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Así hizo su aparición en la Química la quinta cifra decimal…

Las balanzas de tal exactitud no son ahora raras en los laboratorios químicos de investigación. Pero se diferencian bastante de sus congéneres “de cuatro cifras”. En primer lugar, se les tributan mayores “honores” que a sus colegas de menor sensibilidad. Se les instala, por lo regular, en una habitación aparte, sobre una base especial fijada a la pared. La temperatura en el local debe ser siempre constante: el -desplazamiento del fiel se observa mediante un dispositivo óptico especial. Una sola cifra decimal más… ¡y cuántas preocupaciones supone!

En lo sucesivo el perfeccionamiento de las balanzas prosiguió a ritmo más lento. Y no porque hubiera dejado de ser necesario, ya que la vida exigía de los científicos mayor y mayor exactitud en la experimentación. Sino porque los distintos aditivos que se trató de acoplar a ellas, si bien eran ingeniosos, las convertían en aparatos demasiado voluminosos y caprichosos. Tales balanzas no podían usarse ya en cualquier laboratorio. Pero esto no significa que los químicos suspendieran su ofensiva sobre los decimales. Otros métodos analíticos llegaron en ayuda del basado en la medición del peso.

¿Balanzas? No, algo mejor…

De ¡proponérnoslo, encontraríamos seguramente en cada hogar unos cristalitos oscuros, con la envoltura típica de las farmacias, a los que conocemos con el nombre de permanganato. El permanganato se emplea como desinfectante; sus disoluciones las usamos para enjuagamos la garganta en algunas enfermedades. Lo que llamamos simplemente “permanganato” es permanganato de potasio, un compuesto que cede con suma facilidad su oxígeno y que por ello ejerce una acción destructora sobre distintos microorganismos infecciosos. Pero las que nos interesan ahora son otras de sus propiedades.

Tomemos un cristalito de esta substancia y echémoslo en un vaso de agua. Al cabo de algún tiempo ésta adquirirá un fuerte color violeta. Eso ya es, de por sí, un hecho interesante: a pesar del reducido tamaño del cristalito, la coloración obtenida es tal, que ni aún poniendo el vaso delante de una lámpara se transparenta lo más mínimo.

Diluyamos el contenido del vaso el doble, el cuádruple… La coloración se irá debilitando, pero no desaparecerá por completo. Tendremos que añadir muchas veces agua para que el color de la disolución se vuelva imperceptible.

Tomemos ahora una disolución cuya coloración se pueda distinguir todavía a simple vista. ¿Qué cantidad de substancia contiene esta disolución, o, como dicen los químicos, cuál es la concentración de la misma? Esto ha sido ya establecido con gran exactitud. Doscientos mililitros de tal disolución —es decir, el volumen de un vaso de agua—, contienen una diezmilésima de gramo de la substancia en cuestión. Expresando la concentración de dicha disolución en tantos por ciento, obtendremos 0,0005%, esto es, cinco diezmilésimas de porciento.

No es difícil establecer la relación entre la cantidad de la substancia coloreada contenida en la disolución y la coloración de ésta.

Y después de ello, resulta sencillísimo determinar su concentración: evidentemente, cuanto más intenso sea el color de la disolución, tanto mayor será la cantidad de la substancia coloreada que lleva disuelta.

Este método de análisis fue denominado colorimétrico (de la palabra “color”). No cuesta mucho convencerse de que, en lo que a la sensibilidad se refiere, los métodos colorimétricos ofrecen grandes ventajas en comparación con los gravimétricos, es decir, los que se basan en la determinación del peso. Para averiguar la concentración por colorimetría, pongamos por caso, de la mencionada disolución de permanganato potásico, sólo se necesita un aparato muy simple —e¡l colorímetro—, diez mililitros de disolución y tres minutos de tiempo.

Veamos ahora lo que pasaría si nos decidiéramos a emplear para el análisis la balanza. La concentración de la disolución es de 0,0005%. Esto significa que un mililitro de la misma contiene sólo cinco millonésimas de gramo de la substancia disuelta. Después de evaporar a sequedad los 10 mililitros de disolución que nos bastarían de sobra para el análisis colorimétrico, no “hallaríamos”, en resumidas cuentas nada, ya que las balanzas analíticas, ordinarias no ¡pueden registrar cantidades tan insignificantes como son cinco cienmilésimas de gramo.

En fin, para determinar la concentración nos veríamos obligados a evaporar a sequedad 10 litros de la disolución. Sólo entonces hallaríamos el valor de la concentración, que se diferenciaría del verdadero, aproximadamente, en unas… cinco veces. ¿Por qué? Pues, porque 10 litros de la disolución contendrían una cantidad de impurezas —substancias extrañas— cinco veces mayor (y no nos extendemos en el cálculo), que los 10 mililitros de que venimos hablando.

Muchos habrán oído hablar del colorante “azul de Prusia o berlinés”, de hermoso matiz azul. Esta substancia puede obtenerse añadiendo a una disolución de cualquier sal de hierro una disolución de prusiato amarillo de potasio. La coloración aparece incluso cuando el hierro contenido en la disolución no excede de tres centigramos por litro, o sea, de tres cienmilésimas de gramo por mililitro. Y ese valor —0,00003g— se sale ya del “campo de acción” de las balanzas analíticas corrientes. El prusiato amarillo de potasio es llamado por ello reactivo de los compuestos del hierro. Y como vemos, es un reactivo muy sensible.

Sin embargo, la sensibilidad del prusiato amarillo de potasio es una nadería en comparación con los efectos de otro indicador del hierro: la substancia orgánica llamada fenantrolina. Con este reactivo se puede descubrir la presencia de dos diezmillonésimas de gramo de hierro por mililitro de disolución (es decir 0,0000002 o bien 2·10–7).

Se han encontrado reactivos orgánicos para casi todos los elementos. Estas substancias permiten descubrir, por la coloración correspondiente, de cienmilésimas a diezmillonésimas de gramo del elemento dado, en un mililitro de disolución. Es evidente que no hay balanza alguna que pueda equipararse, en cuanto a sensibilidad, con las reacciones colorimétricas.

Por cierto, que para determinar el contenido de oro del mercurio, en los experimentos de Litte se empleó un reactivo de larguísimo y altisonante nombre: paratetrametildiaminodifenilmetano, el cual permite descubrir la presencia de millonésimas de gramo de oro.

Si se tiene en cuenta que un gramo de mercurio común contiene diez veces más oro que la cantidad antedicha, se comprenderá que Litte y sus colaboradores descubrieron fácilmente en el mercurio el que éste contenía desde un principio (más las cantidades suplementarias del oro procedente de los lentes, gemelos, anillos y otros objetos de dicho metal).

Los reactivos orgánicos (permitieron no sólo la formación de una coloración que “revelara” la (presencia de tal o cual elemento en la disolución, sino también que dichos elementos pasaran a formar parte de substancias insolubles en agua. A título de ejemplo podemos citar el reactivo orgánico denominado dimetilglioxima, descubierto por el químico ruso L. A. Chugaiev a comienzos de nuestro siglo. Si una disolución contiene níquel, aunque sea en cantidad insignificante, al añadir a la misma dimetilglioxima se forma inmediatamente un precipitado de color fresa. Y pesando éste, se puede calcular la cantidad de metal que contenía la disolución analizada. Con ayuda de la dimetilglioxima se puede averiguar la cantidad de níquel contenida en una disolución, aunque no pase de una cienmillonésima de gramo (10–8) por mililitro.

A partir de los años 30, en la práctica de los análisis químicos, fueron arraigando más y más los llamados métodos físicos. Los científicos buscaban tenazmente sustitutos de sus órganos sensitivos: “ojos” dotados de mayor percepción visual que los humanos; “manos” más sensibles que las nuestras; “oídos” que permitieran captar sonidos imperceptibles.