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No siempre había sido asequible para los químicos tan alta precisión en los experimentos. Unos 150 años antes de aquello no podían registrar ni siquiera la presencia de impurezas en cantidades cien y aún mil veces mayores.

Las balanzas hacen la Química

En Leningrado, en un edificio cuyas altas y angostas ventanas miran al río Neva, hay una espaciosa sala circular. Reina en ella un solemne silencio de museo. En una especie de nicho descansa un telescopio de los que tal vez ahora sólo puedan contemplarse en los cuadros de antaño, al lado de las efigies de científicos de la antigüedad. Un globo terráqueo, ennegrecido por el tiempo, refleja una luz opaca, mostrando unos continentes de configuración insólita para nosotros. Del techo pende un complicado artefacto; no se podría decir si es una cometa o un aparato para captar la electricidad atmosférica. En el centro de la sala hay una mesita en donde reposa, dentro de una campana de cristal, una balanza, que, a simple vista, no tiene nada de particular.

En cualquier laboratorio de escuela se pueden ver balanzas mucho más curiosas. ¿A qué se debe, pues, tanta estima? ¿Por qué razón se le tributa un “honor” que no han podido alcanzar muchas balanzas en los laboratorios académicos de nuestros días? ¡Con campanas de cristal se cubren los aparatos de mayor precisión!

Pero no hay de qué asombrarse. Todos los aparatos de dicha sala son sagrados para la historia de la Ciencia rusa. Los empleaba Mijail Lomonosov.

Lo más justo sería colocar sobre la balanza de Lomonosov la siguiente inscripción: “Aparato que sentó las bases de la Química contemporánea”. Al descubrir la ley de la conservación del peso, cuya existencia demostró experimentalmente con ayuda de aquélla, Lomonosov entronizó la química como ciencia exacta. Desde entonces, las balanzas se convirtieron en el principal instrumento de investigación de los químicos.

Veamos las obras de Química escritas no ya en los albores del medievo, sino casi en “nuestra época”, unos 30 ó 40 años antes de Lomonosov. En ellas se pueden ver a cada paso descripciones de experimentos, tales como: “Se tomó un puñado de sosa (nosotros traducimos las expresiones de los químicos de aquellos tiempos a nuestro idioma químico); añadióse a la misma ácido sulfúrico a discreción. Después la mezcla se sometió durante cierto tiempo a evaporación, obteniéndose un residuo bastante más pesado que la sosa tomada inicialmente”. ¡Cualquiera entiende lo que quiere decir el autor! Unos tienen la mano grande, otros muy pequeña; algunos apenas podrán tomar en un puñado 50 gramos de sosa, mientras que otros fácilmente cogerán con su manaza alrededor de un kilo. ¿Y en cuanto al ácido que se debe añadir? A nosotros puede parecemos que “a discreción” significa, por lo menos, un vaso, pero habrá lectores a quienes les parezca que tres gotas son más que suficiente.

Al afirmar como ley la tesis de que la materia, en las reacciones químicas, no puede destruirse ni crearse, de que “cuanto se pierda en un sitio, aparecerá en otro lugar”, Lomonosov asentó la Química en las únicas bases justas y estrictamente científicas.

A partir de entonces los científicos ya no tendrían que adivinar, al mezclar las substancias, si el producto de la reacción pesaría más o menos que las substancias iniciales. No, desde entonces sabrían ya con absoluta certeza que las substancias obtenidas como producto de la reacción pesarían exactamente igual que las substancias reaccionantes.

En aquellos tiempos —hace doscientos años—, la precisión con que se llevaban a cabo las investigaciones no era muy alta. Sólo Lomonósov, Lavoisier y algunos otros sabios disponían de instrumentos construidos con gran escrupulosidad. Las balanzas de la mayoría de los científicos eran de una “precisión” tal, que más de un dependiente del comercio en nuestros días las desecharía hasta para pesar patatas.

Pero aquello no duró mucho. A principios del siglo pasado todos los laboratorios químicos estaban ya equipados con balanzas de suma precisión. La causa de ello radicaba en el considerable desarrollo alcanzado por la industria química y, en consecuencia, por el análisis químico.

Sea cual fuere la esfera de trabajo del químico en el laboratorio —obtención de una nueva substancia, repetición de experimentos ya descritos, estudio de una reacción determinada, etc.—, su labor siempre culmina en el análisis químico. Sólo en el análisis puede hallar la respuesta a los interrogantes respecto a la índole del compuesto obtenido, al grado de corrección con que se ha realizado el proceso, y a la obtención del resultado esperado.

El análisis es un asunto complicado. En él no se puede trabajar con indiferencia. Además, los reactivos han de ser muy puros, los utensilios deben brillar de limpios y los cálculos tienen que ser correctos. Y en cuanto a las balanzas, por supuesto, es necesario que sean de la mayor precisión posible.

Con el desarrollo de la Ciencia y la técnica, las exigencias presentadas al análisis químico aumentaron con bastante rapidez. Esa fue precisamente la causa de que cien años después del trabajo de Lomonosov, los científicos dispusieran de aparatos que permitían pesar con exactitud hasta una milésima de gramo. Y al cabo de otros 40 ó 50 años, todos los laboratorios que se dedicaban al análisis químico disponían de balanzas cuya sensibilidad era de dos diezmilésimas de gramo.

¿Dos diezmilésimas? No todos los microscopios permiten ver un corpúsculo de tal peso. Entonces, ¿para qué necesitaban (los químicos pesar las substancias con tanta precisión?

La cosa es bien sencilla. Para que los resultados del análisis sean fidedignos, la cantidad en peso de los elementos en el compuesto debe determinarse con una exactitud de hasta una centésima de 1%. De lo contrario, sería imposible formarse un criterio exacto de la composición de las combinaciones químicas. Si para investigar la composición de un compuesto químico se ha tomado un gramo, podrá calcularse sin dificultad que las diezmilésimas de gramo son, precisamente, esas centésimas de 1%, tan necesarias para el químico.

El uso de las balanzas “de cuatro cifras”, —así las bautizaron los químicos—, requiere singular destreza y cuidado. Bastaría con olvidarse de cerrar las puertecillas de la caja de cristal en que están alojadas, para que se alterara el equilibrio. Supongamos que dos o tres partículas de polvo, invisibles a simple vista, se depositen sobre uno de los platillos. Inmediatamente, el fiel de la balanza indica que algo extraño ha caído sobre el platillo.

¡A quitarles, pues, el polvo con una gamuza, y con todo cuidado, a fin de no dañar ninguna de sus delicadas piezas!

Balanzas de este tipo se pueden ver virtualmente en todo laboratorio químico. Los estudiantes, por ejemplo, se inician en la Química trabajando con ellas.

No obstante, las balanzas “de cuatro cifras” distaban mucho de ser un límite. Hace algunos decenios que aparecieron aparatos que permitían pesar las substancias con la exactitud de una cienmilésima de gramo. Eso fue debido a que las cantidades que los químicos tomaban para realizar los análisis —un gramo— pronto empezaron a parecerles demasiado grandes. Demostraban particular descontento los “orgánicos”, es decir, los especialistas en Química orgánica. En efecto, para sintetizar una substancia cualquiera se necesita mucho tiempo, con frecuencia dos o tres semanas, e incluso más. Y a veces, como resultado se obtienen sólo 2 ó 3 gramos de producto. Luego, ¡cómo decidirse a perder casi la mitad del mismo en los análisis! Pues en ellos las substancias se pierden irremisiblemente, ya que deben ser descompuestas en sus partes integrantes. ¡No, eso era demasiado derroche! Para fines analíticos, los investigadores podían privarse, a lo sumo, de una décima de gramo. Pero entonces se hacía imprescindible decuplicar la sensibilidad de las balanzas.