En primer lugar trataremos de los laborato ríos en que se realizan esos trabajos. Los que trabajan en ellos son gente muy singular. Todos tienen un miedo horrible a las corrientes de aire.
Y no porque les asusten los resfriados, puesto que en su gran mayoría son jóvenes, de una salud a toda prueba. Si temen las corrientes de aire es porque ellas pueden introducir partículas que irían a parar a la substancia sometida a purificación. La partícula de polvo más fina, que pasaría incluso desapercibida para el ama de casa más pulcra, les aterroriza. En esos laboratorios no se acostumbra a andar de prisa ni a hablar en voz alta: los movimientos bruscos contribuirían a que saltaran de los vestidos las escasas partículas de polvo que no absorbió la aspiradora emplazada a la entrada del laboratorio. Las paredes y los techos de tales laboratorios son absolutamente lisos, brillantes, para que no puedan retener ni una pizca de suciedad. Todas las manipulaciones se hacen con unos instrumentos especiales, parecidos a pinzas o tenacillas largas, y con movimientos pausados, cuidadosos… Es posible que las personas no iniciadas se amedrenten, de momento, en ese ambiente.
Pero esa impresión desaparece en cuanto se familiariza uno con los procedimientos de que se valen las personas vestidas con batas transparentes de plástico, para efectuar la ascensión a uno de los picos más altos de la Ciencia contemporánea, a la cima de los “nueve nueves”. Veamos uno de los equipos más modernos para la obtención de substancias extrapuras, una instalación en la que se realiza el proceso llamado de fusión por zonas.
Un horno eléctrico envolvente se va desplazando con lentitud a lo largo de un tubo de cuarzo, en el que sobre un apoyo especial, hay un pequeño lingote alargado del metal germanio, uno de los semiconductores más extendidos. Por fuera no hay nada extraordinario. Vemos cómo la zona fundida va “desplazándose” a lo largo del lingote de germanio. El sector del metal que se encuentra bajo el horno se funde, convirtiéndose en un líquido viscoso. Cuando el horno se desplaza más allá, el metal se solidifica lentamente.
Y se hace todo eso por lo siguiente. Resulta que las impurezas del germanio, al fundirse dicho metal, “prefieren” quedarse en la fase líquida. ¿Por qué? Pues porque los átomos del metal fundido, cuando se van uniendo a medida que ocurre la solidificación, expulsan de la red cristalina a los “intrusos”, por lo cual las impurezas tienen que quedarse en la zona líquida. Y ésta, en su desplazamiento a lo largo del lingote de germanio, arrastra consigo la mayor parte de las impurezas. Y cuando por fin llega al extremo del lingote y se solidifica, se le corta, quedando delante de nosotros un germanio bastante más puro que el inicial.
El método de fusión por zonas es el más empleado para la obtención de substancias extra-puras. Mas tampoco es aplicable siempre. Veamos, por ejemplo, otro semiconductor, el silicio, vecino del germanio en el Sistema periódico de Mendeleiev. La complejidad de obtención de silicio extrapuro reside en que dicho elemento funde a una temperatura mucho más elevada que el germanio, a 1.400°C. A esta temperatura tan alta, los átomos de casi todas las substancias extrañas que rodean al silicio, tienden a combinarse químicamente con él. Dichos átomos salen del aire que circunda al lingote de silicio en fusión, del crisol empleado para la fundición. Bueno, admitamos que el aire puede ser extraído; pero ¿con qué sustituir al crisol?
Para otros elementos —los metálicos, que experimentan la acción del campo magnético— se ideó un procedimiento muy ingenioso: los funden sin tener que emplear ningún recipiente. Se coloca el metal en el interior de un electroimán anular, se conecta la corriente, y… el pedazo de metal queda suspendido en el aire, mejor dicho, en el vacío, porque el aire ha sido extraído. Y así, en el vacío, el metal se funde y se somete a las demás operaciones necesarias.
De tal modo el metal pasa por todas las fases de su purificación sin tocar ni una sola vez las paredes del recipiente. Un procedimiento muy curioso ¿verdad que sí? ¿Pero cómo proceder con el silicio, que no experimenta la influencia del campo magnético?
A resolver el problema ayudó el propio silició. Resulta que este elemento, en estado de fusión, posee una tensión superficial muy elevada. Por ello, al fundir un lingote de silicio, la zona en fusión conserva la forma de la muestra sólida, debido a que la masa fundida es retenida por una película líquida periférica. Es decir, que el silicio se funde en un “recipiente” de la propia materia.
Cada nuevo material semiconductor crea, al purificarlo, nuevos problemas y nuevas dificultades. Los ejemplos citados han mostrado con bastante claridad al lector, cuán complejo es el problema de la obtención de substancias extrapuras. Pues el grado de pureza que hoy es asequible ya para la industria, hace un decenio no podía ser soñado ni por el científico de fantasía más desbocada.
Así, pues, parece que lo hemos dicho ya todo: para qué se obtienen las substancias extra-puras, cómo logran los químicos tal grado de pureza, y muchas cosas más. Lo único que no está claro es: ¿qué fines perseguíamos al relatar las historietas acerca del infortunado negociante Eugene O’Winstern y del periodista de Kíev Nikolai Karlishev, con las que empieza esta parte del libro?
Tenemos que decir que el buen narrador siempre se deja lo más interesante para el final.
Y lo mismo hemos hecho nosotros.
La nueva Química
Esperamos que el lector no se enojará con nosotros si citamos varias líneas de un Curso de Química para la escuela secundaria. Además, rogamos encarecidamente (nos referimos al lector impaciente) que se les preste atención ya que sólo a primera vista pueden parecer poco interesantes y áridas:
“El zinc es un metal muy maleable y dúctil; en los ácidos se disuelve con dificultad, y sólo por la acción de un calentamiento bastante intenso”.
“Los metales titanio, manganeso y cromo se emplean para la fabricación de los más variados artículos pues se forjan y laminan con facilidad”.
“El hierro es un metal extremadamente blando y muy resistente a la corrosión”.
No tiene nada de extraño que todo aquel que haya leído con atención estas líneas quiera protestar.
“Perdone Ud —dirá—, respecto al titanio y al manganeso no puedo decir nada, pero en cuanto a la interacción del zinc con los ácidos, ese fue el primer experimento con el que todos iniciamos el estudio de la Química en la escuela.
Y recordamos perfectamente que, al sumergir un pedacito de zinc en un ácido —clorhídrico y sulfúrico—, se producía un enérgico desprendimiento de hidrógeno, y además, sin necesidad de calentamiento alguno”.
Con esta objeción no podemos no estar de acuerdo: ¿Cómo va a discutir uno, si el zinc, en efecto, reacciona vigorosamente con los ácidos?
Y no obstante, las citas antedichas no son erróneas. Sólo que están tomadas de un Curso de Química… del futuro. Y esta inocente mistificación está justificada por el hecho de que ese futuro es muy inmediato.
Vamos a ver si nos explicamos todo esto. Tomemos como ejemplo ese mismo zinc. Efectivamente, el zinc se disuelve en los ácidos. Pero así sólo se comporta el zinc de “tres nueves”, es decir, del 99,9 por ciento. Por cierto que el de “cuatro nueves” —99,99 por ciento— también es bastante soluble en ácidos. Pero basta con sustituir el cuarteto de nueves por un quinteto —99,999—, para que las propiedades del zinc se alteren súbita y asombrosamente, como por arte de magia. El zinc de “cinco nueves” no es soluble ya en los ácidos, ni siquiera sometido a un intenso calentamiento (¡resulta que tiene razón el manual del “futuro”!). Ese zinc puede ser estirado en hilos muy finos, a diferencia de su congénere “sucio”, que se quiebra en cuanto es sometido a esfuerzos mecánicos.