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Bajaron al cementerio, y los deudos vestidos de negro desfilaron entre los monumentos funerarios desperdigados, antiguos, como de tiempos de las cruzadas, y recientes, con la tierra aún húmeda. La señorita Bingley y la señora Hurst caminaron junto a Georgiana y el general Hugh Fitzwilliam, no al frente de la congregación, sino hacia la mitad de la comitiva. «¡Adiós, señora Bennet! La mujer más idiota que ha conocido el mundo».

Apartándose un poco, Caroline observó con mirada despreocupada la escena, hasta que se encontró con la de Mary; allí se detuvo, y la clavó fijamente en ella. Las pupilas violetas de la hermana soltera descansaron con aire de burla en el rostro de Caroline, como si aquellas pupilas y todo lo que había tras ellas realmente supieran lo que Caroline estaba pensando. ¿Qué le había ocurrido a aquellos ojos, ahora tan inteligentes, tan expresivos y tan perspicaces? Venía apoyada en Charlie, que la cogía de la mano: una extraña pareja. Algo en ellos insinuaba un cierto distanciamiento de aquella sensiblera parodia que estaban celebrando, como si sus personas permanecieran allí mientras sus espíritus estuvieran vagando por otros mundos lejanos.

«¡No seas ridícula, Caroline!», se dijo a sí misma, y apoyó su cadera en una lápida oportunamente colocada tras ella; aquel champiñón espantoso, el reverendo Collins, se disponía a añadir unas breves palabras de su cosecha a un servicio funerario que ya había sido demasiado largo. Para cuando Caroline hubo descansado discretamente su peso sobre aquella oportuna lápida, Mary y Charlie ya habían vuelto a ser lo que realmente eran. «Sí, Caroline, era una idea ridícula… Menos mal que Louise y yo hemos concertado el carruaje para que nos saque de aquí inmediatamente después del funeral; disfrutar de algunos saludos corteses con las cinco hermanas Bennet en Shelby Manor no era una perspectiva especialmente atractiva. Si el cochero azuza un poco los caballos, podremos estar de regreso en Londres al anochecer. Pero si me invitan a pasar el próximo verano en Pemberley, iré. Con Louisa, desde luego».

Capítulo 2

Todos, salvo los propietarios de Pemberley, se habían marchado antes de que comenzara el mes de diciembre, inquietos porque deseaban estar en casa por Navidad, para pasarla con los niños y los seres queridos. Esto era sobre todo verdad en el caso de Jane, que detestaba pasar siquiera una noche fuera de Bingley Hall. (Había que exceptuar las visitas que hacía a Pemberley, pero, de todos modos, la residencia de Elizabeth y Fitz se encontraba muy cerca de su casa).

– Está engordando de nuevo… -le dijo Elizabeth a Mary con un suspiro.

– Ya sé que se supone que no debería saber nada de esas cosas, Lizzie, pero… ¿no puede decirle nadie a nuestro cuñado Charles que se lo tapone con un corcho?

Elizabeth sintió que se ruborizaba sin remedio; se puso ambas manos en las mejillas y miró boquiabierta a su hermana soltera.

– ¡Mary! ¡Ay, por favor…! ¿Cómo… cómo… cómo sabes tú lo que… lo que…? ¿Y cómo puedes ser tan grosera?

– Lo sé porque he leído todos los libros de esta biblioteca, ¡y porque estoy un poco harta de ser delicada en asuntos que afectan tanto a nuestros destinos como mujeres! -contestó Mary dándose una palmada en la rodilla-. Lizzie, comprenderás que todos esos embarazos, uno detrás de otro, están matando a la pobre Jane… ¡Maldita sea, si hasta las yeguas de cría tienen mejor vida! ¡Ocho hijos vivos y cuatro más que perdió antes de los cinco meses o que nacieron muertos! Y la cuenta sería aún mayor si Charles no viajara a las Indias Occidentales con tanta frecuencia y no se quedara allí largos períodos de tiempo. Si Jane no ha sufrido un prolapso, debería padecerlo. ¿O es que no sabes que todos los que se le malograron o nacieron muertos vinieron siempre después de los vivos? ¡Está exhausta!

– Mi querida Mary, ¡no debes hablar de ese modo tan desagradable! ¡De verdad, es el colmo de la mala educación!

– Bobadas. Aquí no hay nadie más que tú y yo, y tú eres la hermana a la que más quiero. Si no podemos ser sinceras, ¿para qué estamos en este mundo? Me parece a mí que a nadie le importa la salud o el bienestar de las mujeres. Si Charles no encuentra un modo de obtener placer sin embarazar a Jane con tanta frecuencia, entonces quizá debería buscarse una amante. Parece que las mujeres inmorales nunca se quedan embarazadas. -Mary parecía profundamente interesada en el asunto-. Debería encontrar a la amante de algún hombre y preguntarle cómo se consigue no tener niños…

Aquel discurso anonadó indeciblemente a Elizabeth, tan completamente avergonzada y sin palabras que no pudo hacer nada más que observar con los ojos muy abiertos aquella aparición que ya no era su hermana menor, sino alguna mujer procedente de los arrabales. ¿Habría tal vez alguna característica grosera en los ancestros de mamá que repentinamente había salido a la luz en Mary?¡Taponárselo con un corcho! Y entonces, desde un tiempo lejano y olvidado, el sentido del humor acudió en ayuda de Elizabeth; y estalló en carcajadas, y se rio hasta que le cayeron lágrimas por la cara.

– Oh, Mary, ¡creo que ni siquiera he empezado a conocerte…! -dijo cuando le fue posible-. Pero, por favor, asegúrame que no le vas a decir cosas así a nadie más…

– No lo haré -dijo Mary con una impenitente sonrisa burlona-. Sólo las pensaré. Y, confiésalo, Lizzie: tú piensas lo mismo.

– Sí, por supuesto. Quiero a Jane con todo mi corazón, y siento muchísimo ver cómo se deteriora su salud por una razón tan pobre como la ausencia de un tapón de corcho. -Sus labios temblaron-. Charles Bingley es un buen hombre, pero, como todos los hombres, es un egoísta. Ni siquiera lo hace por tener hijos varones… ya tiene siete.

– Extraño, ¿no te parece? Tú no haces más que tener chicas, y Jane no hace más que tener chicos.

¿Qué le habíaocurrido a Mary? ¿Dónde estaba la joven ignorante e ingenua que daba tanta lástima? ¿Dónde estaba la Mary de los días de Longbourn? ¿Es que la gente podía cambiar tanto? ¿O la tendencia a esa peligrosa liberación de las ataduras femeninas siempre había estado ahí? ¿Qué la había empujado a cantar cuando era incapaz de sostener una nota ni afinar en una melodía ni regular el volumen de su voz? ¿Por qué se había fijado en el señor Collins, cuando éste era una de las personas más indignas del amor de cualquier mujer sobre la tierra? Eran preguntas a las que Elizabeth no encontraba respuestas. Excepto que ahora podía comprender mejor el afecto que Charlie sentía por su tía Mary.

Un profundo sentimiento de culpabilidad la embargó; ella, no menos que Fitz, había sentenciado inconscientemente a Mary a «cuidar de mamá», una tarea que, dada la edad de su madre, podría haber durado bien otros diecisiete años… ¡En realidad, todos ellos esperaban que aquello durara otros treinta y cuatro años! Lo cual habría significado que Mary tendría cincuenta y cinco cuando todo terminara… ¡Oh, gracias a Dios todo había concluido ya, cuando Mary aún podía tener esperanzas de labrarse una vida propia!

«Quizá», pensó, «no sea buena idea aislar a las mujeres jóvenes como hemos aislado a Mary. Que poseía alguna inteligencia, es evidente: eso se ha sabido siempre en la familia, aunque papá se mofara al respecto, porque siempre prefería leer libros de sermones y lúgubres obras morales cuando era niña. ¿Era aquello lo que había elevado la inteligencia de Mary?», se preguntó Elizabeth. «¿Le había dado permiso papá para leer cualquier libro de su biblioteca? No, en absoluto. Y Mary había ido ensartando sus observaciones pedantes sobre la vida porque no tenía otra manera de llamar la atención del resto de la familia. Quizá su deseo de cantar era también otro modo de llamar nuestra atención».