El más expansivo de los autores había encerrado su artículo entre cuatro signos de admiración —ni más ni menos—, y terminaba su “tirada” con una palabra que en castellano suena algo así como “desvarío” o “obsurdo”.
Nosotros, por ejemplo, no hemos vuelto a encontrar en las revistas científicas artículos con términos y epítetos tan categóricas y tajantes como “supergenial” y “superficial”, “genio” y “frívolo”, “especulación” y “clarividencia”, etc.
Es muy comprensible que los resultados obtenidos por Baker en sus experimentos causaran tanta admiración y desencadenaran una polémica entre los científicos de los años 20. Pues incluso hoy, al cabo de casi cuarenta años de dicho descubrimiento, es muy posible que el lector no acabe de comprender la causa de tan inconsebible y mágico influjo de los despreciables vestigios de agua.
También está claro el porqué dicho descubrimiento, que causó tanta sensación, fuera pronto olvidado. Pues, muy pocos químicos se atrevieron a repetir los experimentos: ¡quién puede tener la suficiente paciencia para realizar un experimento que dura nueve años!
Pero el ejército de los químicos es muy grande en la Tierra. Y por ello no podían faltar entusiastas que, con calma y sin dejarse ganar por el ardor polémico, iniciasen la comprobación de Jos datos obtenidos por el científico inglés.
Unos años después…
Unos años después, en el inmenso océano de la literatura química empezaron a salir a flote diversos trabajos dedicados al estudio del “efecto de desecación”. Empezaron a esclarecerse algunos detalles, y los detalles son lo más importante en la Ciencia.
Como esperar varios años a que se evidenciara el misterioso efecto de la desecación absoluta resultaba de todas formas, bastante aburrido, el químico holandés Smiths decidió acortar en lo posible dicho período. Para ello era necesario que la substancia a desecar contuviera, desde el principio, la menor cantidad de agua posible. Smiths estableció que la mayor parte del agua contenida en las substancias desecadas procedía, sobre todo, de los microscópicos capilares del vidrio de las vasijas empleadas para guardarlas. La desecación corriente no puede eliminar el agua de dichos capilares, por lo que Smiths ideó un ingenioso dispositivo —dedicando varios trabajos a describirlo— con el cual se podía fundir dichos capilares al mismo tiempo que se extraía de ellos el aire con el vapor de agua que contenía.
Los esfuerzos de los investigadores dieron su fruto: se consiguió reducir bastante la cantidad inicial de agua en la substancia desecada. ¿Cuánto? Eso ya no podía decirlo nadie. Por aquella época los químicos andaban “rondando” a la sexta cifra decimal y habían de subir aún muchos peldaños para llegar al nivel correspondiente a la cantidad de agua contenida en la substancia desecada. De todos modos, ya se había conseguido algo importante: obtener el “efecto de desecación” en el transcurso de un año, y a veces, incluso en nueve meses.
Otro químico, Meili, demostró que el período de desecación podía ser reducido bastante si se guardaban los recipientes, que contenían los líquidos en contacto con el pentóxido de fósforo, en un lugar muy caliente. Era una buena idea, ya que, como es sabido, con la elevación de la temperatura aumenta mucho la velocidad de las reacciones químicas.
Esos fueron los dos únicos rastros de trabajos sobre las substancias químicamente puras, que pudimos hallar en el piélago de la literatura química de aquella época: el de Smiths y el de Meili. Y esos arroyuelos, después de murmurar algún tiempo, desaparecieron, dejando cada cual tres o cuatro artículos científicos. Por lo visto, tan largos experimentos acabaron por hastiar incluso a los entusiastas.
Después de una pequeña pausa, en 1924 apareció, por fin, un nuevo artículo sobre las substancias químicamente extra-puras. El mismo Smiths. Es curioso, ¿qué dirá? Verdaderamente, el “efecto de desecación” tiene la propiedad de sumir a los científicos en el lirismo. Lo que tenemos a la vista es un diario. Sí, sí un diario publicado en las páginas de una revista científica. Con las fechas de rigor, los días de la semana e incluso las horas. Un diario que refleja las emociones que despertaban en el autor los experimentos que realizaba, sus penas y alegrías.
El artículo está dedicado a la solución del siguiente problema: ¿al desecar los líquidos se produce la elevación de su punto de ebullición súbitamente, de un salto, o paulatinamente, a medida que se elimina el agua?
Se tomó benceno muy puro. La descripción del proceso de purificación, a pesar de hacerse en el breve y conciso lenguaje de los químicos, ocupa casi dos páginas, que nosotros pasaremos por alto. El punto de ebullición del benceno inicial, lo mismo que el de todos los “bencenos” de mundo, era 80°C. El día 2 de junio de 1923, aquel benceno fue encerrado herméticamente con pentóxido de fósforo, en un aparato especial, donde se podía efectuar su destilación sin que hubiera el menor contacto con el aire.
El 25 de agosto su punto de ebullición se había elevado a 81,5° C. Y el 23 de febrero de 1924, casi nueve meses después de iniciada la desecación, el benceno hervía ya a 87° C. Todo iba a pedir de boca. Más precisamente en ese día le ocurrió al investigador una desgracia. Se le cayó la pipa encima del matraz. Y aunque no se trataba de la colosal pipa de viejo lobo de mar, una de aquellas pipas que en las tabernas de Amsterdam servían a veces para que los “alegres” marinos se rompieran mutuamente la crisma, sino más bien una sencilla pipa de brezo propia de un científico, el matraz se agrietó. La grieta casi era imperceptible, además, la soldaron cuidadosamente al instante; pero esos instantes bastaron para que en el matraz penetrara un poquito de aire y, por lo tanto, de vapor de agua. Aquello era el fracaso: el termómetro volvía a marcar 80°C.
Pero prosiguióse el experimento. Al mes de aquel desdichado día el benceno empezó a hervir a 81,5° C. Pasado otro mes, el punto de ebullición había subido ya tres grados, y por último, al cabo de un año, se destilaba en el intervalo de 86,6° a 87,7°C. Al llegar a este punto suspendieron el experimento, aunque, de haber proseguido la desecación, se hubiera conseguido elevar el punto de ebullición hasta la temperatura alcanzada por Baker 106°C, o quizás más aún.
No debe olvidarse que tanto Baker como sus escasos continuadores siempre se veían torturados durante la experimentación por una misma pregunta: ¿por qué esos vestigios de agua —tan insignificantes que incluso era difícil expresarlos mediante una cifra determinada— producían un efecto tan acusado sobre las propiedades de las substancias?
Cada experimento, en mayor a menor grado, estaba supeditado a la idea de aclarar dicha pregunta. Pero a pesar de que los años iban pasando, la aclaración seguía tan lejos como en el año 1913, cuando se descubriera el “efecto de desecación”. Lo único que quizás disminuyó un poco, fue el asombro que causaba.
Empero, cuando los investigadores subieron algunos peldaños más y se publicaron otros cuantos trabajos científicos, llegó el primer rayo de luz.