llegar a su valor normal. (Aunque, ¿es ése el normal? ¿No será el normal el más alto? …) Eso se debe a la rápida absorción del vapor de agua de aire por los líquidos desecados, ya que si se guardan líquidos anhidros en atmósfera desecada sus propiedades no se alteran.

Además, es fácil adivinar por qué, para lograr el efecto que Baker denominó “de desecación” hubo que desecar las substancias durante un tiempo tan increíblemente largo ¡de cinco a diez años!). Una de las leyes fundamentales de la Química —a ley de acción de masas— dice: la velocidad de una reacción química es proporcional a la concentración de cada una de las substancias reaccionantes.

Y ¿cuál podía ser la concentración inicial del agua en el benceno que contenía ya pentóxido de fósforo? Difícil es decirlo. Pero dudosamente pasaría de 0,001 de por ciento. En cuanto el proceso de desecación empezó, esa proporción fue disminuyendo, al principio con rapidez, y después con lentitud creciente: 0,000001, 0,0000001, 0,00000001 de porciento… En consecuencia, la reacción entre el pentóxido de fósforo y el agua contenida en el benceno iba siendo cada vez más lenta. Una cienmillonésima de por ciento… Si se pone esta magnitud en la ecuación representativa de la velocidad del proceso de desecación, estará claro que el producto ha de ser muy pequeño.

Tal es la razón de que la desecación absoluta del benceno y otros líquidos requiera años y años.

Así, pues, algunos aspectos de los fenómenos observados por Baker eran explicables, o casi explicables. Pero todas las preguntas formuladas anteriormente quedaban sin respuesta. Y lo más triste es que no se sabía qué rumbo seguir para encontrarla.

Entonces fue cuando se oyó por primera vez lo de “sensacional”. Lo sensacional no requiere que los periódicos salgan con titulares descomunales y los vendedores se desgañiten pregonándolo en las esquinas. Lo sensacional puede inferirse también del tono de asombro en las preguntas formuladas por el auditorio en una disertación científica, del significativo cuchicheo de los colegas y del hipernerviosismo que traslucen los artículos dedicados al sensacional descubrimiento. Por cierto, que el último resultaba excesivo aun teniendo en cuenta la singularidad de las circunstancias.

En las imprentas de las revistas científicas serias —y precisamente en las de esa clase se desarrollaba la polémica en torno al descubrimiento de Baker— el tipo menos empleado era, por lo visto, el signo de admiración: en los trabajos científicos no se suele rendir pleitesía a las emociones. Que el lector tome al azar un número cualquiera de la revista de la Sociedad Química Inglesa —la que en su tiempo publicara los principales artículos de Baker— la recopilación, por ejemplo, correspondiente al año 1928. Apostaríamos cualquier cosa a que en ese volumen, que pesa unos cinco kilogramos, no encontrará el lector ni un solo signo de admiración. Es fácil de imaginarse por ello el abatimiento de los cajistas al componer los artículos en los que se hablaba del “efecto de desecación”. Algunos de esos artículos parecen empalizados, por lo mucho que abundan en ellos los signos de admiración. ¡Cómo corrieron los cajistas pidiéndose prestado el dichoso tipo que se había hecho precioso de improviso!