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Decididamente, Joshua estaba llegando a su punto de máxima fortaleza. Su hijo mayor era un gran hombre. Desde el día en que se enteró de que lo había concebido, supo que aunque tuviera otros hijos, ése sería el más importante. Y dedicó toda su vida y la de sus otros hijos al mismo objetivo: ayudar a su primogénito a cumplir su destino.

Tras la muerte de Joshua, todo le resultó espantosamente difícil, no desde el punto de vista económico, pues heredó el dinero de su familia, sino porque le faltaban aptitudes para hacer de padre y de madre a la vez. Sin embargo, logró salir adelante, en parte gracias a la ayuda de Joshua, al cual le asignó el rol de padre de los demás. Y sin duda eso hizo madurar a Joshua, porque desde niño se vio obligado a asumir el papel de hombre. Su hijo mayor no solía evadir las responsabilidades ni quejarse.

Joshua se disponía a acostarse en el gran dormitorio situado en la parte delantera del segundo piso, que compartía con su madre y su hermana, mientras que el tercero quedaba para sus dos hermanos casados. Su madre solía ponerle una bolsa de agua caliente en el centro de la cama, pero él la empujaba hasta los pies y permanecía tendido sin sentir el frío, ni siquiera en esas noches de treinta grados bajo cero, cuando despertaba con el cabello congelado sobre la almohada. A diferencia de su madre, usaba pijamas de felpa y un par de medias gruesas; no había gorro de dormir que se aguantara toda la noche sobre su cabeza: su sueño era tan agitado que su madre había llegado al extremo de coserle la ropa de cama a la altura de los pies, convirtiéndola en una especie de saco de dormir mucho más incómodo y estrecho que los edredones que usaban los alemanes y la mayoría de la gente.

Alguien debía decírselo a toda esa gente azorada que vagaba por allí afuera, temerosa en ese nuevo mundo intimidante: Ya que no pueden tener hijos, cultiven plantas en invierno y verduras en verano, ocupen sus manos en la artesanía y desafíen a la inteligencia de sus cerebros. Y si el Dios de la Iglesia en que ha sido educado ya no parece tener la menor relación con usted y sus sufrimientos, tenga el valor de salir a buscar su propio Dios. Pero no pierda el tiempo lamentándose, ni maldiga a un gobierno, al que no le quedó elección posible y que se vio obligado a tomar las medidas, cuyas consecuencias sufrimos ahora. Piense solamente que puede vivir y mantener viva a Norteamérica si les lega a los niños del futuro unos valores y un sueño hechos a medida para ellos. No desee lo que pudiera haber sido, lo que su madre y su abuela tuvieron en abundancia y su bisabuela en exceso, porque poder tener un hijo es infinitamente mejor que no poder tener ninguno. Uno es más que cero. Uno es la belleza. Uno es el amor. Un hijo perfecto vale más que cien genéticamente imperfectos. Uno es uno es uno es uno es uno es uno…

Capítulo 2

Había nevado un poco, pero no lo suficiente como para entorpecer el tránsito de los autobuses y la temperatura era lo suficientemente normal como para impedir que la gente se congelara al emprender una caminata.

La doctora Judith Carriol estaba sentada en medio del autobús frío y lleno de aire viciado, envuelta en sus pieles, que resultaban demasiado calurosas, pero también era una buena barricada contra los empujones del hombre que se apretaba contra sus muslos. Su parada se acercaba y levantó su mano enguantada para tirar del cordón del timbre y después se puso en pie para enfrentarse al hombre en una batalla directa. Sin duda él no estaría dispuesto a dejarla pasar por su lado sin molestarla. En ese momento, él trataba de introducir la mano por debajo de las pieles mientras miraba a otro lado con aire inocente. El autobús redujo velocidad. El pie de la doctora encontró el del individuo y descargó sobre sus dedos un fuerte pisotón con su tacón alto. Tuvo que admitir que el sujeto no era débil, pues ni siquiera gritó, sólo alejó el pie y retiró su cuerpo del de ella. Desde el pasillo, Judith se volvió a mirarle con expresión triunfante y bajó en su parada.

¡Ah, si pudiera tener un coche! Ello supondría el aislamiento completo contra los abusones que acechaban a las mujeres en los autobuses. Cuando un hombre subía a un autobús vacío y se sentaba junto al único asiento ocupado por una mujer, ella podía imaginarse que le esperaba un viaje incómodo, por no decir otra cosa. Y era inútil pedir ayuda al conductor, pues siempre se desentendían.

Como cabía la posibilidad de que en el último momento el hombre bajara también del autobús, Judith permaneció en la vereda con aire agresivo y no se movió hasta que el vetusto vehículo arrancó. A través de la sucia ventanilla su agresor le dirigió una mirada relampagueante, y ella alzó la mano, a modo de burlón saludo. Estaba a salvo.

El Ministerio del Medio Ambiente ocupaba toda una manzana. El autobús la había dejado en la calle North Capítol, cerca de la calle H, pero la entrada que ella utilizaba se encontraba en la calle K, así que debía recorrer la calle North Capítol, pasar junto a la entrada principal y doblar por la calle K.

Cuando pasó frente a la entrada principal, a pesar de que era una mujer alta, elegante y bien vestida, la multitud que se aglomeraba en la vereda ni siquiera la miró; tenían los ojos clavados en algo que había sobre el suelo. Les miró de soslayo y apenas advirtió que las fuerzas de seguridad se estaban ocupando de un nuevo caso de suicidio. Los desesperados solían dirigirse siempre a los alrededores del Ministerio del Medio Ambiente para plantear sus casos de la forma más dramática que conocían, porque estaban convencidos de que todo era culpa del Medio Ambiente y que, por lo tanto, el Ministerio debía ver con sus propios ojos hasta qué extremos de agonía les conducían. La doctora Carriol no sintió curiosidad por saber si se había ahorcado o si se había cortado las venas, si se trataba de un caso de envenenamiento o de drogas, de una bala certera o de algún método más novedoso. Su labor consistía en lograr que desaparecieran los motivos que llevaban a la gente a poner fin a sus vidas sobre los blancos escalones del edificio. Éste era un trabajo que le había encomendado el mismo Presidente.

Su puerta de entrada poseía una cerradura accionada por la voz, y la frase que debía pronunciar cambiaba cada día, de acuerdo con un código establecido por el mayor bromista de las altas esferas, el mismísimo Harold Magnus, ministro del Medio Ambiente. La doctora Carriol pensó con un deje de amargura que su jefe podría encontrar cosas más útiles en qué ocupar su tiempo. Reconocía que estaba llena de prejuicios contra él. Al igual que a todos los empleados públicos con carrera y años de experiencia, consideraba al ministro como una especie de pesadilla. Eran cargos políticos que nombraba cada Presidente, que nunca ejercían como empleados públicos y pasaban por la previsible secuencia de convertirse de grandes emprendedores en un deshecho inservible, si es que conseguían durar algún tiempo en el cargo. Harold Magnus mantenía aún su posición porque tenía la sensatez de permitir que sus empleados de carrera siguieran adelante con sus tareas, porque interiormente se sentía lo suficientemente seguro como para no pretender obstruirles sin ningún motivo.

– Rumbo a un mar sin sol -murmuró frente al micrófono de la pared exterior del edificio.

La cerradura hizo click y la puerta se abrió de par en par. ¡Qué mierda! Nadie en el mundo era capaz de imitar su voz hasta el punto de engañar a los sistemas electrónicos que la analizaban. No hubiera sido necesario cambiar la contraseña cada día. Le producía la desagradable sensación de no ser más que un títere que se movía a su antojo, obedeciendo al menor capricho de Harold Magnus, y en definitiva, ése era justamente su propósito.