– Hay muchos lugares hermosos cerca de Londres -replicó el capitán Small-, pero preferiría un sitio lejos de la ciudad. No es por el bebé solamente. Skye ha sufrido una impresión muy fuerte con la muerte de su esposo. Debería estar bien atendida. He puesto rumbo al puerto de mi ciudad natal, Bideford, en Devon. Tengo un caserón a varios kilómetros del núcleo urbano. Mi hermana, Cecily, vive allí, y ella os recibirá a todos y podrá cuidar de lady Skye. Cuando haya nacido el bebé, podremos irnos a Londres. Pero tal vez en ese momento, ella ya no quiera ir.
La Nadadora rodeó el cabo de Hartland una hermosa mañana de octubre y navegó hacia la bahía de Barnstable para remontar un poco el río hacia Bideford. Skye, de pie, en cubierta, mirando los bosques que bajaban hasta el río, sintió con infalible instinto que ése era un buen puerto. Robert Small tenía razón. Allí nacería sin problemas su bebé.
Y sabía que tendría el valor de enfrentarse a lo que le sucediera luego. Fuera lo que fuese. Como había dicho Osman, Skye estaba siguiendo su destino.
TERCERA PARTE
Capítulo 13
La pequeña ciudad de Bideford, a pesar de su tamaño, era uno de los puertos de mar más prósperos de Inglaterra. El año que Skye llegó allí, Bideford estaba entrando en el período de su mayor desarrollo bajo la protección de la gran familia de Grenville.
Construida en la falda de una larga colina que albergaba un gran bosque, bajaba hacia el río Torridge y estaba rodeada por elevaciones, bosques, fértiles praderas y huertas repletas de manzanos. Era una ciudad colorida y pintoresca de la Inglaterra de su tiempo.
Aunque era un puerto de mar, no estaba justo en la bahía de Barnstable. Para llegar hasta ella había que cruzar el estuario, evitando el peligroso banco que se extendía a través de la boca. El estuario estaba a medio camino entre el Cabo Hartland y la Roca de la Muerte. Frente al gran banco, a unos treinta kilómetros, estaba la isla Lundy, rocosa, llena de colinas coronadas de niebla que, precisamente por esas características, se había convertido en un lugar muy frecuentado por los piratas y contrabandistas de Devon y de otras partes del mundo.
Al otro lado del banco, a salvo, al fondo del estuario, estaba la aldea de Appledore. En Appledore el estuario se transformaba en el río Torridge y el campo se volvía brillante con sus ricas praderas y sus huertas de frutales. Unas pocas millas más arriba, el río llegaba a la verde y fértil Bideford. Y allí, en las colinas de Bideford, se alzaba la casa de Robert Small, Wren Court.
El capitán Small había hecho arreglos para que fueran a buscarlos al puerto cuando él y Skye y la pareja de franceses desembarcaran. Los cuatro viajaron a través de la ciudad hacia las colinas sobre dos caballos castaños y dos grises. La pequeña partida formaba una hermosa imagen mientras se movían entre los árboles subiendo hacia las colinas de color verde brillante.
Cuando se acercaron a Wren Court, Skye exclamó:
– Ah, Robbie. No me habías dicho que tus tierras eran tan hermosas. -Detuvo la yegua castaña sobre la cima de una colina y miró a su alrededor, fijándose en la casa de ladrillos rojos. Jean y Marie se detuvieron junto a ella y Robbie tuvo que hacer lo mismo.
El capitán enrojeció.
– Es de mi familia…, la tierra, quiero decir, al menos desde Enrique v. Wren Court se construyó durante el reinado de Enrique vii. Por eso tiene la forma de la inicial de su nombre [1].
Skye lo miró con sus ojos azules y bromeó:
– Eres excesivamente modesto, Robert. No me esperaba algo tan bello.
– Nosotros somos de la nobleza, Skye. Siempre hay uno o dos Small en el Parlamento. Desgraciadamente no me he casado y no tengo heredero. Y mi hermana Cecily enviudó sin hijos. Supongo que Wren Court quedará en manos de primos lejanos. -Suspiró y luego agitó las riendas y el potro gris que montaba dio un brinco hacia el hogar. Los demás caballos lo siguieron al galope.
La casa era exquisita. Una pequeña y perfecta joya de ladrillos color miel, cubierta en parte de hierba oscura y rodeada de tierras verdes. El centro de la H tenía dos pisos de altura, y los costados, tres. Skye descubriría luego que la sección de dos pisos contenía en la parte inferior un gran salón lleno de luz. El salón terminaba en dos grandes escaleras, una a cada lado, que llevaban a la galería del piso superior, una galería llena de pinturas. Como ese segundo piso no tenía puertas, el primero y el segundo juntos formaban una gran habitación. Las alas del piso principal, a los lados de la entrada, eran para las cocinas y los comedores. El segundo, detrás de la galería, albergaba la biblioteca y los salones, y en el tercero había varios dormitorios.
Cuando cabalgaron por el sendero de piedrecitas, Skye se sintió todavía más subyugada por los rayos del sol que llegaban a las muchas ventanas con adornos de hierro, y por la profusión de rosas que perfumaban el aire. Sobre el sendero circular se había tallado en piedra el escudo de armas de la familia. Cuando llegaron a la puerta de la casa, aparecieron cuatro muchachos para ocuparse de los caballos y Robert Small depositó a Skye en el suelo, con cuidado.
Una mujercita regordeta de ojos azules muy burlones y fuertes, cabello blanco y mejillas sonrosadas se acercó hasta el umbral para saludarlos.
– ¡Ah, así que por fin has vuelto, Robbie! ¿Ella es la señora Goya del Fuentes? -Y sin esperar una respuesta, abrió los brazos para recibir a Skye-. ¡Pobrecita niña! Bueno, ahora estás a salvo y yo me ocuparé de tu bebé. ¡Pasa adentro, pequeña!
La señora Cecily hizo entrar a Skye, a Jean y a Marie en la casa y los condujo a una salita de recepción donde brillaba un fuego acogedor.
– Sentaos. Nunca voy a entender la razón por la que Robert aceptó que una muchacha en vuestras condiciones cabalgara desde la ciudad. Podría haberos llevado en el coche, hubiera sido mucho más seguro. No importa, ahora estáis aquí y estáis bien. ¡Robert! ¡Ve a ver lo que le pasa a la lenta de Martha! Debería haber galletas y vino para estos viajeros cansados…
– Por favor, lady Cecily, debéis llamarme Skye. Lady Goya del Fuentes es tan largo…
– Gracias, pequeña. Ya sabes que soy una mujer simple, así que voy a decir lo que tengo que decir ahora, y así sabremos qué pensar una de la otra. -Cecily hizo un gesto a Jean y a Marie, que se habían sentado en un gran sofá a la derecha del fuego y la escuchaban con atención-. Sé que puedo hablar frente a tus sirvientes porque son también tus amigos. Robbie me ha escrito sobre ellos.
Skye asintió. Cecily respiró hondo.
– Mi hermano me ha contado parte de tu historia. ¡Pobrecita! Debe de ser terrible no recordar nada de tu pasado. No puedo aprobar el negocio de tu esposo, desde luego, pero veo que tú eres una dama. Es más que evidente. Y Robert siempre habló muy bien de Khalid el Bey. Eso es suficiente para mí. Te doy la bienvenida a Inglaterra de todo corazón. Nuestra casa es tuya hasta que tú decidas marcharte. Para siempre, si lo deseas.
Skye sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.
– Gracias, lady Cecily. ¡Gracias de todo corazón! No sólo por mí sino también por mis amigos.
– ¡Ah, por Dios, casi me olvido, hija! Robert, hice que reamueblaran y arreglaran la casita del fondo del jardín para vosotros -dijo, señalando a la pareja francesa-. Supongo que preferiréis estar solos.
Jean y Marie se sintieron conmovidos. La casa que les entregó Cecily hizo que Marie se volviera loca de alegría. Era de ladrillo rojo, como la mansión principal, con un techo de tejas rojas nuevo y ventanas pequeñas.
Tenía dos habitaciones. La primera era una cámara grande con un gran hogar y la otra un pequeño dormitorio con una gran cama de roble barnizado. Toda la casa estaba amueblada con piezas de roble macizo tallado. Los suelos de piedra estaban pulidos y barridos. Había malvas reales y margaritas junto a la puerta. Cecily había pensado en todo. Había preparado una pequeña habitación repleta de libros, junto a la habitación, que tenía una entrada por el jardín, para que Jean pudiera trabajar allí.